José Bianco
Las ratas
PRÓLOGO
Referida en pocas palabras, esta novela de ingenioso argumento corre el albur de parecer un ejemplo mas de esas ficciones policiales (The murder of Roger Ackroyd, The second shot, Hombre de la esquina rosada) cuyo narrador, luego de enumerar las circunstancias de un misterioso crimen, declara o insinúa en la última página que el criminal es él. Esta novela excede los límites de ese uniforme género; no ha sido elaborada por el autor para obtener una módica sorpresa final; su tema es la prehistoria de un crimen, las delicadas circunstancias graduales que paran en la muerte de un hombre. En las novelas policiales lo fundamental es el crimen, lo secundario la motivación psicológica; en ésta, el carácter de Heredia es lo primordial; lo subalterno, lo formal, el envenenamiento de Julio. (Algo parecido ocurre en las obras de Henry James: los caracteres son complejos; los hechos, melodramáticos e increíbles; ello se debe a que los hechos, para el autor, son hipérboles o énfasis cuyo fin es definir los caracteres. Así, en aquel relato que se titula The death of the lion, el fallecimiento del héroe y la pérdida insensata del manuscrito no son más que metáforas que declaran el desdén y la soledad. La acción resulta, en cierto modo, simbólica.) Dos admirables dificultades de James descubro en esta novela. Una, la estricta adecuación de la historia al carácter del narrador; otra, la rica y voluntaria ambigüedad. La repetida negligencia de la primera es, verbigracia, el defecto más inexplicable y más grave de nuestro Don Segundo Sombra; básteme recordar, en las veneradas páginas iniciales, a ese chico de la provincia de Buenos Aires, que prefiere no repetir «las chuscadas de uso», a quien la pesca le parece «un gesto superfluo» y que reprueba, con indignación de urbanista, «las cuarenta manzanas del pueblo, sus casas chatas, divididas monótonamente por calles trazadas a escuadra, siempre paralelas o perpendiculares entre sí…» En lo que se refiere a la ambigüedad, quiero explicar que no se trata de la mera vaguedad de los simbolistas, cuyas imprecisiones, a fuerza de eludir un significado, pueden significar cualquier cosa. Se trata -en James y en Bianco- de la premeditada omisión de una parte de la novela, omisión que permite que la interpretemos de una manera o de otra: ambas contempladas por el autor, ambas definidas.
Todo, en Las ratas, ha sido trabajado en función del múltiple argumento. Es de los pocos libros argentinos que recuerdan que hay un lector: un hombre silencioso cuya atención conviene retener, cuyas previsiones hay que frustrar, delicadamente, cuyas reacciones hay que gobernar y que presentir, cuya amistad es necesaria, cuya complicidad es preciosa. «Necesito pensar en un lector, en un hipotético lector, que se interese en los hechos que voy a referir» leo en el segundo capítulo. ¿Cuántos escritores de nuestro tiempo sospechan esa necesidad? ¿Cuántos, en vez de interesar al lector, no se proponen abrumarlo e intimidarlo?
El estilo manejado por Bianco para referir su trágica fábula es engañosamente tranquilo, hábilmente simple. Lo rige una continua ironía, que puede confundirse con la inocencia. En el dramático decurso de la novela, el narrador no se inmuta una sola vez. Elude los epítetos estimativos y las alarmadas interjecciones. No usurpa la función del lector; deja a su cargo el eventual horror y el escándalo. (Que yo recuerde, sólo en este párrafo que atribuye a un profesor francés, la ironía es enfática: «Bajo cierto aspecto y en cierta medida, los experimentos bioquímicos que ha hecho Julio Heredia, el joven sabio argentino, para demostrar la influencia del aluminio en las enfermedades de los huesos y del intestino, no carecen, quizá, de una relativa importancia»).
Ha primado hasta ahora en la formación de las novelas argentinas el influjo de la literatura francesa; en este libro (como en La invención de Morel, de Adolfo Bioy Casares) prima el influjo de las literaturas de idioma inglés: un rigor más severo en la construcción, una prosa menos decorativa pero más pudorosa y más límpida.
Tres géneros agotan la novela argentina contemporánea. Los héroes del primero no ignoran que a la una se almuerza, que a las cinco y media se toma el té, que a las nueve se come, que el adulterio puede ser vespertino, que la orografía de Córdoba no carece de toda relación con los veraneos, que de noche se duerme, que para trasladarse de un punto a otro hay diversos vehículos, que es dable conversar por teléfono, que en Palermo hay árboles y un estanque; el buen manejo de esa erudición les permite durar cuatrocientas páginas. (Esas novelas, que nada tienen que ver con los problemas de la atención, de la imaginación y de la memoria, se llaman -nunca sabré por qué- psicológicas.) El segundo género no difiere muchísimo del primero, salvo que el escenario es rural, que la diversas tareas de la ganadería agotan el argumento y que sus redactores son incapaces de omitir el pelo de los caballos, las piezas de un apero, la sastrería minuciosa de un poncho y los primores arquitectónicos de un corral. (Este segundo género es considerado patriótico). El tercer género goza de la predilección de los jóvenes: niega el principio de identidad, venera las mayúsculas, confunde el porvenir y el pasado, el sueño y la vigilia; no está destinado a la lectura, sino a satisfacer, tenebrosamente, las vanidades del autor… [1] Obras como ésta de José Bianco, premeditada, interesante, legible, -insisto en esas básicas virtudes, porque son infrecuentes- prefiguran tal vez una renovación de la novelística del país, tan abatida por el melancólico influjo, por la mera verosimilitud sin invención, de los Payró y los Gálvez.
Jorge Luis Borges
I
Nuestra casa estaba menos silenciosa que de costumbre. Algunos amigos de la familia nos visitaban todas las tardes. Mi madre se mostraba muy locuaz con ellos, y las visitas, al salir, debían de creerla un poco frívola. O pensarían: «Se ve que Julio no era su hijo».
Julio se había suicidado.
Desde mi cuarto escuchaba la voz de mi madre mezclada a tantas voces extrañas. En ocasiones, cuando yo bajaba a saludar, las visitas manifestaban estupor ante ciertos hechos no precisamente insólitos: que pudiese estrecharles la mano, responder a sus preguntas, ir al colegio, estudiar música, tener catorce años. «Ya es casi un hombre», decían los amigos de mis padres. «¡Qué grande está, qué desenvuelto! ¡Qué consuelo para el pobre Heredia!» No bien aludían a la muerte de Julio y a punto de repetir, después de esta frase, algunos sensatos lugares comunes sobre la caducidad de las cosas humanas y los designios inescrutables de la Providencia, que arrebata de nuestro lado a quienes con mayor éxito hubieran soportado la vida, esa terrible prueba, Isabel hablaba de temas ajenos al asunto, contestando con sonrisas inocentes a las miradas de turbación que provocaba su incoherencia.
Por la noche comíamos los cuatro en silencio, mis padres, Isabel y yo. Después de comer, yo acompañaba a Isabel hasta su casa. En la calle oscura, bajo el follaje indeciso de los árboles, hacía esfuerzos para adecuar mi paso al de ella, y por momentos, aguzando el oído, distinguía el ruido apenas perceptible del bastón con el cual se ayudaba para caminar. A veces, sin soltarme del brazo, Isabel se detenía bruscamente y frotaba la contera de su bastón en las manchas frescas de algún plátano, que mudaba de corteza. Eran caminatas bastante tediosas. Una noche le rogué a Isabel que intercediera ante mis padres para que no me mandaran al colegio (los cursos empezaban en el mes de abril) porque quería quedarme en casa a estudiar el piano. Otra noche, Isabel se refirió conmigo a la muerte de Julio -por primera y única vez. El hecho en sí, más que entristecerla, parecía suscitar su desconfianza, su aversión. «Es un acto que no lo representa», balbuceaba, como si Julio, al terminar voluntariamente sus días, se hubiera arrogado un privilegio inmerecido. ¿Qué había querido demostrar con matarse? ¿Que era sensible, escrupuloso, capaz de pasiones profundas? ¿Que ella estuvo siempre equivocada? Ahora, mientras escribo estas páginas y recuerdo sus palabras de esa noche, la evoco a ella -y también a Julio. Los veo formar una especie de Pietá monstruosa, y a Isabel, malhumorada, perpleja, sin saber qué hacerse del cadáver del sobrino que le han colocado en el regazo, vacilando entre arrojarlo lejos de sí o abjurar de sus convicciones.