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La cueva es mía -repitió el Ratero.

Justo Fadrique estiró los antebrazos sobre el tablero y dijo haciendo un esfuerzo por suavizar la voz:

– Está bien, te la compro. ¿Qué quieres por ella?

– Nada.

– ¿Nada? ¿Ni mil?

– No

– Tendrá un precio; algo valdrá, digo yo. -Algo.

– ¿Cuánto? ¡Di!

El Ratero sonrió socarronamente: -La cueva es mía -dijo.

Justo Fadrique meneó la cabeza de un lado a otro y, al fin, fijó en el Ratero sus pupilas encolerizadas:

– Yo podría conseguir -dijo- que Luisito, el de Torrecillórigo, no te quitara las ratas. ¿Qué te parece?

El rostro del Ratero se transformó en un instante. Las aletillas de la nariz se dilataron y sus labios se apretaron hasta quedar exangües:

– Ya lo haré yo -dijo.

Justito se levantó:

– No tienes agallas -dijo-. En todo caso, piénsatelo. Si tú lo quieres, yo podría ayudarte.

A partir de entonces, el Ratero pasaba las horas vigilando el cauce. Vivía en un estado de exaltación reprimida y por las noches no acertaba a conciliar el sueño. Algunas mañanas ascendía al Pezón de Torrecillórigo y desde la cumbre oteaba incesantemente las márgenes del arroyo. Al anochecer se refugiaba en la taberna, o en los establos o en el poyo del taller del Antoliano. Y el Antoliano le decía: «Dos manos tienes, Ratero. Nadie necesita más». Y el Rosalino inclinaba la cabeza en dirección a Torrecillórigo y añadía: «Lo que es a mí me podía venir con ésas». El Malvino, en la taberna, le apremiaba: «El río es tuyo, Ratero. Antes de que él echara los dientes ya andabas tú en el oficio».

Mientras tanto, el Nini se desvivía resolviendo las dificultades de sus convecinos, pero rara vez el eliminar los zánganos de una colmena, o el capar un marra

no, o el seleccionarlos conejos defectuosos de un conejar le proporcionaba más allá de dos reales en junto. El Malvino le decía: «Fija una tarifa, leche. ¿No lo hacen así los médicos y los abogados?». El Nini se encogía de hombros y le miraba con tan grave aplomo que el Malvino se desconcertaba y terminaba por callar.

Por San Vito se abrió la veda del cangrejo y el Nini bajó al río con las arañas y los reteles. Cebó las arañas con lombrices y los reteles con tasajo, y al caer el sol llevaba embuchadas cinco docenas y los cangrejos seguían acudiendo al engaño con facilidad. Al echarse la noche, el niño prendió el farol y sustituyó el tasajo de los reteles por tripas de gallina. Los grillos cantaban en torno y sobre su cabeza, en el primero de los tres chopos, palmoteaba una lechuza. A medianoche, el Nini recogió los bártulos despertó a los perros y antes de regresar a la cueva dejó tendida en el arroyo una cuerda para la anguila. Los cangrejos se escurrían dentro del saco y producían un rumor húmedo y untuoso.

El tío Ratero le esperaba, acuclillado en la boca de la cueva bajo el candil.

– ¿Viste a ése? -dijo antes de que el Nini coronase la meseta de tomillos.

– No -dijo el niño.

El Ratero rumió algo entre dientes. Agregó:

– ¿Y los cangrejos?

– Once docenas y media -dijo el Nini. Y por primera vez en varias semanas el tío Ratero entreabrió los labios en una sonrisa.

– Si la Sime no baja este año todo irá bien -añadió el niño.

La Sime fue en tiempos su más fuerte competidora. La Sime pescaba a mano, remangándose las sayas, dejando al descubierto unos muslos blancos y amorcillados. El dedo índice de su mano derecha tenía la yema encallecida y era éste el que introducía sin recelo en las cuevas o entre las berreras y donde el cangrejo se agarraba con voraz fruición. Con una técnica tan simplista hubo años que la Simeona capturó más de quinientas docenas. Adolfo, el del coche de línea, llevaba luego los cangrejos a la ciudad, clasificados por tamaños, para venderlos en el mercado. Pero este año la Simeona se había espiritualizado. Se soltó el pelo sobre los hombros y se enfundó en una bata negra, larga hasta los pies. Su atuendo era el mismo que usara la Eufrasia cinco años antes, la primera Ofrecida que recogió en su casa el Undécimo Mandamiento. La Sime, como la Eufrasia, pasaría tres años con doña Resu, realizando las tareas más arduas y humillantes, preparándose para profesar. El Malvino, en la taberna, solía decir: «Es la manera de tener criada gratis». El cambio repentino de la Simeona despertó, empero, la codicia de los hombres del lugar, que aprovechaban cualquier coyuntura propicia para demandarla: «Sime, ¿qué harás del carro?». «Lo necesito» -respondía invariablemente la Simeona… «¿Y del borrico?» -agregaban. «Lo necesito también» -respondía ella. Ellos se rascaban la cabeza y preguntaban al fin: «¿Y puede saberse para qué necesitas un carro y un borrico para el monjío?». La Sime contestaba sin vacilar: «Para el dote». En los últimos tiempos, el Nini rehuía a la Simeona porque cada vez que la encontraba ella se agachaba y decía: «Humíllame». El niño denegaba con la cabeza: «Yo no sé de eso» -decía al fin. «Escúpeme» -añadía ella. El pequeño se negaba. «¿No oyes? -insistía ella-. Te digo que me escupas. Aprende a obedecer a las personas mayores.» El niño se resistía, pero, a veces, terminaba por simular que lanzaba un escupitajo. Ella no se conformaba: «Así no. Más grande y a la cara. ¿Oyes?». Otras veces, la Sime se tumbaba en el suelo y le suplicaba que la pisara. Poco a poco el niño empezó a experimentar un repeluzno supersticioso hacia la Simeona.

Últimamente a la muchacha le dio por presagiar su muerte y decía, retorciéndose las manos, que «la cosa iba a ser tan rápida que ni tiempo tendría para lavarse». Al Nini le hacía depositario de su última voluntad. «Atiende, Nini -decía-. Si yo muero quiero que el carro y el borrico sean para ti. El carro lo vendes y el importe me lo aplicas en misas. Del borrico, dispón. Lo puedes montar para salir al campo, pero cada vez que lo montes te acordarás de la Sime y me dirás una jaculatoria.» «¿Qué es eso, Sime?» -inquiría el niño. «¡Jesús! ¿Así andas? La jaculatoria es una pequeña oración. Tú dices: "Señor, perdona a la Simeona ". Nada más, ¿oyes? Pero cada vez que montes el borrico, ¿me entiendes?» «Sí, Sime, descuida» -asentía el niño. Ella se quedaba un momento pensativa. Luego agregaba: «O mejor todavía. Tú dirás cada vez que montes el burro: "Señor, perdona los pecados que la Sime cometiera con la cabeza, luego con las manos, luego con el pecho, luego con el vientre y así cada vez con una cosa hasta llegar a los pies". ¿Me entiendes, Nini?». El Nini la miraba serenamente. Al cabo dijo: «Sime, ¿es que con el vientre se pueden cometer pecados?». De pronto la Sime rompió a llorar. Tardó un rato en responderle. Al fin, dijo: «A ver, Nini, los más graves. El mío se llamaba Paquito y está en el camposanto junto a mi padre. ¿Es que no lo sabías?». «No, Sime», replicó el niño. Ella se echó el cabello para atrás en un ademán impaciente. Dijo: «Claro, eras muy crío entonces».