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Al iniciarse la procesión, el Nini corrió junto al Centenario, que apenas era ya un revoltijo de huesos bajo la lavativa:

– Señor Rufo -le dijo jadeante-, la paloma se le posó a la Sime esta tarde.

El viejo suspiró, levantó dificultosamente un dedo hacia el techo y dijo:

– Los buitres ya andan arriba. Los sentí esta mañana.

– Yo les vi -dijo el niño-. Volaban sobre la torre. Vienen por la galga del Furtivo.

El Centenario denegó obstinadamente con la cabeza. Al cabo dijo, con un gran esfuerzo, señalándose el hombro izquierdo:

– Ésos vienen a posarse aquí.

Y en efecto, a la tarde siguiente, San Francisco Caracciolo, falleció el Centenario. La Sime acostó el cadáver en el suelo del zaguán, boca arriba, sobre una arpillera, y le quitó el trapo de la cara de forma que el hueso rebrillaba a la luz de los cirios. En derredor se congregó el pueblo enlutado y silencioso y la Sime le dijo al Nini apenas entró:

– Ahí le tienes. Al fin descansamos los dos.

Mas el tío Rufo no parecía descansar, con su único ojo y la boca patéticamente abiertos. Ni la Sime parecía descansar tampoco, porque tragaba saliva sin cesar, con unos ruiditos ahogados, como la víspera cuando el Espíritu descendió sobre ella. Pero a cada uno que llegaba le endilgaba la misma cosa y cuando el moscón, luego de estar posado diez minutos en las descarnaduras del Centenario, empezó a volar sobre la concurrencia, todos hacían aspavientos para ahuyentarle excepto la Sime y el niño. Y el moscón retornaba sobre el cadáver que era, sin duda, el más desapasionado de todos, pero cada vez que reanudaba el vuelo, los hombres y las mujeres abanicaban disimuladamente el aire para que no se les posase, y de este modo producían un siseo como el de las aspas de un ventilador. Media hora más tarde se presentó el Antoliano con el cajón de pino oliendo todavía a resina, y la Sime pidió que la echasen una mano, pero todos ronceaban, hasta que entre ella, el Nini y el Antoliano lograron encerrarle, y como el Antoliano, por ahorrar material, había tomado las medidas justas, el tío Rufo quedó con la cabeza empotrada entre los hombros como si fuese jorobado o estuviera diciendo que a él ninguna cosa de este mundo le importaba nada.

A media tarde, llegó don Ciro, el Cura, con el Mamertito, roció el cadáver con el hisopo y se postró a sus pies y dijo angustiosamente:

– Inclina, Señor, tu oído a nuestras súplicas con las que imploramos tu misericordia a fin de que pongas en el lugar de la paz y la luz al alma de tu siervo Rufo al cual mandaste salir de este mundo. Por Nuestro Señor Jesucristo…

– Amén -dijo el Mamertito.

Y en ese instante el moscón se arrancó del cadáver y voló derechamente a la punta de la nariz de don Ciro, pero don Ciro, con los ojos bajos, las manos cruzadas mansamente sobre la sotana parecía en éxtasis y no reparó en ello. Y el acompañamiento se daba de codo y murmuraba: «El cáncer le roerá la nariz», pero don Ciro proseguía imperturbable, hasta que, sin amago previo, estornudó ruidosamente y el moscón, asustado, buscó refugio, de nuevo, en el cadáver.

Al concluir las preces, la señora Clo se presentó con el libro apolillado y la Sime dijo:

¿Qué? Era del viejo.

En la primera página decía: «SERMONES PARA LOS MISTERIOS MÁS CLÁSICOS DE LAS FESTIVIDADES DE JESUCRISTO Y DE MARÍA SANTÍSIMA EL AUTOR ES EL LICENCIADO EN SAGRADOS CÁNONES DON JOAQUÍN.ANTONIO DE EGUILETA, PRESBÍTERO Y CAPELLÁN MAYOR DE LA IGLESIA DE SAN IGNACIO DE LOYOLA DE ESTA CORTE. Tomo III. Madrid MDCCXCVI. CON LAS LICENCIAS NECESARIAS».

La Sime levantó los ojos y repitió: -¿Qué? Era su libro.

– Mira -dijo la señora Clo.

Y abrió por la mitad y apareció un papel plegado, envolviendo un billete de cinco pesetas. Y en el papel, torpemente garrapateado, decía: Reserbas para conparn¢e la dentadura. Y en la página siguiente había otro billete de cinco pesetas, y otro en la otra y así

hasta veinticinco. La señora Clo se ensalivó el pulgar, repasó el dinero expertamente, billete a billete, y se lo entregó a la Simeona.

– Toma -la dijo-, esto que te tienes. La dentadura de nada puede servirle al viejo.

Al día siguiente, San Bonifacio y San Doroteo, cuando los mozos izaron las andas, los comentarios del pueblo giraban en tomo al hallazgo de la señora Clo, pero más aún que los billetes sorprendió el hecho de que el Centenario tuviera un libro en su casa. Y decía el Malvino, con evidente escepticismo: «Luego que si sabe o deja de saber. ¿Y quién no sabe teniendo un libro a la mano, digo yo?».

Hasta la iglesia, los mozos hicieron tres posas con el ataúd y, en cada una, don Ciro rezó los oportunos responsos, mientras la Sime se impacientaba sobre el carrillo, junto al Nini, y el Duque, el perro, amarrado a la trasera, con la soga como un dogal, gañía destempladamente. Una vez en la iglesia, apenas los hombres depositaron el féretro en el carro, la Sime azuzó el borrico y éste emprendió veloz carrera entre el estupor de la concurrencia. La Sime llevaba el cabello desgreñado, la mirada brillante y las mandíbulas crispadas, pero hasta alcanzar el alcor no despegó los labios. Le dijo, entonces, al Nini:

– Y tú, qué pintas aquí, ¿di?

El niño la miró gravemente:

– Sólo quiero acompañar al viejo -dijo.

Ya en el camposanto, entre los dos, arrastraron el ataúd a la zanja y la muchacha empezó a echar sobre él paletadas de tierra con mucho brío. La caja sonaba a hueco y los ojos de la Sime se iban humedeciendo a cada paso, hasta que el Nini se encaró con ella:

– Sime, ¿es que te ocurre algo?

Ella se pasó el envés de la mano por la frente. Dijo luego, casi furiosa:

– ¿No ves la polvareda que estoy armando?

Al salir, junto a la verja, el Loy olisqueaba el rabo del Duque y sobre los tesos se extendía una indecible paz. La Sime señaló al Loy con la pala:

– Ni se da cuenta que es su padre; ya ves.

De regreso, el borrico sostenía un trotecillo cochinero que se hizo más vivo al descender del alcor. Pero la Sime condujo el carro por la senda de la Cotarra Donalcio y entró en el pueblo por la iglesia en lugar de hacerlo por el almacén del Poderoso. Le dijo el Nini:

– Sime, ¿es que no vas a casa?

– No -dijo la Sime.

Y ante la puerta del Undécimo Mandamiento detuvo el carrillo, se apeó y llamó con dos secos aldabonazos. Doña Resu al abrir, tenía cara de dolor de estómago:

– Sime, mujer -dijo-, el undécimo no alborotar.