No obstante, el pueblo acudió en masa a las rogativas. Antes de abrir el alba, tan pronto el gallo blanco del Antoliano lanzaba desde las bardas del corral su ronco quiquiriquí, se formaban torpemente dos filas oscuras que caminaban cansinamente siguiendo las líneas indecisas de los relejes. Paso a paso, los hombres y las mujeres iban rezando el rosario de la Aurora y a cada misterio hacían un alto y entonces llegaba a ellos el dulce campanilleo de las ovejas del Rabino Grande desde las faldas de los tesos. Y como si esto fuera la señal, el pueblo entonaba entonces desafinada, doloridamente, el «Perdón, oh Dios mío». Así hasta alcanzar la Cruz de Piedra del alcor ante la cual se prosternaba humildemente don Ciro y decía: «Aplaca, Señor, tu ira con los dones que te ofrecemos y envíanos el auxilio necesario de una lluvia abundante». Y así un día y otro día.
Por San Celestino y San Anastasio concluyeron las rogativas. El cielo seguía abierto, de un azul cada día un poco más intenso que el anterior. No obstante, al caer el sol, el Nini observó que el humo de la cueva al salir del tubo se echaba para la hondonada y reptaba por la vertiente del teso como una culebra. Sin pensarlo más dio media vuelta y se lanzó corriendo cárcava abajo, los brazos abiertos, como si planeara. En el puentecillo de junto al arroyo divisó al Pruden encorvado sobre la tierra:
– ¡Pruden! -voceó agitadamente, y señalaba con un dedo la chimenea, a medio cueto-: El humo al suelo, agua en el cielo; mañana lloverá.
Y el Pruden levantó su rostro sudoroso y le miró como a un aparecido, primero como con desconcierto pero, de inmediato, hincó la azuela en la tierra y sin replicar palabra se lanzó como un loco por las callejas del pueblo, agitando los brazos en alto y gritando como un poseído:
– ¡Va a llover! ¡El Nini lo dijo! ¡Va a llover!
Y los hombres interrumpían sus tareas y sonreían íntimamente y las mujeres se asomaban a los ventanucos y murmuraban: «Que su boca sea un ángel», y los niños y los perros, contagiados, corrían alborozadamente tras el Pruden y aquellos gritaban a voz en cuello: «¡Va a llover! ¡Mañana lloverá! ¡El Nini lo dijo!».
En la taberna corrió el vino aquella noche. Los hombres exultaban y hasta Mamés, el Mudo, se obstinaba en comunicar su euforia haciendo constantes aspavientos con sus dedos sobre la boca. Mas la impaciencia no les permitía a los hombres del pueblo traducir su lenguaje y Mamés gesticulaba cada vez más vivamente hasta que el Antolianole dijo: «Mudo, no vocees así, que no soy sordo». Y todos, hasta el Mamés, rompieron a reír y, a poco, el Virgilín comenzó a cantar «La hija de Juan Simón» y todos callaron, porque el Virgilín ponía todo su sentimiento, y sólo el Pruden le dio con el codo al José Luis y musitó: «Eh, tú, hoy está cantando como los ángeles».
Al día siguiente, la Resurrección de la Santa Cruz, un nubarrón cárdeno y sombrío se asentó sobre la Cotarra Donalcio y fue desplazándose paulatinamente hacia el sudeste.
Y el Nini, apenas se levantó, lo escudriñó atentamente. Al fin se volvió hacia el Ratero y le dijo: – Ya está ahí el agua.
Y con el agua se desató el viento y, por la noche, ululaba lúgubremente batiendo los tesos. El bramido del huracán desazonaba al niño. Se le antojaba que los muertos del pequeño camposanto, conducidos por la abuela Iluminada y el abuelo Román, y las liebres y los zorros y los tejos y los pájaros abatidos por Matías Celemín, el Furtivo, confluían en manada sobre el pueblo para exigir cuentas. Pero esta vez el viento se limitó a desparramar la gran nube sobre la cuenca y amainó. Era una nube densa, plomiza, como barriga de topo, que durante tres días con tres noches descargó sobre el término. Y los hombres, sentados a las puertas de las casas, se dejaban mojar mientras se frotaban jubilosos sus manos encallecidas y decían mirando al cielo entrecerrando los ojos:
– Ya están aquí las aguarradillas. Este año fueron puntuales.
A la mañana del cuarto día, el silencio despertó al Nini. El niño se asomó a la boca de la cueva y vio que la nube había pasado y un tímido rayo de sol hendía sus últimas guedejas blancas y proyectaba un luminoso arco iris de la Cotarra Donalcio al Cerro Colorado. Al niño le alcanzó el muelle aroma de la tierra embriagada y tan pronto sintió cantar al ruiseñor abajo, entre los sauces, supo que la primavera había llegado.
12
A partir de San Gregorio Nacianceno el canto de los grillos se hacía en la cuenca un verdadero clamor. Era como un alarido múltiple y obstinado que imprimía a los sembrados, al leve cauce del arroyo, a las míseras barracas de barro y' paja, a los hoscos tesos que festoneaban el horizonte, una suerte de nerviosa vibración que se ensanchaba en ondas crecientes, como una marea, en los crepúsculos, para amainar en las horas centrales del día o de la noche. Mas en todo caso el canto de los grillos tenía un volumen y una densidad, se filtraba por todos los resquicios, ponía un fondo estridente a todas las faenas, pero los hombres y las mujeres del pueblo lo desdeñaban; era un algo, como el aire o el pan, que sostenía su ritmo vital sin que ellos se apercibiesen. Tan sólo la Columba, la del Justito, se llegaba en ocasiones a su marido, las manos abiertas, crispadas sobre el pecho, y sollozaba:
– Esos grillos, Justo. Esos grillos no me dejan respirar.
Por lo demás, la irrupción de los grillos significaba para el pueblo el comienzo de una larga expectativa.
Los sembrados aricados y escardados, verdegueaban en la distancia como una firme promesa y los hombres miraban al cielo insistentemente, pues del cielo bajaban el agua y la sed, la helada y las parásitas y, en definitiva, a estas alturas, únicamente del cielo podía esperarse la granazón de las espigas y el logro de la cosecha.
Con la irrupción de los grillos la Columba, la del Justito, solía avisar al Nini para separar la gallina y confiar los polluelos al pollo capón. De ordinario no le pagaba el servicio, porque, según la Columba, el dinero en el bolsillo de los rapaces sólo servía para maliciarles; se conformaba con darle de merendar una pastilla de chocolate y un pedazo de pan y, luego, charlaba con él a distancia, junto al arcén del pozo, y así que el niño marchaba la invadía una sensación de desasosiego, como un picor inconcreto que iba extendiéndose por todo el cuerpo. Claro que esto le ocurría cada vez que se arrimaba a cualquiera de sus convecinos, razón por la cual la Columba terminó por no relacionarse con nadie. En puridad, la Columba echaba en falta su infancia en un arrabal de la ciudad y no transigía con el silencio del pueblo, ni con el polvo del pueblo, ni con la suciedad del pueblo, ni con el primitivismo del pueblo. La Columba exigía, al menos, agua corriente, calles asfaltadas y un cine y un mal baile donde matar el rato. Al Justito, su marido, le traía de cabeza. Le decía: