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– Fa, mira, el Furtivo, ¡anda con él!

Pero a la perra la asustaba el muñeco y reculaba ladrando, sin cesar de mirarlo esquinadamente y, entonces, el niño formó unas bolas y lo destruyó de cuatro pelotazos. Soltó una carcajada estridente y el cristalino eco que despertó su risa en la nieve le animó a repetir y, luego, a gritar una y otra vez, cada vez más fuerte. Experimentaba, al hacerlo, una grata sensación de plenitud. Ascendió la loma sin dejar de gritar y entonces divisó al Furtivo, en carne y hueso, allá abajo, en la cuenca, recorriendo pesadamente los barbechos de la señora Clo. El Nini enmudeció y sintió recorrerle el cuerpo una oleada de ira. La ley prohibía cazar los días de nieve porque los animales rastreros denunciaban su presencia por las huellas y la perdiz, sin comer, no resistía más allá de un corto vuelo. Sin embargo, el Furtivo andaba allí y por si la nieve no fuera bastante, portaba la escopeta en guardia baja por si algo se arrancaba. El niño le vio venir hacia él e intentó rehuirle pero el Furtivo le atajó. Matías Celemín era práctico en andar por la nieve y viéndole de lejos deslizarse ágilmente contra la centelleante claridad de los tesos, parecía el único poblador del mundo. Al llegar a su altura, le dijo el Furtivo mostrándole sus aterradores dientes, carniceros:

– ¿Eras tú quien chillaba ahí arriba, bergante?

– Sí.

– Bien reías, ¿eh? Tú ríes cuando estás solo, como los locos.

El niño procuraba caminar de prisa porque la compañía del Furtivo le era ingrata. El morral del Furtivo abultaba como dos liebres. Le dijo al Nini:

– ¿No viste huellas, rapaz? ¿Dónde diablos se meten los tejos en este pueblo?

– No sé.

– No sé, no sé; apuesto a que sí lo sabes.

El niño se encogió de hombros. Añadió el Furtivo:

– Os larga Justito de la cueva ¿eh? ¿Dónde os vais a meter, bergante? Si a un conejo le ciegas el bardo, a morir; ya se sabe. Eso te va a pasar a ti por candar el pico.

De la loma descendían las pequeñas huellas de los pies descalzos del Nini junto a las de las enormes botazas claveteadas del Furtivo y las ingrávidas de la perra. La tierra, desolada y lívida, apenas abultada por las formas redondas de los cuetos, era como una superficie láctea en el momento de iniciar la ebullición.

El tío Ratero, acuclillado junto al fuego, levantó los ojos al oír los pasos del niño.

– ¿Viste a ése? -dijo con reprimida avidez.

– No -dijo el niño.

– Malvino le vio.

– No es cierto -añadió el Nini-. No hay un alma en el campo.

La huidiza mirada del Ratero se afiló bajo los párpados y se clavó en las brasas, pero no dijo nada. También el niño guardó silencio. Desde hacía cuatro semanas el tío Ratero no pensaba en otra cosa sino en la competencia. El Nini intentaba a veces disuadirle, convencerle de que el arroyo era de todos, pero el Ratero se obcecaba en su testarudez salvaje: «Las ratas son mías; ése me las roba», decía; y resollaba de fatiga y exasperación.

Por San Melitón salió el sol y fundió la nieve y, al caer la tarde, apenas si unos deleznables retazos blancos circuían las faldas de los tesos en su vertiente norte. Esa anochecida se encamó, al fin, el Centenario, y el Nini, al enterarse, bajó un rato a hacerle compañía. Sobre el camastro pendía una lavativa y, a su lado, la pobre lámpara, y sobre la pobre lámpara un cromo de la Virgen. Le dijo el viejo sin volver la vista, sin mover un solo músculo de la cara:

– Esta tarde, antes de acostarme, quise oír el viento en los plumeros de las espadañas, como cuando mozo. Me tumbé junto al arroyo y aguardé, pero el viento no sonaba igual. Todo se va; nada se repite en la vida, hijo.

El niño comenzó a hablarle de la nieve y del Furtivo y de la liebre encamada bajo el carrasco y, finalmente, quedó en silencio, las pupilas en el trapo negro que ocultaba media cara del viejo. La respiración de éste era entrecortada y anhelante, mas, al concluir el niño, no hizo comentario. A la tarde siguiente el Nini volvió junto a él y, al anochecer, se incorporó y dio la lámpara de la cabecera del lecho. Durante una semana el Nini visitó diariamente al enfermo. Apenas cambiaban unas palabras, pero tan pronto el día agonizaba en la ventana, el Nini, sin que nadie se lo pidiera, encendía la luz. A la séptima noche, tan pronto el niño dio la luz, el Centenario agarró el trapo negro con dos dedos temblones, lo levantó y dijo:

– Ven acá.

El corazón del Nini latía desacompasadamente. La cara del viejo bajo el trapo era un amasijo sanguinolento socavado en la misma carne y en la parte superior de la nariz, junto a la sien, amarilleaba el hueso. El Centenario rió sordamente y dijo al observar la faz descolorida del muchacho:

– ¿No viste nunca la calavera de un hombre vivo?

– No -convino el niño.

El Centenario volvió a reír quedamente y dijo:

– A todos cuando muertos nos comen los bichos. Pero es igual, hijo. Yo soy ya tan viejo que los bichos no han tenido paciencia para aguardar.

9

Hacia San Segundo caían todos los años, desde hacía cuatro, por el pueblo, los extremeños. Componían una abigarrada caravana con la recua de borricos enjaezados y llegaban cantando, como si en lugar de acabar de hacer quinientos kilómetros en diez días a uña de asno por caminos polvorientos, terminaran de emerger de un baño tibio tras un sueño reparador. La cuadrilla de extremeños se alojaba en los establos del Poderoso, a quien pagaban cinco reales diarios por cabeza y como permanecían en el pueblo casi seis meses y formaban una partida de doce, don Antero se embolsaba anualmente cerca de once mil reales por este concepto.

Doña Resu, el Undécimo Mandamiento, los sintió llegar y cerró de golpe la ventana:

– Ya están ésos aquí; Dios nos tenga de su mano -le dijo a la Vito, la sirvienta.

Durante los dos primeros años, el Nini acompañó a los extremeños a talar el monte de la vaguada y desenraizar los matos de encina. Antes hicieron esto en Torrecillórigo, aunque ahora eran empleados del Estado dedicados a la ardua tarea de la repoblación forestal. La repoblación forestal era la obsesión de los hombres nuevos y cuando la guerra, apenas a las veinticuatro horas de estallar, se organizaron brigadas de voluntarios con el fin de convertir la escueta aridez de Castilla en un bosque frondoso. No había tarea más apremiante y los prohombres decían: «Los árboles regulan el clima, atraen las lluvias y forman el humus, o tierra vegetal. Hay, pues, que plantar árboles. Hay que hacer la revolución. ¡Arriba el campo!». Y todos los hombres de todos los pueblos de la cuenca se desparramaron ilusionados, la azada al hombro, por las inhóspitas laderas. Pero llegó el sol de agosto y abrasó los tiernos brotes y los cerros siguieron mondos como calaveras.