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– Pero es de noche -dijo Isabel-. ¿A qué hora te refieres?

Y como llegáramos a un foco de luz, sopló sobre la tapa de un relojito de oro que llevaba colgado al cuello. Se lo acercó a los ojos, insistió:

– Son las once. ¿A qué hora te refieres?

Yo murmuré con una voz sin timbre:

– Después.

Isabel se detuvo. De improviso, agitó el bastón en el aire. Parecía asestar golpes de arriba abajo a un malhechor invisible, parecía loca.

Estaba haciendo señas a un taxímetro.

– Hace demasiado calor para seguir caminando -dijo-. Y cuando llegamos a Cinco Esquinas me besó en la frente, no me dejó bajar:

– Te vuelves en el mismo coche, y en seguida que llegues te acuestas y duermes. No me gusta que digas incoherencias.

XIII

Terminaba el mes de enero y nos disponíamos a pasar el resto del verano en una quinta que Isabel tenía en Las Flores. Ese domingo fui a conocer la quinta, con Isabel y mi madre. Tomamos un tren de las 8, en Constitución; al cabo de tres horas de viaje, Isabel nos señaló unas casuarinas desde la ventanilla:

– Ahí está la quinta -dijo.

Yo sentí un gran consuelo.

En la estación nos esperaba un break. Otro viaje, esta vez de media hora, hasta pasar bajo las casuarinas que habíamos distinguido desde el tren. Frente a la casa, languidecían unas dalias bajo el sol abrasador. Dentro de la casa se hacinaban camas de fierro, mesas, armarios, sillas. En las paredes se veían grandes rectángulos donde el papel floreado no estaba desteñido, pero todavía ostentaban unos carteles misteriosos y sucios, con versículos en latín. Isabel descolgó un cartel con el bastón.

– Son recuerdos de los curas -dijo.

La quinta lindaba con una residencia de los jesuitas, quienes la arrendaron por seis años e instalaron en ella un seminario. Vencido el contrato, los jesuitas la quisieron comprar, pero no se ponían de acuerdo con Isabel en el precio. Le hicieron varias ofertas. Las negociaciones duraron cerca de dos meses; ya estaban a punto de resolverse, cuando los jesuitas compraron veinte hectáreas, del otro lado de las vías del tren, y desocuparon bruscamente la quinta. En esas veinte hectáreas habían empezado a construir un seminario. Todo esto lo supe por el quintero, un hombre muy expansivo. Yo había empezado a leer en el tren El perfecto wagneriano, de Bernard Shaw, después del almuerzo me llevé el libro a la huerta y me acosté a la sombra de los damascos y ciruelos. Los frutales llegaban hasta las vías del ferrocarril. A mi derecha, por encima de las casuarinas, asomaba la cúpula barroca de la iglesia.

De vuelta a la casa encontré a mi madre con un cuaderno sobre las rodillas, escribiendo. Isabel le dictaba una lista de objetos que sería imprescindible traer de la ciudad. Era una lista muy larga.

Después llegó el pintor del pueblo y sostuvo con Isabel una prolija conversación. Se habló, entre otras cosas, de un piano vertical que podría alquilarnos la maestra. Al anochecer subimos en el mismo break que nos había llevado, acompañados por el peón del quintero y varias canastas de fruta. Tomamos el tren. Isabel había hecho reservar un camarote. Mi madre parecía desalentada. La quinta estaba llena de trastos viejos, no había un solo mueble que sirviera, era necesario pintarla, limpiarla, era imposible vivir en ella dentro de siete días. Pero Isabel, a cada objeción de mi madre, contestaba con una monotonía de alienada: «el 1° de febrero estará lista». Hasta que mi madre se echó a reír e Isabel observó que yo estaba muy flaco y que el clima de Las Flores tendría una influencia dichosa sobre mi salud. No en vano los jesuitas, que eran hombres tan lúcidos, tan prudentes, habían instalado un seminario en Las Flores. Sí, era un clima ideal para los muchachos flacos y yo, después de pasar una semana en Las Flores, perdería ese aspecto de perro hambriento. La palabra hambriento le debió sugerir la idea de mandarme al vagón comedor. Ellas estaban muy cansadas; comerían un poco de fruta, en el camarote. Además, tenían que hablar de otras cosas. Me destinó una mirada penetrante.

El camarero me condujo a una mesa donde estaban sentados dos jesuitas: uno joven, argentino, moreno, reservado, con anteojos de carey; otro, de más edad, español, locuaz, rubicundo, con el pelo canoso. El jesuita de más edad me saludó amablemente y entró en conversación. Cuando le dije mi nombre, me preguntó si era pariente de la señora de Urdániz: «Es una señora muy católica, gran amiga nuestra». Me ofreció vino. Momentos después se quedaba sorprendido cuando yo, contestando a sus preguntas, lo enteré de que iba al colegio nacional. Le expliqué que Isabel se había resignado a enviarme a un colegio laico porque yo necesitaba las tardes libres para estudiar el piano. Insistí en lo abstruso del problema, pero el jesuita joven intervino con aire autoritario y dijo que no había tal problema, porque en El Salvador tenían un excelente profesor de música, el Padre Atienza, y aunque me obligaran a ir a clase mañana y tarde, yo siempre encontraría un momento para estudiar el piano en el colegio mismo. El jesuita de más edad endulzó las palabras de su compañero, agregando que la música no era incompatible con una educación piadosa. Él hablaría con Isabel sobre el asunto. Y me llenó la copa de vino. Con el movimiento del tren, que marchaba a gran velocidad, la lámpara eléctrica que nos alumbraba se fue deslizando hasta el centro de la mesa y estuvo a punto de volcar mi copa. Entonces yo saqué del bolsillo El perfecto wagneriano y lo puse delante de la lámpara, para impedir que se moviera. El jesuita joven tomó el libro, miró el título y se lo pasó al de más edad, sin decir una palabra; éste lo puso de nuevo junto a la lámpara, lamentando que al sobrino de la señora de Urdániz lo complaciera la literatura protestante. Pero yo le expliqué que Bernard Shaw no era inglés, sino irlandés, y agregué que era un autor piadoso, un defensor de la iglesia católica. El jesuita de más edad pareció satisfecho y me dijo que aunque hubiera sido inglés no importaba, porque la Iglesia tenía amigos en todas partes del mundo. Cuando acabamos de comer, los dos jesuitas se levantaron. El de más edad me regaló una medallita de San Luis Gonzaga, patrono de los jóvenes, recomendándome que conservara mi pureza y le rezara todas las noches. «Muy pronto -dijo- tendrás noticias mías.» Quise leer, pero al cabo de un momento observé que en los cristales de la ventanilla se reflejaba el vacío rosado de la lámpara, un brazo, la mano, el libro. Entonces, armándome de valor, resolví mirarme a la cara. Soy Delfín Heredia, pensé. No lo puedo negar.