Pero por San Protasio y San Tribuno, la Sime enfermó de verdad y el Nini, al verla hundida en el jergón, recordó al Centenario muerto. Le dijo la muchacha:
– Óyeme, Nini. Si yo muero quiero que el carro y el borrico y el Duque sean para ti, ¿entiendes?
– Pero Sime… -apuntó el niño.
– Nada de Sime -cortó ella-. Si vo muriese el dote no lo voy a necesitar.
– Tú no vas a morirte, Sime. Ya se murió tu padre. -Calla la boca. Ningún padre se muere por uno, ¿oyes?
– Bueno, Sime -dijo el niño acobardado. Ella añadió:
– A cambio sólo te pido que no olvides lo que te dije, ¿recuerdas?
– Sí, Sime. Cada vez que suba al borrico le diré al Señor que perdone tus pecados empezando por la cabeza.
La Sime suspiró, aliviada:
– Está bien -dijo-. Ahora humíllame. No me queda mucho tiempo para lavarme. Tengo prisa. -¿Qué, Sime?
– ¡Escúpeme! -dijo ella.
– No, Sime.
Ella hizo unos rápidos visajes con la cara:
– ¿Es que no me oyes? ¡Escúpeme!
El niño reculaba hacia la puerta. En las afiladas facciones de la Simeona veía ahora al Centenario y a la abuela Iluminada muertos:
– Eso sí que no, Sime.
En este instante se filtró por las rendijas de la ventana un alarido agudo y quejumbroso. La Sime se quedó inmóvil, guiñando levemente los ojos en un nervioso parpadeo v de pronto, se cubrió el rostro con las manos y se arrancó a llorar histéricamente:
– Nini, ¿oíste? dijo entre dos sollozos-. Es el diablo.
El niño se aproximó.
– Es el búho, Sime, no te asustes. Caza ratones en el tejado.
Entonces ella se tumbó de espaldas, soltó una risotada y se puso a decir cosas incoherentes.
Por Santa Editruda y Santa Agripina, la Simeona se restableció. El Nini, el chiquillo, se la encontró en la Plaza, todavía pálida y vacilante, y por primera vez desde que se ofreció no le encareció que la humillara. El Nini le preguntó:
– ¿Estás bien, Sime? -Bien ¿por qué? -Por nada.
Se quedaron un rato frente a frente como observándose con reticencia.
Al fin, el Nini añadió:
– ¿No bajarás este año a cangrejos, Sime? -¡Huy, hijo! dijo ella-. Eso se acabó. Yo ya no
estoy para fiestas.
A partir de esa noche, los cangrejos empezaron a mostrarse esquivos con los reteles y las arañas del Nini. Era lo mismo que el tiempo se mantuviese que do o que soplara el sur o el noroeste. Al atardecer, los cangrejos abandonaban sus cuevas o sus cobijos bajo las berreras y merodeaban en torno a los reteles, pero sin decidirse a salvar el aro. El Nini, por más que se esforzaba, apenas conseguía atrapar más allá de una docena. Al llegar a la cueva le decía al tío Ratero:
– La Sime me echó mal de ojo.
El Ratero se rascaba insistentemente el cráneo bajo la boina:
– ¿Nada? -inquiría.
– Nada.
– Habrá que bajar entonces.
Mas el Nini, antes de destruir las camadas de primavera, prefirió volver a los lecherines y los lagartos. Hizo un esfuerzo por ampliar su clientela ofreciendo los lecherines de puerta en puerta. Una tarde se llegó donde el Furtivo, a pesar de que su sonrisa carnicera le aterraba.
– Matías -le dijo-. ¿No necesitarás tú lecherines para los conejos?
– ¿Lecherines? ¡Estás tú bueno, bergante! ¿Es que no sabes que largué los conejos de que empezó la peste?
El Nini parpadeaba desconcertado y, de repente, el Furtivo le agarró por el pescuezo y añadió, entornando los ojos como si le molestase la luz:
– A propósito, ¿no sabes tú quién fue el bergante que soltó el aguilucho del nido de la junquera?
– ¿Un aguilucho en la junquera? -inquirió el niño-. Las águilas no anidan en la junquera, Matías, tú lo sabes.
– Pues esta vez anidó, ya ves; y un hijo de perra cortó el alambre con que amarré la cría, ¿qué te parece?
El Nini alzó los hombros y sus pupilas resplandecieron de inocencia. Agregó Matías Celemín, soltándole y cruzando solemnemente los brazos sobre el pecho:
– Oye una sola cosa y a ver si aprendes de una vez por todas. Aún no sé quién es ese tal, pero si un día le agarro le voy a sacudir una mano de guantadas que no le van a quedar más ganas de entrometerse.
17
Un despiadado sol de fuego se elevó sobre los tesos por la Preciosa Sangre de Nuestro Señor y abrasó la salvia y el espliego de las laderas. En tan sólo veinticuatro horas, el termómetro rebasó los treinta y cinco grados y la cuenca se sumió en un enervante sopor canicular. Los cerros se resquebrajaron bajo los ardientes rayos y el pueblo, en la hondonada, quedó como aprisionado por un aura de polvo sofocante. En tomo crepitaban los trigos maduros, mientras los corros de cebada ya segados, con las morenas esparcidas por los rastrojos, denotaban un anticipado relajamiento otoñal. Bajo el bochorno, la vida languidecía y el infernal silencio de las horas centrales apenas se rompía por el piar lastimero de los gorriones entre los altos carrizos del arroyo. Al ponerse el sol, una caricia tibia descendía de las colinas y las gentes del pueblo aprovechaban la pausa para congregarse a las puertas de las casas y charlar quedamente en pequeños grupos. De los campos ascendía el seco aroma del bálago envuelto en el fúnebre lenguaje de las aves nocturnas, mientras las polillas golpeaban rítmicamente las lámparas o revoloteaban incansables en torno a ellas en órbitas desiguales. Del Cerro Merino llegaban los silbidos de los alcaravanes y, a su conjuro, los cínifes se desprendían de la maleza del río y bordoneaban por todas partes con agresiva contumacia. Era el fin del ciclo y los hombres al encontrarse en las calles polvorientas se sonreían entre sí y sus sonrisas eran como una arruga más en sus rostros requemados por el sol y los vientos de la meseta.
No obstante, por San Miguel de los Santos, los cuetos amanecieron envueltos en una pegajosa neblina que fue acentuándose a medida que el día ensanchaba. Y el Pruden, al advertirlo, cruzó el puentecillo de troncos y ascendió penosamente la cárcava y, una vez en la meseta de tomillos, llamó al Nini a grandes voces: