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De pronto, el muchacho levantó los ojos y su risa se fue contrayendo en la boca hasta convertirse en una mueca de estupor. El Nini oyó los pasos apresurados y alzó los ojos y vio al tío Ratero, aplastando en largas zancadas las cañas desmayadas del trigal. Llevaba la pincha en alto y gritaba algo inarticulado que no llegaban a ser palabras. Al alcanzar el borde del arroyo no se detuvo. Saltó en el agua, chapoteando como impulsado por una fuerza irracional y se echó sobre el muchacho con el hierro en alto. El Nini apenas tuvo tiempo de incorporarse, asirle de la raída americana y tirar hacia atrás con todas sus fuerzas, mas el muchacho de Torrecillórigo prendía ya la muñeca del Ratero manteniendo su pincho distante, mientras voceaba: «Date a razones, ¡coño!». Pero el Ratero mascullaba palabrotas y murmuraba obcecadamente: «Las ratas son mías. Las ratas son mías». De súbito, la Fa se arrancó sobre el muchacho, mordiéndole sañudamente las pantorrillas, pero el Lucero, a su vez, se lanzó sobre la perra y ambos animales se enzarzaron, mientras el Loy, el cachorro, ladraba desconcertado, sin saber qué partido tomar. El Nini, persuadido de la imposibilidad de separar a los hombres, los seguía en las evoluciones que provocaba la lucha, los ojos desorbitados intentando aplacarlos con sus voces, pero el Ratero no lo oía. Una fuerza ciega le empujaba y como para darse coraje se repetía una y otra vez: «Las ratas son mías. Las ratas son mías». Los perros peleaban aviesamente, se mordían con enconado ensañamiento mostrando sus colmillos blanquísimos, sin cesar de gruñir. En una ocasión rodaron por el barrizal hechos un ovillo y el Ratero tropezó en ellos y cayó entre los trigos, el cuerpo de su adversario montado sobre él. El muchacho de Torrecillórigo trató de reducirle hincándole las rodillas en los bíceps y en su tenso esfuerzo murmuraba: «Da-te-a-ra-zo-nes-co-ño», pero el Ratero le ganó la acción, se arqueó sobre el estómago y le lanzó hacia atrás golpeándole luego con las botas en el vientre. Los dos hombres se incorporaron, observándose de soslayo, jadeando, las pinchas levantadas, mientras los perros seguían ferozmente enlazados. Fue el Ratero quien de nuevo tomó la iniciativa, pero el muchacho atajó su golpe con el hierro y durante unos momentos cruzaron sus pinchos y las chispas saltaron al aire. El Ratero, la espalda rebozada de barro, observaba ahora a su adversario, con los párpados entornados como una alimaña y amagó con el pincho dos veces y le lanzó luego una patada brutal que le alcanzó en el pecho y le derrumbó sobre las mieses acostadas. El Ratero corrió hacia él, pero el muchacho, en un esguince felino, esquivó el cuerpo y el Ratero cayó de bruces sobre el fango. Al ponerse en pie su jadeo era áspero, acongojado, como un rugido. De vez en cuando repetía como un autómata: «Las ratas son mías, las ratas son mías». Una gruesa costra de barro le cubría el rostro y sus ojos adquirían, entre los párpados ennegrecidos de tierra, una viveza singular El muchacho de Torrecillórigo, doblado por la cintura, aguardaba serenamente una nueva ofensiva y su mirada penduleaba entre los ojos del Ratero y la pincha que sujetaba entre sus dedos crispados. Otra vez, el Ratero se arrojó sobre él, la cabeza gacha, el pincho hacia la garganta, mas el muchacho desvió a. tiempo la trayectoria del hierro, que no le produjo más que un rasguño en la mejilla que súbitamente se llenó de sangre. También la Fa sangraba por las orejas y el lomo, pero el animal no cejaba en su empuje. Los cuerpos de los perros desaparecían a veces entre la espesura de las pajas acostadas, para reaparecer siete metros más allá peleando con el mismo encarnizamiento. El Loy, pasado el desconcierto inicial, se pegó a las piernas del niño, erizados los pelos del espinazo, estremecidos sus miembros por un extraño temblor. Los hombres se habían enzarzado de nuevo, los pinchos en alto, murmurando maldiciones ininteligibles. El muchacho de Torrecillórigo tenía las mejillas cubiertas de sangre y por los agrietados labios entreabiertos se veía la boca reseca, aspirando el aire a bocanadas, como un pez moribundo. En un esfuerzo trató de herir a su contrincante, pero apenas si el filo del pincho pudo rasgar la chaqueta de pana del Ratero quien, al sentir en la piel el cosquilleo del metal y aprovechando el pasajero desmayo del otro, descargó un golpe contundente de abajo arriba y el hierro se hundió en el costado de su adversario hasta la empuñadura. Todo fue instantáneo como un relámpago. Las manos del muchacho se distendieron y el pincho, al caer, quedó oculto en el barro. El Ratero se separó de él resollando y, entonces, el muchacho de Torrecillórigo avanzó hacia el Nini torpemente, dando traspiés, los ojos desorbitados y, al pretender hablar, un borbotón de sangre le cortó la palabra. Permaneció unos segundos inmóvil, tambaleándose, y, al cabo, cayó del lado derecho y cerró los ojos como si descansara. Aún se estremecieron sus piernas convulsivamente dos o tres veces. Luego le sobrevino un nuevo vómito, y como si quisiera impedirlo, volvió el rostro lentamente y ocultó sus facciones en el fango.

El Nini levantó los ojos espantados hacia el Ratero, pero éste, resollando aún, se aproximó al cadáver y rescató su pincho de hierro. Después se encaminó a donde los perros se revolcaban, sujetó al Lucero por la piel del cuello y de un tirón lo separó de la Fa. El animal intentó en vano morderle la muñeca, revolviéndose furioso, pero el Ratero le acuchilló tres veces el corazón sin piedad y, finalmente, lanzó su cadáver sobre el del muchacho.

La Fa gañía doloridamente y se lamía sin cesar las mataduras del lomo cuando el Ratero se acercó al cauce y lavó la sangre del pincho meticulosamente.

El Nini se sentó en el ribazo y se acodó en los muslos. La Fa se llegó a él y se alebró a sus pies temblando, en tanto el Loy miraba rutando los dos cadáveres cuyas heridas se iban llenando paulatinamente de moscas.

Al regresar el tío Ratero junto al Nini, media docena de buitres aparecieron de improviso volando muy altos sobre el Pezón de Torrecillórigo. El niño miró al Ratero que jadeaba aún y el Ratero dijo a modo de explicación:

– Las ratas son mías.

El Nini señaló con el dedo al muchacho de Torrecillórigo y dijo:

– Está muerto. Habrá que dejar la cueva. El Ratero sonrió socarronamente:

– La cueva es mía -dijo.

El niño se levantó y se sacudió las posaderas. Los perros caminaban cansinamente tras él y al doblar la esquina del majuelo volaron ruidosamente dos codornices. El Nini se detuvo:

– No lo entenderán -dijo.

– ¿Quién? -lijo el Ratero.

– Ellos -murmuró el niño.

Tras el alcor se veía flotar el campanario de la iglesia y en torno a él fueron surgiendo, poco a poco, las pardas casas del pueblo, difuminadas entre la calina.