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– No comprendo -decía Cecilia- por qué deseas oír esas canciones, si en el fondo no las puedes soportar. Tienes gustos muy austeros. Julio dice que es una cuestión de edad.

– ¿Has hablado de mí con Julio?

Esta escena se repitió. Yo afirmaba que las canciones me divertían.

– Si te divierten, tanto peor. Como dice Julio, eres demasiado joven para que te guste la mala música. Ya Isabel no me pide que cante. ¿Adivinas por qué?

– No.

– Según Julio, tiene miedo que te corrompa.

– No digas tonterías.

– Jul…

Se interrumpía:

– …todos lo han notado.

Otra noche nos habíamos sentado a la mesa sin esperar a Julio. Cecilia me pareció envejecida. Después de observarla un momento bajo la luz de la lámpara, llegué a la conclusión de que se había pintado más que de costumbre. Los afeites, en aquellos tiempos, no se exponían con esa especie de candor que Baudelaire preconiza en L’art romantique, y las mujeres, como Cecilia, que se permitían usarlos pródigamente, necesitaban mantenerse alertas, sonreír, animar el semblante, aproximarse al rosado, al blanco, al azul con que se embadurnaban la cara, o sea apoyar estos recursos en otros igualmente ficticios, pero de tipo subjetivo, nervioso, destinado a dar verosimilitud a los primeros. Esa noche Cecilia no hacía el menor esfuerzo. Estaba distraída, muy lejos de la máscara brillante que ocupaba su lugar junto a nosotros. En eso avisaron por teléfono que Julio no vendría a comer. La máscara continuaba inmóvil, con los codos sobre la mesa, la mejilla reclinada en una mano. Sabía que Julio no vendría a comer. Lo comprendí instintivamente, y comprendí, entre otras cosas, por qué el nombre de Julio acudía, a pesar suyo, a los labios de Cecilia, por qué Julio y Cecilia parecían evitarse y apenas se hablaban en público. «Se hablan a solas», pensé, con una turbación originada en el recuerdo de una pregunta de Cecilia dirigida a mí: «¿Cuándo? ¿En qué momento?» Y ahora me seguía repitiendo la pregunta. Y sin turbación alguna, malévolo, perspicaz.

XII

La fiscalía de mi padre estaba de turno en aquel mes de enero y no podíamos salir de Buenos Aires. La noche que Julio comió fuera de casa yo acompañé a Isabel, como de costumbre. Al volver, encontré a Julio que acababa de llegar del instituto y conversaba con mi madre. De los nevados arbustos de tumbergias, semiocultos por la baranda de la escalinata que se abría hasta el jardín, emanaba una fragancia excesiva.

Y el olor de las tumbergias subía hasta mi cuarto, y debió de envolverme en sus efluvios malsanos, narcóticos. Estaba dormido; sin embargo, no perdía la conciencia de mi sueño. Un frío resplandor aclaraba las tinieblas y los muebles salían de la penumbra para ofrecer sus rectas nítidas, sus densos planos grises, a esa tenue y general concomitancia. Recuerdo el intenso alivio que me dio la oscuridad, cuando pude abrir los ojos, y el tul del mosquitero rozándome la cara, cuando pude incorporarme. Me levanté, caminé unos pasos, apoyé un momento el rostro en las persianas de madera, abrí las persianas.

Ahora sentía de nuevo el olor de las tumbergias y sentía bajo los pies, en plena noche, la tibieza de los mosaicos que aún conservaban el sol de la tarde. En la galería, agigantada por la sombra, entraban los árboles de la plaza, cada vez más próximos, y las plantas del jardín, las flores invisibles, mezclaban a mi aliento su exaltado aliento vegetal. Esa noche y otras noches, en el extremo de la galería a donde me obligaba a refugiarme una súbita claridad, veía encenderse dos rombos de colores; después veía entreabrirse las persianas de Cecilia, cesar la claridad; entonces, mas que ver, adivinaba una silueta de hombre que caminaba en dirección a la escalera de servicio. Yo la seguía muy despacio, como un genio protector, temeroso de que alguien pudiese descubrirla. Eramos, puede decirse, una sola presencia humana avanzando entre las cálidas corrientes de la noche. Desde arriba, inmóvil, esperaba que la silueta cruzara el jardín para volver a mi dormitorio. Es posible que ambos, simultáneamente, cayéramos en la cama, que un minuto común nos cerrara los ojos y nos hundiera en el sueño.

Ah, esas noches del mes de enero, apasionadas, extrañas. Al día siguiente miraba con asombro la galería, el jardín, los árboles, reducidos a sus límites estrictos, empobrecidos por el sol. Había cierta deliberada inocencia, casi teatral, en el aspecto despreocupado con que me recibían todas las mañanas. La noche ¿no había dejado rastros en ellos? Porque la noche continuaba gravitando en mí. A la noche, irremediablemente, me conducían los gestos, las palabras de Julio. Y yo me asociaba a sus gestos, a sus palabras. Una vez, de sobremesa, mientras Julio retenía una mano de mi madre entre las suyas, me sorprendió como la cara de un desconocido mi propia cara, proyectada sobre los vidrios de una puerta, entre las luces del comedor. Bajé los ojos y observé mis manos deformadas por el estudio, nerviosas, demasiado expresivas, diferentes de las manos de Julio. A partir de entonces, mi apariencia física empezó a molestarme como si fuera un disfraz. Poco a poco aprendí a peinarme y pude hacerme correctamente el nudo de la corbata sin ayuda del espejo. Después de todo, yo era el único sitio desde donde podía prescindir de mí mismo, olvidarme. No me miraba jamás. En cambio, desde el piano del vestíbulo, levantaba los ojos, me contemplaba en el retrato. Me contemplaba atentamente, admirativamente.

¡Qué fisonomía tan franca, tan bondadosa! El mismo retrato parecía asombrado de su duplicidad, o de nuestra duplicidad, como quieran ustedes llamarla. Porque la identificación que ahora existía entre nosotros había hecho ilusoria cualquier tentativa de diálogo. Yo estudiaba, en esa época, una Sonata de Prokófiev y mis manos iban y venían por el teclado, en un arduo monólogo.

En la agregación armónica disonante, mientras me dejaba arrebatar por la masa límpida y estridente del sonido, podía distinguir la combinación arbitraria de los acordes perfectos, el empleo sabio e irregular de las apoyaturas y de los intervalos. Pensaba en Julio una y otra vez, en lo que he llamado más arriba su duplicidad. También estaba integrada por muchos sentimientos naturales, perfectos, tomados cada uno separadamente, y que ahora, reacordados en ella, percibía como una fuerza avasalladora. Había casi una virtud en afrontar impunemente la virtud, con sus principios bien establecidos y sus fórmulas dogmáticas. Julio, pasada la noche, recuperaba su candor, como los árboles, como el jardín. ¿Acaso los árboles, el jardín, no habían intervenido en el acto de las tinieblas? En su conducta, además, entraba el deseo de no hacer sufrir a mi madre. Engañaba piadosamente a mi madre, se burlaba con desenfado de las torpes maquinaciones de Isabel, lograba vencer a Isabel en su propio terreno, el terreno de la hipocresía. ¿Y no fue el deseo de completar su triunfo, conquistándole la única estima que cuenta para un hombre inteligente, la estima del adversario, lo que me indujo a despertar las sospechas de Isabel? Al principio creí haber obrado por simple distracción. Debo confesar que tengo especial indulgencia con las personas distraídas; sus olvidos y equivocaciones me conmueven, en lugar de impacientarme, y estoy pronto a disculpar a Tiberio Claudio de todos los crímenes (falsos, tal vez) que le imputa Suetonio, por haber preguntado al sentarse a la mesa poco después que hiciera ejecutar a su mujer: «¿Por qué no acude la emperatriz?» Sin embargo, es demasiado sencillo atribuir a la mera distracción mis palabras de esa noche. En estas páginas que escribo me propongo no favorecer jamás mi carácter, ni siquiera con un defecto. Isabel supo contarme que una de las prácticas que más le repugnaron al Padre Jacinto, cuando estaba en el seminario de Flavigny, era una ceremonia a que debían someterse los novicios la noche antes de profesar. El novicio se acusaba públicamente de sus pecados; si omitía alguno en la declaración, aquellos que habían sido sus confidentes, testigos o cómplices, los proclamaban en voz alta y escupían en la cara del culpable. Pues bien, yo necesitaría lectores que conocieran los motivos de mis actos, lectores clarividentes, justicieros, feroces, casi divinos, que no vacilaran en escupirme si llegara a mentir. Por eso estas páginas serán siempre inéditas. Pero acaso nunca lleguemos a mentir. Acaso la verdad sea tan rica, tan ambigua, y presida de tan lejos nuestras modestas indagaciones humanas, que todas las interpretaciones puedan canjearse y que, en honor a la verdad, lo mejor que podamos hacer es desistir del inocuo propósito de alcanzarla. En fin, ignoro si hablé distraída o deliberadamente, pero en un momento dado, al reincidir Isabel en su tema favorito y observar, con cierta acritud, el alejamiento de Julio por el canto, yo me encontré haciendo unas consideraciones bastante confusas sobre los árboles de la plaza Lavalle (en ese momento la cruzábamos). Pasábamos al lado de los árboles; sin embargo ¡parecían tanto más asequibles vistos por la noche, desde la galería! Por la noche, todas las cosas se aproximaban.