Abajo, en la huerta, las hortalizas estaban abatidas, las hojas mustias, chamuscadas. El grupo se detuvo en los sembrados encarando el Pezón de Torrecillórigo y los hombres clavaron sus pupilas en la línea, cada vez más nítida, de los cerros. Tras la Cotarra Donalcio la luz era más viva. De vez en cuando, alguno se inclinaba sobre el Nini y en un murmullo le decía: «Será tarde ya, ¿verdad, chaval?». Y el Nini respondía: «Antes de asomar el sol es tiempo. Es el sol quien abrasa las espigas». Y en los pechos renacía la esperanza. Pero el día iba abriendo sin pausa, aclarando los cuetos, perfilando la miseria de las casas de adobes y el cielo seguía alto y el tiempo quedo y los ojos de los hombres, muy abiertos, permanecían fijos, con angustiosa avidez, en la divisoria de los tesos.
Todo aconteció de repente. Primero fue un soplo tenue, sutil, que acarició las espigas; después, el viento tomó voz y empezó a descender de los cerros ásperamente, desmelenado, combando las cañas, haciendo ondular como un mar las parcelas de cereales. A poco, fue un bramido racheado el que sacudió los campos con furia y las espigas empezaron a pendulear, aligerándose de escarcha, irguiéndose progresivamente a la dorada luz del amanecer. Los hombres, cara el viento, sonreían imperceptiblemente, como hipnotizados, sin atreverse a mover un solo músculo por temor a contrarrestar los elementos favorables. Fue el Rosalino, el Encargado, quien primero recuperó la voz y volviéndose a ellos dijo:
– ¡El viento! ¿Es que no lo oís? ¡Es el viento!
Y el viento tomó sus palabras y las arrastró hasta el pueblo, y entonces, como si fuera un eco, la campana de la parroquia empezó a repicar alegremente y, a sus tañidos, el grupo entero pareció despertar y prorrumpió en exclamaciones incoherentes y Mamés, el Mudo, babeaba e iba de un lado a otro sonriendo y decía: «Je, je». Y el Antoliano y el Virgilio izaron al Nini por encima de sus cabezas y voceaban:
– ¡Él lo dijo! ¡El Nini lo dijo!
Y el Pruden, con la Sabina sollozando a su cuello, se arrodilló en el sembrado y se frotó una y otra vez la cara con las espigas, que se desgranaban entre sus dedos, sin cesar de reír alocadamente.
16
Los diminutos huertos de junto al arroyo quedaron abrasados por la helada negra. No obstante, los hombres del pueblo descendieron obstinadamente a sus parcelas y sembraron las tierras de acederas, berros picantes, escarolas rizadas, guisantes tiernos, perifollos, puerros y zanahorias tempranas. Rosalino, el Encargado, aligeró el majuelo de raíces y rebrotes en los patrones injertados y el Nini, el chiquillo, se ocupó de eliminar los zánganos de las colmenas y seleccionar los conejos para la reproducción. Un sol, todavía clemente, estabilizó la temperatura, y bajo sus rayos los cereales terminaron de encañar y de granar y se secaron en pocos días. En el pueblo, acreció entonces la actividad. A toda hora, los hombres y las mujeres limpiaban las eras y preparaban los aperos para la trilla y, al atardecer, desinfectaban los graneros dispuestos para recibir el cereal. Sobre el cielo, de un azul intenso, volaron un día las cigüeñas nuevas de la torre anticipándose al dicho del difunto señor Rufo: «Por San Juan, las cigüeñas a volar». Así y todo, cada mañana, las miradas de los hombres del pueblo se concentraban en el Portón del Noroeste que en la primera decena del mes se mantuvo sereno y despejado. El Pruden decía a cada paso: «Lo que hace falta ahora es que no llueva». El difunto Centenario solía apostillar con su proverbial contundencia: «Agua en junio, trae infortunio». Y los hombres de la cuenca aguardaban el sol cada mañana con la misma vehemencia con que aguardaban la lluvia por Nuestra Señora de Sancho Abarca o por San Saturio. Sin embargo, entre el vecindario cundió un optimismo prematuro por San Basilio, el Magno. El hecho de haber salvado el cereal de la helada negra les imbuía una locuacidad desbordada. «Mal que bien, la cosecha va salvando» decían. Pero la señora Librada, más vieja o más precavida, advertía: «Aguarda a tener el trigo en la panera antes de hablar».
Por su parte, el tío Ratero no esperaba nada del tiempo. Su hermetismo era cada vez más hosco e irreductible. Durante el día apenas despegaba los labios y por las noches, al acostarse en las pajas, le decía invariablemente al Nini:
– Mañana habrá que bajar.
El niño le frenaba:
– Aguarde. Por San Vito se abre el cangrejo. -¿El cangrejo?
– Lo mismo viene buen año. ¿Quién sabe?
Una semana atrás, por Santa Orosia, las cosas estuvieron a punto de resolverse cuando Justo Fadrique, el Alcalde, que se había colocado una corbata verde y roja como en las grandes solemnidades, le dijo al Ratero a bocajarro en la taberna del Malvino:
– Ratero, ¿qué dirías si te ofreciera un jornal de treinta pesetas y mantenido?
El Ratero se pasó la punta de la lengua por los labios agrietados. Después se rascó ásperamente el cogote bajo la boina. Se diría que iba a exponer un largo razonamiento, pero sólo dijo:
– Según.
– ¿Según qué?
– Según.
– Mira, basta con que subas a las cuestas a hacer hoyas con los extremeños -señaló al Nini-:
Por supuesto, el chaval puede subir también y comer contigo.
El Ratero reflexionó unos instantes:
– Vale -dijo al fin.
Justo Fadrique se pellizcó mecánicamente la barbilla recién afeitada. Lo mismo hizo dos tardes atrás, en la ciudad, cuando el abogado le dijo: «Si ese sujeto no ha cambiado últimamente no hay razón alguna para someterle a un test y privarle de la patria potestad». Ahora, el Justito, miró al Ratero largamente y dijo con afectada indiferencia:
– Sólo te pongo por condición que dejes la cueva.
El Ratero levantó los ojos:
– La cueva es mía -dijo.
Justo Fadrique se acodó en la mesa y añadió pacientemente:
– Date a razones, Ratero. La casa de la Era Vieja renta veinte duros y tú vas a ganar ciento ochenta y mantenido. ¿Qué te parece?