– No me voy -dijo de pronto. -¿Que no te vas? -No. La cueva es mía.
La roncha de la frente de Justito, el Alcalde, se encendió súbitamente.
– He hecho público el desahucio -voceó-. Tu cueva amenaza ruina y yo soy el Alcalde y tengo atribuciones.
– ¿Ruina? -dijo el Ratero.
Justito señaló el puntal y la resquebrajadura. -Es la chimenea -agregó el Ratero.
– Ya lo sé que es la chimenea. Pero un día se desprende una tonelada de tierra y te sepulta a ti y al chico, ya ves qué cosas.
El tío Ratero sonrió estúpidamente: -Más tendremos -dijo. -¿Más?
– Tierra encima, digo.
El José Luis, el Alguacil, intervino:
– Ratero -dijo-. Por las buenas o por las malas, tendrás que desalojar.
El tío Ratero les miró desdeñosamente: -¿Tú? -dijo-. ¡Ni con cinco dedos!
Al José Luis le faltaba el dedo índice de la mano derecha. El dedo se lo cercenó una vez un burro de una tarascada, pero el José Luis, lejos de amilanarse, le devolvió el mordisco y le arrancó al animal una tajada del belfo superior. En ocasiones, cuando salía la conversación donde el Malvino, aseguraba que los labios de burro, al menos en crudo, sabían a níscalos fríos y sin sal. En todo caso, el asno del José Luis se quedó de por vida con los dientes al aire como si continuamente sonriese.
Justito, el Alcalde, se impacientó:
– Mira, Ratero -dijo-. Soy el Alcalde y tengo atribuciones. Por si algo faltara, he hecho público el desahucio. Así que ya lo sabes, dentro de dos semanas te vuelo la cueva como me llamo Justo. Te lo anuncio delante de dos testigos.
Por San Sabino, cuando retornó a la cueva la comisión, batía los tesos un vientecillo racheado y los trigos y las cebadas ondeaban sobre los surcos como un mar. El Frutos, el Jurado, iba en cabeza y portaba en la mano los cartuchos de la dinamita y la mecha enrollada a la cintura. Al iniciar la cárcava, el Nini les enviscó la perra y el Frutos se enredó en el animal y rodó hasta el camino jurando a voz en cuello. Para entonces, el Ratero había hablado ya con el Antoliano, y así que el Justito le conminó a abandonar la cueva, se puso a repetir como un disco rayado: «Por escrito, por escrito». El Justito miró para el José Luis, que entendía algo de leyes, y el José Luis asintió y entonces se retiraron.
Al día siguiente, el Justito le pasó una comunicación al tío Ratero concediéndole otro plazo de quince días. Para San Sergio concluyó el plazo y a media mañana irrumpió de nuevo en la cueva la comisión, pero así que vocearon en la puerta, el Nini respondió desde dentro que aquélla era su casa y si entraban por la fuerza tendrían que vérselas con el señor juez. El Justito miró para el José Luis y el José Luis meneó la cabeza y dijo en un murmullo: «Allanamiento; en efecto es un delito».
Al día siguiente, San Valero, ante Fito Solórzano, el Jefe, Justito casi lloraba. La mancha morada de la frente le latía como un corazón:
– No puedo con ese hombre, Jefe. Mientras él viva tendrás cuevas en la provincia.
Fito Solórzano, con su prematura calva rosada y sus manos regordetas jugueteando con la escribanía, trataba de permanecer sereno. Meditó unos segundos antes de hablar, metiéndose dos dedos en los lagrimales. Al cabo, dijo con ostentosa humildad:
– Si el día de mañana queda algo de mi gestión al frente de la provincia, cosa que no es fácil, será el haber resuelto el problema de las cuevas. Tú volaste tres en tu término, Justo, ya lo sé; pero no se trata de eso ahora. Queda una cueva y mientras yo no pueda decirle al Ministro: «Señor Ministro, no queda una sola cueva en mi provincia» es como si no hubieras hecho nada. Me comprendes, ¿no es verdad?
Justito asintió. Parecía un escolar sufriendo la reprimenda del maestro. Fito Solórzano, el Jefe, dijo de pronto.
– Un hombre que vive en una cueva y no dispone de veinte duros para casa viene a ser un vagabundo, ¿no? Tráemele, y le encierro en el Refugio de Indigentes sin más contemplaciones.
Justito adelantó tímidamente una mano:
– Aguarda, Jefe. Ese hombre no pordiosea. Tiene su oficio.
– ¿Qué hace?
– Caza ratas.
– ¿Es eso un oficio? ¿Para qué quiere las ratas? -Las vende.
– ¿Y quién compra ratas en tu pueblo? -La gente. Se las come.
– ¿Coméis ratas en tu pueblo?
– Son buenas, Jefe, por éstas. Fritas con una pinta de vinagre son más finas que codornices. Fito Solórzano estalló de pronto:
– ¡Eso no lo puedo tolerar! ¡Eso es un delito contra la Salubridad Pública!
El Justito trataba de aplacarle:
– En la cuenca todos las comen, Jefe. Y si te pones a ver, ¿no comemos conejos? -Hizo una pausa. Luego agregó-: Una rata lo mismo, es cuestión de costumbre.
Fito Solórzano golpeó la mesa con el puño cerrado y saltaron las piezas de la escribanía:
– ¿Para qué quiero Alcaldes y Jefes Locales si en vez de resolver los problemas vienen todo el tiempo a creármelos? ¡Busca tú una fórmula, Justo! ¡Coloca a ese hombre en alguna parte, haz lo que sea! ¡Pero piensa tú, tú, con tu pobre cabeza, no con la mía!
Justito reculaba hacia la puerta:
– De acuerdo, Jefe. Déjalo de mi mano.
Fito Solórzano cambió repentinamente de tono y añadió cuando Justito, vuelto de espaldas abría ya la puerta del despacho:
– Y cuando liquides este asunto, avisa. Ten en cuenta que no te dice esto Fito Solórzano ni tu Jefe Provincial, sino el Gobernador Civil.
8
Por San Baldomero el Nini descubrió sobre el Pezón de Torrecillórigo el primer bando de avefrías desfilando precipitadamente hacia el sur. Durante tres días con sus tres noches, los bandos se sucedieron sin interrupción y el vuelo de las aves era cada vez más vivo y agitado. Volaban muy altas, componiendo una gran V sobre el impávido cielo azul, chirriando excitadamente con un estremecido deje de alarma.
Antaño, el Pezón de Torrecillórigo se llamó la Co tana del Moro, pero la Marcela, la madre del Nini, la rebautizó pocos meses antes de dar con sus huesos en el manicomio. Ya desde el parto, la Marcela no quedó bien y cada vez que el Ratero la sorprendía mirando embobada para los cuetos y le decía: «¿Qué miras, Marcela?», ella ni respondía. Y únicamente si el Ratero la zarandeaba, ella balbucía al fin: «El Pezón de Torrecillórigo». Y señalaba el cono de la Cotarra del Moro, torvo y lóbrego como un volcán. «¿El Pezón?» -inquiría el Ratero, y ella agregaba: «Somos muchos a tirar de él. No da leche para tantos». Meses después el tío Ratero sorprendió a su hermana aserrando una pata del taburete. «¿Qué haces, Marcela?» -le dijo. Y ella respondió: «El taburete barquea». Dijo éclass="underline" «¿Banquea?». Y ella no respondió, pero a la noche había aserrado las cuatro patas. Aún aguantó el tío Ratero unos años más. Por aquel tiempo el Nini ya había cumplido los seis y el Furtivo le decía cada vez que lo encontraba: «Explícate, bergante, ¿Cómo es posible que la Marcela sea tu tía y tu madre al mismo tiempo?» -y se reía con un ruidoso estallido como si estuviera lleno de aire y, de repente, se deshinchase. Y el día que el tío Ratero se decidió a horadar el techo de la cueva con el tubo que le regalara Rosalino, el Encargado, y le pidió a la Marcela arena para la mezcla, su hermana le aproximó la horca que sostenía a duras penas. «Toma» -dijo. «¿Cuál?» -dijo el Ratero. «Arena. ¿No pedías arena?» -dijo ella. «¿Arena?» -dijo el Ratero. Ella añadió: «Apura, que pesa». El Nini la miraba atónito y al cabo, dijo: «Madre, ¿cómo va a coger usted arena con una horca?». Una semana después, por Santa Oliva haría cuatro años, se presentó en el pueblo un hombrecillo enlutado y se la llevó al manicomio de la ciudad, pero la Cotarra del Moro no volvió a recobrar su nombre y fue en adelante y para siempre jamás el Pezón de Torrecillórigo.