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– ¿Dónde se ha visto que hiele por San Medardo?

Los cuarenta ojos convergieron ahora sobre él y Guadalupe, para ahuyentar su turbación, apuró el vaso de golpe. Malvino se llegó a él con la frasca y se lo llenó sin que el otro lo pidiera. Dijo luego, con la frasca en la mano, encarándose ya, decididamente, con lo inevitable:

– Eso no. Va para veinte años de la helada de Santa Oliva, ¿os recordáis? El cereal estaba encañado y seco y en menos de cuatro horas todo se lo llevó la trampa.

El hechizo se rompió de pronto:

– No llegarían a diez fanegas lo que cogimos en el término -añadió el Antoliano.

Justito, el Alcalde, desde la mesa del rincón voceó:

– Eso ocurre una vez. Un caso así no volveremos a verlo.

El Antoliano accionaba mucho con sus manazas en la mesa inmediata explicándole al Virgilio, el de la señora Clo, el desastre:

– Las argayas estaban chamuscadas, ¿oyes? Lo mismo que si el fuego hubiera pasado sobre ellas. Lo mismo. Todo carbonizado.

El tabernero llenaba los vasos, y las lenguas, al principio remisas, iban entrando en actividad. Se diría que mediante aquella ardiente comunicación esperaban ahora conjurar el peligro. De pronto, dominando las conversaciones, se oyó de nuevo el lastimero aullido del Chuco en el patio.

Dijo el Nini:

– El perro ese ladra como si hubiera un muerto.

Nadie le respondió y los aullidos del Chuco, cada vez más modulados, recorrieron las mesas como un calambre. El Malvino salió al patio. Su blasfemia se confundió con el llanto quejumbroso del perro y el portazo del Furtivo al entrar. Dijo Matías Celemín, resollando como si terminara de hacer un largo camino:

– Buena está cayendo. Los relejes están tiesos como en enero. En la huerta no queda un mato en pie. ¿A qué viene este castigo?

De todos los rincones se elevó un rumor de juramentos reprimidos. Sobre ellos retumbó la voz del Pruden excitada, vibrante:

– ¡Me cago en mi madre! -chilló-. ¿Es esto vivir? Afana once meses como un perro y, luego, en una noche…-Se volvió al Nini. Su mirada febril se concentraba en el niño, expectante y ávida-: Nini, chaval -agregó-, ¿es que ya no hay remedio?

– Según -dijo el chiquillo gravemente.

– Según, según… ¿según qué?

– El viento -respondió el niño.

El silencio era rígido y tenso. Las miradas de los hombres convergieron ahora sobre el Nini como los cuervos en octubre sobre los sembrados. Inquirió el Pruden:

– ¿El viento?

– Si con el alba vuelve el norte arrastrará la friura y la espiga salvará. La huerta va es más difícil -dijo el niño.

El Pruden se puso en pie y dio una vuelta entre las mesas. Andaba como borracho y reía ahora como un estúpido:

– ¿Oísteis? elijo-. Aún hay remedio. ¿Por qué no ha de salir el viento? ¿No es más raro que hiele por San Medardo y sin embargo, está helando? ¿Por qué no ha de salir el viento?

Cesó repentinamente de reír y observó en torno esperando el asentimiento de alguien, pero repasó todos los rostros, uno a uno, y no vio más que una nube de escepticismo, una torva resignación allá en lo hondo de las pupilas. Entonces volvió a sentarse y ocultó el rostro entre las manos. Tras él, el Antoliano le decía al Ratero a media voz: «No hay ratas, la cosecha se pierde, ¿puede saberse qué coños nos ata a este maldito pueblo?». El Rabino Chico tartamudeó: «La tic… La tierra -dijo-. La tierra es como la mujer de uno». El Rosalino gritó desde el otro extremo: «¡Tal cual, que te la pega con el primero que llega!». Mamés, el Mudo, hacía muecas junto al Furtivo, unas muecas aspaventeras como cada vez que se ponía nervioso. Matías Celemín voceó de pronto: «¡Calla Mudo, leche, que mareas!». El Frutos, el Jurado, dijo entonces: «¿Y si cantara el Virgilio?». Y, como si aquello fuera una señal, vocearon simultáneamente de todas las mesas: «¡Venga, Virgilio, tócate un poco!». Agapito, el Peatón, empezó a palmear el tablero acompasadamente con las palmas de las manos. El Justito, que desde hacía dos horas bebía sin parar del porrón, levantó su voz sobre los demás: «¡Dale, Virgilio, la que sea sonará!» y el Virgilio carraspeó por dos veces y se arrancó por «El Farolero» y el Agapito y el Rabino Grande batieron palmas y, a poco, el Frutos, el Guadalupe, el Antoliano y el José Luis se unieron a ellos. Minutos más tarde, la taberna hervía y las palmas se mezclaban con las voces enloquecidas entonando desafinadamente viejas y doloridas canciores. El humo llenaba la estancia y Malvino, el tabernero, recorría las mesas y colmaba los vasos y los porrones sin cesar. Fuera, la luna describía sigilosamente su habitual parábola sobre los tesos y los tejados del pueblo y la escarcha iba cuajando en las hortalizas y las argayas.

El tiempo había dejado de existir y al irrumpir en la taberna la Sabina, la del Pruden, los hombres se miraron ojerosos y atónitos, como preguntándose la razón por la que se encontraban allí congregados. El Pruden se frotó los ojos y su mirada se cruzó con la mirada vacía de la Sabina y, entonces, la Sabina gritó:

– ¿Puede saberse qué sucede para que arméis este jorco a las cinco de la mañana? ¿Es que todo lo que se os ocurre es alborotar como chicos cuando la escarcha se lleva la cosecha? -Avanzó dos pasos y se encaró con el Pruden-: Tú, Acisclo, no te recuerdas ya de la helada de Santa Oliva, ¿verdad? Pues la de esta noche aún es peor, para que lo sepas. Las espigas no aguantan la friura y se doblan como si fueran de plomo.

Repentinamente se hizo un silencio patético. Parecía la taberna, ahora, la antesala de un moribundo donde nadie se resolviera a afrontar los hechos, a comprobar si la muerte se había decidido al fin. Una vaca mugió plañideramente abajo, en los establos del Poderoso y como si esto fuera la señal esperada, el Malvino se llegó al ventanuco y abrió de golpe los postigos. Una luz difusa, hiberniza y fría se adentró por los cristales empañados. Pero nadie se movió aún. Únicamente al alzarse sobre el silencio el ronco quiquiriquí del gallo blanco del Antoliano, el Rosalino se puso en pie y dijo: «Venga, vamos». La Sabina sujetaba al Pruden por un brazo y le decía: «Es la miseria, Acisclo, ¿te das cuenta?». Fuera, entre los tesos, se borraban las últimas estrellas y una cruda luz blanquecina se iba extendiendo sobre la cuenca. Los relejes parecían de piedra y la tierra crepitaba al ser, hollada como cáscaras de nueces. Los grillos cantaban tímidamente v desde lo alto de la Cotarra Donalcio llamaba con insistencia un macho de perdiz. Los hombres avanzaban cabizbajos por el camino y el Pruden tomó al Nini por el cuello y a cada paso le decía: «¿Saldrá el norte, Nini? ¿Tú crees que puede salir el norte?». Mas el Nini no respondía. Miraba ahora la verja y la cruz del pequeño camposanto en lo alto del alcor y se le antojaba que aquel grupo de hombres abatidos, adentrándose por los vastos campos de cereales, esperaba el advenimiento de un fantasma. Las espigas se combaban, cabeceando, con las argayas cargadas de escarcha y algunas empezaban ya a negrear. El Pruden dijo desoladamente, como si todo el peso de la noche se desplomara de pronto sobre éclass="underline" «El remedio no llegará a tiempo».