Выбрать главу

El José Luis terció:

– ¿Y por qué no le hacemos un test? -¿Un test? -dijo doña Resu.

– A ver. Esas cosas que se preguntan. Si hay un médico que dice que está chaveta o que es un retrasado se le encierra y en paz.

Al Justito se le iluminó la cara:

– ¿Como al Peatón? -preguntó.

– Tal cual.

Dos meses atrás, al regresar un domingo de Torrecillórigo, el Agapito, el Peatón, atropelló a un niño con la bicicleta y para dictaminar sobre su responsabilidad se le sometió en la capital a un cuestionario y los doctores llegaron a la conclusión de que la inteligencia del Peatón era pareja a la de una criatura de ocho años. Al Agapito le divirtió mucho la prueba y desde entonces se volvió un poco más locuaz y, a cada paso, utilizaba las preguntas en la cantina como acertijos. «¿Te hago un "test"?», decía. Otras veces se ufanaba de su actuación y decía: «Y el doctor me dijo: "Si en los accidentes de ferrocarril el vagón de cola es el que da más muertos y heridos, ¿qué se le ocurriría a usted para evitarlo?". Y yo le dije: "Si no es más que eso, doctor, bien sencillo es: quitarlo". La gente de la capital se piensa que los de los pueblos somos tontos».

– Si el Jefe lo autoriza, un test podría ser la solución -dijo el Justito.

Doña Resu bajó los ojos y dijo:

– Al fin y al cabo si nos tomarnos estas molestias es por su bien. El Ratero tiene el caletre de un niño y no adelantaremos nada tratándole como a un hombre.

14

Por la Pascuilla, estuvo a punto de ocurrir en el pueblo una gran desgracia. Poco antes de comenzar la fiesta, el badajo de la campana golpeó la nuca del Antoliano y el Mamertito, el chico del Pruden, se deslizó desde la torre con el cable amarrado alrededor de la cintura.

Felizmente, el Antoliano se rehizo a tiempo, pisó el cable y el Mamertito quedó penduleando en el vacío, con la ajada túnica azul celeste arrebujada en los sobacos y sus alitas blancas de plástico quebradas por la violencia del tirón.

El Nini, desde la Plaza, contemplaba el incidente sobrecogido, pues hacía tan sólo dos años era él quien desempeñaba el papel del Mamertito, pero Matías Celemín, el Furtivo, pese a que la víspera se le había muerto la galga, soltó una risotada a sus espaldas y dijo: «Parece un sisón alicortado, el bergante». La cosa, sin embargo, no pasó a mayores y doña Resu, el Undécimo Mandamiento, ordenó al Antoliano que izase de nuevo a la criatura ya que faltaban los extremeños y la fiesta no podía comenzar.

A doña Resu, el Undécimo Mandamiento, le costó transigir con las imposiciones de Guadalupe, el Capataz, pero la decepción causada en los hombres del pueblo por el asunto del petróleo no se había disipado del todo y según le dijo el Rosalino, el Encargado, «este año no tenían humor para hacer el payaso». Sólo tras laboriosas gestiones logró doña Resu reclutar a seis Apóstoles, mas Guadalupe, el Capataz, se mostró irreductible en este aspecto:

– Todos o ninguno, doña Resu, ya lo sabe. Los extremeños somos así.

Y antes que permitir que la Pascuilla se desluciese, doña Resu autorizó a los doce extremeños para que vistiesen los remendados sayales de los Apóstoles.

Sobre la Plaza polvorienta se cernía un sol henchido y pegajoso, y muy altos, allá donde el rumor del gentío no alcanzaba, evolucionaban perezosamente dos buitres negros. El Nini, el chiquillo, ignoraba dónde habitaban aquellas aves, pero bastaba el cadáver de un gato o de un cordero en los barbechos para que irrumpiesen por encima de los cuetos. Bajo ellos, las bandadas de vencejos se lanzaban en espasmos inverosímiles contra los vanos de la torre, acompañando sus movimientos de un chirrido ensordecedor.

Finalmente, tras la esquina de la iglesia, aparecieron los extremeños. El Nini los vio aproximarse con sus pesados andares, asomando bajo las túnicas polícromas los bastos pantalones de pana y las botazas embarradas de greda. Las pelucas despeluzadas, torpemente superpuestas, se derramaban sobre sus hombros, y no obstante, el grupo aparentaba una bíblica prestancia que acrecía sobre el fondo de casas de adobe y las sarmentosas bardas de los corrales.

El pueblo les abrió calle y los extremeños desfilaron cabizbajos y silenciosos por ella y, al llegar a las escaleras del templo, se desperdigaron entre la multitud y comenzaron a abrir puertas, y a saltar tapias, y a levantar piedras, en una enfebrecida búsqueda, hasta que doña Resu, ataviada con la túnica azul y el velo blanco de la Virgen, hizo una señal imperceptible al Antoliano y el Mamertito comenzó a descender, pausadamente ahora, desde lo alto de la torre, oscilando sobre el gentío, las alas aún desfasadas, pero lleno de unción y trascendencia.

Al divisar al Ángel, la Virgen, los Apóstoles y el pueblo se prosternaron llenos de estupor y se abrió un silencio espeso y sobre el chillido histérico de los vencejos se alzó la voz del Mamertito:

– No le busquéis -dijo-. Jesús, el llamado Nazareno, ha resucitado.

El Mamertito evolucionó aún sobre la Plaza unos instantes, en tanto los fieles se persignaban y el Antoliano iba, poco a poco, recogiendo cable. Tan pronto desapareció el Ángel tras el vano de la torre, doña Resu se incorpor6 penosamente y dijo:

– Alabámoste Cristo y bendecímoste.

Y el pueblo devoto coreó:

– Que por tu Santa Cruz redimiste al mundo.

Acto seguido, todos penetraron en el templo y se postraron de hinojos, mientras arriba, en el coro, Frutos, el Jurado, daba suelta a una paloma del palomar del Justo. El animal, desconcertado, sobrevoló unos minutos la multitud, golpeándose varias veces contra las vidrieras, y, al final, fue a posarse aturdidamente sobre el hombro derecho de la Simeona. Entonces el Undécimo Mandamiento se volvió al pueblo desde las gradas del altar y le dijo a la Sime campanudamente:

– Hija, el Espíritu ha descendido sobre ti.

La Sime meneaba el hombro disimuladamente, tratando de ahuyentar a la paloma, pero en vista de que era inútil se resignó y empezó a tragar saliva con unos ruiditos extraños, como si se ahogara, y por último se dejó conducir por doña Resu hasta el hachero y, una vez allí, el pueblo desfiló ante ella y unos le besaban las manos, y otros hacían una genuflexión y los más tímidos dibujaban subrepticiamente sobre sus rostros requemados un garabato, como una furtiva señal de la cruz. Terminado el homenaje, la Sime, custodiada por los Apóstoles y precedida por la Virgen „y el Ángel anunciador, que marcaban el paso a los acordes de la flauta y el tamboril, desfiló por las calles del pueblo, mientras la noche caía blandamente sobre los cerros.