Y otro tanto le aconteció al niño, en tiempos, con sus abuelos. El Nini, el chiquillo, en contra de lo que suele ser usual, tuvo tres abuelos por partida doble: dos abuelos y una abuela. Los tres vivieron juntos en la cueva vecina y, a veces, de muy niño, el Nini inquiría del tío Ratero cuál de ellos era el abuelo verdad. «Todos lo son» -decía el tío Ratero entreabriendo tímidamente su sonrisa entre estúpida y socarrona. El tío Ratero rara vez pronunciaba más de cuatro palabras seguidas. Y si lo hacía era mediante un esfuerzo que le dejaba extenuado, más que por el desgaste físico, por la concentración mental que aquello le exigía.
El Nini acompañaba al abuelo Abundio, el Podador, a Torrecillórigo, donde don Virgilio, el Amo, reunía cincuenta hectáreas de viñedo y una hermosa casa con emparrado y un almacén inhóspito, con el tejado de uralita agujereado, que era dónde pernoctaban ellos, los perros de los pastores y los extremeños que, por entonces, andaban levantando el monte. La primera noche, el abuelo Abundio no se acostaba; solía pasarla reparando el tejado con chapas y lajas, para evitar el frío y la humedad.
Al Nini le placía Torrecillórigo por cambiar de ambiente, aunque le asustaran los extremeños con las historias que referían junto a la lumbre, mientras guisaban la frugal cena y los perros de los pastores dormitaban, enroscados, a sus pies. También le asustaban jurando por las mañanas, cuando el abuelo, antes de amanecer, hacía chirriar la bomba del pozo y chapoteaba para lavarse. Los extremeños le amenazaban con partirle el alma, pero llegado el caso nunca se decidían, tal vez porque fuera hacía frío.
Ya en el campo, el Nini veía negrear los sarmientos entre los terrones y cada vez le producían la impresión de algo vivo y doliente. El abuelo Abundio cortaba, empero, sin compasión y según saltaban las ramas inútiles y por encima de su hombro le aleccionaba:
– Podar no es cortar sarmientos, ¿oyes?
– Sí, abuelo.
– Cada cepa tiene su poda, ¿oyes?
– Sí, abuelo.
– Un majuelo de verdejo de treinta años llevar dos varas de empalmes, dos nuevas, dos o tres calzadas y dos o tres pulgares, ¿oyes?
– Sí, abuelo.
– Con el jerez o el tinto no lo harías así. Con el jerez o el tinto dejarías dos varas pulgares, dos yemas y un sacavinos, ¿oyes?
– Sí, abuelo.
Al concluir cada cepa el viejo enterraba cuidadosamente las ramas cortadas al pie del sarmiento para que le sirviera de abono. El niño se complacía en la obra de su abuelo e imaginaba que su obsesión por la higiene le venía del oficio; de tanto aligerar las parras de todo lo sucio, inútil o superfluo.
A pesar de ser hermanos, el abuelo Román era la antítesis del abuelo Abundio. Jamás se arrimaba al agua sino en enero, y esto porque, según decía el tío Rufo, el Centenario, «la liebre, en enero, cerca del agua». Se dejaba crecer las barbas y cada año, allá para mayo, se las rapaba, generalmente el 21, la víspera de Santa Rita. La última vez que se las cortó, a instancias de su hermano, fue en invierno y el hombre no pudo ni contarlo. El abuelo Román le decía al abuelo Abundio cada vez que le sorprendía lavándose en la herrada: «Aparta, Abundio, hueles a ranas». Si pensaba, o hacía que pensaba, el abuelo Román introducía un dedo bajo la churretosa boinilla y se rascaba áspera, insistentemente, el cráneo. Así, una vez, cuando el Nini cumplió cuatro años, el abuelo Román le dijo:
– Mañana te vienes conmigo al campo.
Y salieron, bajo un sol de membrillo, y ya en los barbechos el abuelo Román se trocó en una especie de animal acechante. Andaba doblado en ángulo recto, aspirando sonoramente el viento por las narices, con una cachaba en cada mano, y hasta sus barbas parecían dotadas de una sensibilidad táctil. De cuando en cuando se detenía y observaba furtivamente en derredor, sin mover apenas la cabeza. Sus ojos, en esos casos, parecían cobrar vida independiente. En ocasiones, el abuelo Román ladeaba la cabeza para escuchar o se echaba al suelo y examinaba atentamente las piedras, los terrones y las pajas de los rastrojos. En una de sus inspecciones recogió una oscura bolita de sobre una lasca y sonrió golosamente como si fuera una perla y el niño se sobresaltó:
– ¿Qué es, abuelo?
– ¿No lo ves? La freza, Nini. No andará lejos, está todavía reciente.
– ¿Qué es la freza, abuelo?
– ¡Ji, ji, ji, la cagada! Pero ¿así andas?
De súbito, el abuelo Román se inmovilizó, con un dedo bajo la boina, los ojos fijos como dos botones, y dijo sin mover los labios:
– Ve, ahí está.
Lentamente se fue incorporando, clavó en el suelo una de las cachabas y colocó la gorra sobre el mango. Después, como sin querer la cosa, fue describiendo un pequeño semicírculo mientras, a media voz, daba instrucciones al niño:
– No te muevas, hijo, se marcharía. ¿Ves esa lasca blanca a dos metros de la cacha? Ve, ahí está aculada la zorra de ella. No te muevas, ¿oyes? ¿No ves qué ojos tiene la indina? Quieto, hijo, quieto.
El Nini no acertaba a ver la liebre, mas conforme el abuelo se aproximaba enarbolando la otra cachaba, la divisó. Los ojos amarillos del animal, clavados en la boina del abuelo, fosforecían entre los terrones. Poco a poco iban definiéndose para el niño los difusos contornos del animaclass="underline" el hocico, las azuladas orejas pegadas al lomo, el trasero respaldado en la insignificante prominencia. La liebre, como las casas del pueblo, en prodigioso mimetismo, formaba un solo cuerpo con la tierra.
El abuelo se aproximaba a ella de costadillo, sin mirarla apenas, y cuando se halló a tres metros le lanzó violentamente la cayada describiendo molinetes en el aire. La liebre recibió el golpe sobre el lomo, sin moverse, y súbitamente se abrió como una flor y durante unos segundos se estremeció convulsivamente en el surco. El abuelo Román saltó sobre ella y la agarró por las orejas. Sus pupilas relampagueaban.
– Es como un perro de grande, Nini. ¿Qué te parece?
– Bien -dijo el niño.
– Fue todo limpio, ¿no?
– Sí.
Mas al chiquillo no le agradó la faena del abuelo. Por principio le repugnaba la muerte en todas sus formas. Con el tiempo apenas se modificó su actitud; es decir, sólo concebía muertas a las ratas que eran su sustento y a los cuervos y las urracas porque su fúnebre plumaje le recordaba el entierro del abuelo Román y la abuela Iluminada, los dos ataúdes juntos sobre el carro de la Simeona. Por la misma razón odiaba el niño a Matías Celemín, el Furtivo. El abuelo, al menos, se enfrentaba con las liebres a cuerpo limpio, en tanto el Furtivo las achicharraba en la cama, volándoles el cráneo de una perdigonada, sin darles opción.