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Llegábamos a la puerta de su casa. Era una casa de altos, lóbrega, en la calle Juncal. Yo estaba deseando irme.

– Sí, es preferible que vuelvas -me dijo Isabel-. No quiero complicaciones con tu madre.

Me besó en la frente; agregó:

– Tu madre es una mujer extraordinaria. Debes ser afectuoso con ella, ayudarla en todo lo que puedas.

Por entonces no me gustaba oír hablar de mi madre. En una ocasión, al sorprenderla a solas después de la muerte de Julio, la encontré tan abrumada y deshecha, con esa expresión de falsa dulzura que la tristeza pone en los rostros, que no pude hacer un gesto o articular una palabra de consuelo. Ya se habían ido las visitas. Mi madre, que no necesitaba observar una cortesía minuciosa, explícita, se restituía a su dolor, entraba en la normalidad. Y yo ajustaba mi conducta a la actitud de mi madre, trataba de «ser afectuoso con ella» facilitando su juego, apartándome de su camino, dirigiéndole estrictamente la palabra, con el cuidado de un actor que se esfuerza en no turbar la armonía del espectáculo y se limita a dar la réplica en el momento convenido. En ese drama de familia, me imaginaba a mí mismo como un personaje secundario a quien le han confiado funciones de director escénico. Creía ser el único en conocer realmente la pieza. Estaba en posesión de muchas circunstancias más o menos pequeñas, y de algún hecho, no tan pequeño, quizá decisivo, cuya importancia escapaba a los demás.

II

Estas páginas serán siempre inéditas. Sin embargo, para escribirlas necesito pensar en un lector, en un hipotético lector, que se interese en los hechos que voy a relatar. Necesito tomar las cosas desde el principio.

Me llamo Delfín Heredia. En mí, como en todos los hombres, se acumulan tendencias heredadas. Por eso, al hacer en este capítulo una historia sucinta de mi familia, hablaré de otros Heredia que han nacido o muerto antes que yo, pero que aún subsisten en mí, puede decirse, bajo su forma más negativa. Hablaré de sus defectos, de mis defectos. Será una manera de condenar la raza para salvar al individuo, de librarme de unos y otros a la vez, de hacerlos morir -irrevocablemente.

El primer Heredia que llegó a la Argentina había nacido en España y era portero de San Francisco. Se sabe que el canónigo Agüero mantuvo estrechas relaciones con la Tercera Orden. Durante la tiranía se refugió en el convento, antes de huir a Montevideo, y a la caída de Rosas, cuando lo nombraron rector del colegio nacional, es posible que los franciscanos influyeran en él para que le otorgase al hijo del portero un asiento gratis en las aulas de la calle Bolívar y, más tarde, una beca en el colegio Pío Latino Americano (que los jesuitas habían fundado en Roma) donde estudiaban los jóvenes de arraigada vocación. Después de terminar el noviciado, y antes de ordenarse, los dotaban de medios suficientes para conocer el mundo. Delfín Heredia recibió, pues, esa doble cultura que importa la enseñanza jesuítica (gracias a la cual ha perdurado el humanismo en el siglo XIX) y el contacto con las ciudades europeas; mas esta esperanza del clero argentino sintió escrúpulos en la undécima hora, y regresó a su país sin haberse ordenado sacerdote.

Los franciscanos no tomaron a mal su defección. Con su ayuda, Delfín Heredia ingresó en la Facultad de Derecho, se casó, tuvo dos hijos (Isabel y mi padre) y fue siempre un buen amigo de la gente de Iglesia -especialmente de los franciscanos, sus antiguos protectores, y de los dominicos. Muchos hábitos pardos y capas negras desfilaron el día de su muerte por la casa de la calle Juncal, ante las copias de cuadros famosos que atestaban las paredes. Sin embargo, y quiero subrayar este detalle, Delfín Heredia era esencialmente un patriota, un argentino liberal, un discípulo del padre Agüero y, a través de Agüero, de Rivadavia. En los últimos años, la Suprema Corte le había permitido el otium cum dignitate: durante esa época se atribuyen a su pluma algunos de los sueltos anónimos más eficaces apoyando las iniciativas anticlericales de los gobiernos de Roca y Juárez Celman (los recursos de fuerza, la escuela laica, la ley de matrimonio civil) y poniendo en ridículo los ataques de que eran objeto en la prensa religiosa. Otra anécdota: antes de morir, cuando le administraban los santos óleos, Isabel tuvo que alisarle las mangas del camisón, que se le habían arrugado, para que no le vieran las insignias masónicas tatuadas en los antebrazos.

Mi abuelo dejó muchas deudas. La casa de la calle Juncal era de su hija mayor, Isabel, ya por entonces viuda de un comerciante llamado Urdániz. El hijo menor, Antonio, después de recibirse de abogado se había marchado a Europa, donde estudiaba pintura. Isabel lo instaba a regresar; consiguió, en efecto, que volviera de Francia con un baúl lleno de lienzos, cuyo mérito, si se exceptúa un autorretrato, sólo pudieron apreciar las paredes de un altillo de mi casa (porque allí quedaron siempre, colgados del revés). En Buenos Aires, siguiendo los consejos de su hermana, se casó (yo nací de ese matrimonio) y obtuvo un puesto de fiscal del crimen. Agregaré que Antonio Heredia, al volver de Europa, trajo consigo a un hijo natural. Julio tenía diez años cuando se casó mi padre.

Estas circunstancias permitirán comprender la influencia que Isabel ha ejercido en mi familia. La imagen de Isabel no es fácil de evocar. Para dar una idea de su físico necesito describir su carácter, porque si bien el rostro de las personas que conocemos está formado de expresiones sucesivas que modifican los rasgos en donde por un instante se hospedan y los convierten en vehículos de algo que está detrás de ellos, haciéndolos invisibles en razón de la misma intensidad con que se los mira, hasta que ya no percibimos el brillo de unos ojos, la curva de una nariz, el rictus de una boca, sino candor, amargura, maldad, sensualidad, inteligencia, en Isabel aparecían reducidos al extremo estos soportes materiales que nos alientan a reconstruir trabajosamente una fisonomía en la memoria. Sus ojos vigilaban desde el fondo de las órbitas, cernidas de venas azules, sobre las cuales se daba polvos de arroz; debían de ser claros, como los ojos de Julio: parecían oscuros. Es decir, los ojos eran claros, y la mirada, muy intensa, casi negra, contribuía a empalidecer un rostro de fantasma. Este fantasma le dio más de un sobresalto a su marido. El señor Urdániz, hasta el día en que murió, trató de no interponerse jamás en sus venerables correrías. No es extraño, porque en Isabel había ese natural imperio que inhibe a las personas, esa fuerza de convicción que prescinde de los hechos y las palabras. A veces, cuando se resistía intrépidamente al buen sentido, yo quedaba avergonzado de no haber sabido penetrar sus argumentos o encontrarlos falaces o superficiales. Isabel tenía siempre razón, cualesquiera que fuesen sus razones, estaba siempre en lo justo, en el fiel de la balanza, no en vano era una Heredia, y la hija de un hombre que llegó a presidir -por diecinueve días- el Tribunal Supremo. En casa de Isabel estaba el árbol genealógico de nuestra familia: cerca de la base se veía el escudo, sostenido por un Hércules. La estirpe de los Heredia, después de cubrir victoriosamente la península española, originaba descubridores y conquistadores en América; un gajo de la rama cubana, de vuelta a Europa, atravesaba los Pirineos: en él figuraba José María de Heredia; en la rama argentina, mi abuelo. Una vez yo aludí al árbol geneológico, «Tu abuelo era hijo del portero de San Francisco» me contestaron. Era verdad, pero nada podían las palabras de mi madre contra la nueva verdad que había surgido del mundo de Isabel, ese mundo afirmativo, temerario, allegado a la magia, donde las cosas parecían auténticas por el solo hecho de hallarse en él incluidas. Con las años he debido resignarme a que Los borrachos o La muerte de Adonis estuvieran en el Museo del Prado o en la Galería de los Oficios, y no en casa de Isabel, pero confieso haber destruido esas copias empecinadas e infieles (nadie las quiso comprar) con el orgullo de un hombre que se libera de los bienes materiales y hace del abandono de las riquezas su incalculable riqueza.