Con estas relaciones, el Viejo Rabino, al decir del Undécimo Mandamiento, se torció y dejó de frecuentar la iglesia. Don Zósimo, el Curón, que por entonces andaba de párroco en el pueblo, le decía: «Rabino, ¿por qué no vienes a misa?». El Viejo Rabino se encampanaba y respondía: «No hay Dios. Mi abuelo era un mono. Don Eustasio lo dice». Y cuando estalló la guerra, cinco muchachos de Torrecillórigo, capitaneados por el Baltasar, el del Quirico, se presentaron con los mosquetones prestos a la puerta de su casa. Era domingo y el Viejo Rabino apareció con su humilde traje de fiesta y sus zapatos apretados, y el Baltasar, el del Quirico, lo empujó con el cañón del mosquetón y le dijo: «Ahora voy a enseñarte yo dónde deben pastar las cabras». El Viejo Rabino parpadeaba y sólo dijo: «¿Qué quieres?». Y el Baltasar, el del Quirico, dijo: «Que te vengas con nosotros». El Baltasar llevaba una cruz en el pecho y la Rabina miraba hacia ella como implorando, y luego miró para el Viejo Rabino, que, a su vez, se miraba a los pies calzados con zapatos, y dijo humildemente:
«Aguarda un momento». Al regresar de la alcoba vestía el traje de pastor y calzaba las alpargatas de goma y dijo: «Hasta luego». Después le dijo a Baltasar: «Cuando quieras».
Al día siguiente, el Antoliano encontró el cadáver en las Revueltas y cuando se presentó con él en la casa, al Rabino Chico, que apenas era un muchacho, aunque con dos vértebras coxígeas de más, se le cerró la boca y no había manera de hacerle comer. Don Ursinos, el médico de Torrecillórigo, dijo que el mal era nervioso y que le pasaría. Y cuando le pasó, el Rabino Chico se llegó donde don Zósimo, el Curón, y le dijo: «¿No es la cruz la señal del cristiano, señor cura?». «Así es» -respondió el Curón. Y agregó el Rabino Chico: «¿Y no dijo Cristo: Amaos los unos a los otros?». «Así es» -respondió el Curón. El Rabino Chico cabeceó levemente. Dijo: «Entonces, ¿por qué ese hombre de la cruz ha matado a mi padre?». La desbordada humanidad de don Zósimo, el Curón, parecía reducirse ante el problema. Se ajustó automáticamente el bonete antes de hablar: «Escucha -dijo al fin-, mi primo Paco Merino era párroco de Roldana, en el otro lado, hasta anteayer. ¿Y sabes cómo ha dejado de serlo?». «No» -dijo el Rabino Chico. «Pues atiende -añadió el Curón-: le amarraron a un poste, le cortaron la parte con un gillete y se la echaron a los gatos delante de él. ¿Qué te parece?» El Rabino Chico cabeceaba, pero dijo: «Los otros no son cristianos, señor Cura». Don Zósimo entrelazó los dedos y dijo pacientemente: «Mira, Chico, cuando a dos hermanos, sean cristianos o no, se les pone una venda en los ojos, pelean entre sí con más encarnizamiento que dos extraños». Y el Rabino Chico dijo por todo comentario:
«¡Ah!».
Desde entonces empezó a rehuir a las gentes y a salir a los cuetos con el ganado hasta que don Antero, el Poderoso, le contrató de vaquero. Por contra, el Rabino gustaba de charlar con las vacas y, según decían, poseía el don de interpretar sus mugidos. Fuera como fuese, él había demostrado ante los más escépticos lugareños que la vaca a quien se le habla tiernamente mientras se la ordeña daba media herrada más de leche que la que era ordeñada en silencio. En otra ocasión descubrió que la vaca que reposaba sobre una colchoneta rendía también más que si reposaba sobre la paja desnuda y ahora andaba en pintar de verde los muros del establo porque presumía que de este modo aumentaría también el rendimiento.
El Nini divisó al Rabino Chico vuelto de espaldas y voceó:
– Buenos días, Rabino Chico.
El Rabino Chico se movía pesadamente como un hombre grueso y maduro y nunca miraba de frente. Una vez el Nini le preguntó por qué hablaba con las vacas y no con los hombres y el Rabino Chico respondió: «Los hombres sólo dicen mentiras». Ahora, el Rabino Chico se volvió al niño y le dijo:
– Nini, ¿es cierto que el Justito os quiere largar de la cueva?
– Eso dicen.
– ¿Quién lo dice?
El niño se encogió de hombros. Dijo:
– ¿Terminaste de pintar el establo?
– Ayer tarde.
– ¿Y qué?
– Da tiempo al tiempo
El Nini dobló el recodo de la iglesia. Los relejes eran allí más profundos y el agua estancada, pese al frío, expandía una fetidez nauseabunda. En las tapias de la señora Clo, frente a la iglesia, un cartelón de letras de brea decía en caracteres muy gruesos: «Vivan los quintos del 56». La señora Clo barría briosamente los dos peldaños de cemento que daban acceso al estanco. De pronto levantó la cabeza y vio al niño restregando la moneda contra las piedras del templo.
– ¿Dónde vas tan de mañana, Nini?
El niño dio media vuelta y se quedó con las piernas abiertas mirando para la mujer. El cieno había dejado sobre una de sus pantorrillas una sucia huella como un calcetín oscuro. La señora Clo se apoyó en el palo de la escoba, sonrió con toda su ancha cara y dijo:
– El tiempo está de cambio, Nini. ¿Cuándo matamos el chon?
El niño la miró reflexivamente. Dijo:
– Aún es temprano.
– Mira que tu abuela no lo pensaba tanto.
El Nini movió decididamente la cabeza:
– Deje, señora Clo, antes de San Dámaso no es bueno hacerlo. Ya avisaré.
Reanudó su camino y como viera a la perra merodeando la casa de José Luis, el alguacil, la silbó tenuemente. La Fa acudió a su llamada y se situó dócilmente tras él, mas en la esquina se lanzó sobre el bando de gorriones que picoteaban entre el estiércol. Los pájaros levantaron el vuelo y desde los bajos aleros piaban ahora desaforadamente y la perra les miraba levantando la cabeza y moviendo nerviosamente el rabo cercenado.
La sierra del Antoliano va se sentía y el Nini se asomó a la puerta, abierta incluso en los días más crudos del invierno, y desde allí lo vio, oblicuo sobre el banco, su mano poderosa afirmada en el mango de la sierra. El taller era un tabulo mezquino, lleno de virutas y aserrín, y con cuatro listones crudos colocados verticales en un rincón. En la pared, junto a la ventana, un reclamo de perdiz daba vueltas incesantemente sobre sí mismo picoteando los barrotes de la jaula. Hubo un tiempo en que el Antoliano se ganaba la vida fabricando celemines y medias fanegas, pero desde que el Servicio empezó a medir el cereal por kilos, el Antoliano andaba de parado, arrimando el hombro a lo que saliera. Visto de perfil, el rostro del Antoliano mostraba una exuberante irregularidad en la nariz, como si el apéndice hubiera tratado de formarse sobre la ternilla y, luego a medio hacer, hubiera desistido de jugarle esa mala pasada. En todo caso, la nariz del Antoliano parecía la de un boxeador y para él, que se ufanaba de fuerte y arriscado, era aquello una humillación. A menudo, sin que nadie se lo pidiera, se justificaba: «¿Sabes quién tuvo la culpa de que mi nariz sea como un buñuelo? Estas condenadas manos». Las manos del Antoliano, nevadas ahora de aserrín, eran enormes, como dos palas y, según él, paseando una noche cerrada con ellas en los bolsillos tropezó y se dio de bruces con el brocal del pozo del Justito antes de tener tiempo de sacarlas.