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Y el José Luis le dijo brutalmente al tío Ratero: «Ya no sirves; tendrás que pedir plaza en el Asilo». Y dijo el Ratero: «No hay ratas ya; ése me las roba». Apenas regresó el Nini de acechar a la nutria, le dijo el Ratero maquinalmente.

– ¿Viste a ése?

El Nini no respondió. El tío Ratero levantó los ojos del puchero:

– ¿Le viste? -insistió.

Aún tardó el niño un rato en responder:

– No sabe -dijo al fin-. Y el perro tampoco.

El Ratero le prendió del pelo y le obligó a levantar la cabeza:

– ¿Dónde andaba, di?

El niño crispó la boca en un gesto de dolor:

– En las Revueltas -dijo-. Pero no sabe. En toda la tarde agarró una rata, ya ve.

El tío Ratero le soltó, pero sus dedos seguían crispados y finalmente los entrelazó con los de la otra mano, como si atenazara la garganta de alguien. -Si lo cojo, lo mato -dijo. Luego quedó resollando por el esfuerzo.

Por San Andrés Hivernón, perdió un ojo la perra. Ocurrió el mismo día que el Rabino Grande, el Pastor, mató a palos a una culebra de metro y medio que mamaba a la cabra del Pruden después de hipnotizarla. A la Fa la perdió el ansia del tío Ratero, su afán porque husmease entre las junqueras, los carrizos y los zaragüelles. El tío Ratero no se cansaba: «Busca, chita», decía. Y el animal rastreaba dócilmente entre las berreras y la corregüela.

Al salir de la maraña con el ojo herido gañía tenuemente. El tío Ratero dijo: «No sirve ya; está vieja». Y el niño la tomó en sus brazos y pasó la noche aplicándole compresas de áloe y pimienta. A la mañana siguiente, le bañó el ojo conjugo de ciruela, pero todo resultó inútil; la perra quedó tuerta con una expresión extraña en la cara entre pícara y taciturna.

Por San Juan de Ante Portam Latinam parió la perra; echó seis cachorrillos moteados y uno de pelaje canela. El Nini bajó donde el Centenario a darle la buena nueva.

– Ya somos parientes ¿no? -le dijo el viejo. -¿Parientes, señor Rufo?

– A ver. ¿No son los cachorros del Duque y de tu perra?

– Sí.

– Pues entonces.

El niño no se habituaba ahora a la soledad. Echaba en falta a la perra, a su lado. Cada vez que salía de la cueva el animalito le seguía con la vista dudando entre abandonarle a él o abandonar a sus crías. Una tarde, al regresar de sus correrías, la encontró aullando lastimeramente. Bajo ella, oculto entre las ubres, jugueteaba solitario el cachorro canela. El Ratero le dijo con una sonrisa maliciosa:

– Éste ve bien.

El Nini le miró sin responderle. Agregó el tío Ratero:

– Tiene los ojos bien listos.

El niño vacilaba:

– ¿Y los otros? -dijo al fin.

– ¿Los otros?

– ¿Dónde los puso?

En la cara del tío Ratero se dibujó una mueca entre estúpida y socarrona:

– ¿Dónde? Por ahí.

La perra gañía a su lado y el Nini tomó el cachorro en sus brazos y salió de la cueva. La Fa le precedía rastreando en la cárcava, atravesó el camino, y por la linde del trigal se llegó al prado, levantó el hocico al viento y al cabo, sin vacilar, se dirigió al río en linea recta. Una vez allí se alebró, la cabeza gacha, como entregada. Entonces divisó el Nini entre las espadañas el primer cachorro. Uno a uno recuperó los seis cadáveres y allí mismo, en el prado, cavó una hoya profunda y los enterró. Al concluir puso una cruz de palo sobre el montón de tierra y la Fa se ovilló a su lado, mirándole apagadamente con su único ojo agradecido.

11

La cigüeña casi siempre inmigraba a destiempo, lo que no impedía que el Nini anunciase su presencia cada año con varios días de antelación. En la cuenca existía desde tiempo el prejuicio de que la cigüeña era heraldo de primavera, aunque en realidad, por San Blas, fecha en que de ordinario se presentaba, apenas iba mediado el duro invierno de la meseta. El Centenario solía decir: «En Castilla ya se sabe, nueves meses de invierno y tres de infierno». Y raro era el año que se equivocaba.

El Nini, el chiquillo, sabía que las cigüeñas que anidaban en la torre eran siempre las mismas y no las crías, porque una vez las anilló y al año siguiente regresaron con su habitual puntualidad y los aros rebrillaban al sol en la punta del campanario como si fueran de oro. Tiempo atrás, el Nini solía subir al campanario cada primavera, por la fiesta de la Pascuilla, y desde lo alto de la torre, bajo los palitroques del nido, contemplaba fascinado la transformación de la tierra. Por estas fechas, el pueblo resurgía de la nada, y al desplegar su vitalidad decadente asumía una falaz apariencia de feracidad. Los trigos componían una alfombra verde que se diluía en el infinito acotada por la cadena de cerros, cuyas crestas agónicas se suavizaban por el verde mate del tomillo y la aliaga, el azul aguado del espliego y el morado profundo de la salvia. No obstante, los tesos seguían mostrando una faz torva que acentuaban las irisaciones cambiantes del yeso cristalizado y la resignada actitud del rebaño de Rabino Grande, el Pastor, ramoneando obstinadamente, entre las grietas y los guijos, los escuálidos yerbajos.

Bajo el campanario se tendía el pueblo, delimitado por el arroyo, la carretera provincial, el pajero y los establos de don Antero, el Poderoso. El riachuelo espejeaba y reverberaba la estremecida rigidez de los tres chopos de la ribera con sus muñones reverdecidos. Del otro lado del río divisaba el niño su cueva, diminuta en la distancia, como la hura de un grillo, y según el cueto volvía, las cuevas derruidas de sus abuelos, de Sagrario, la Gitana, y del Mamés, el Mudo. Más atrás se alzaba el monte de encina del común y las águilas y los ratoneros lo sobrevolaban a toda hora acechando su sustento. Era, todo, como una portentosa resurrección, y llegada la Conversión de San Agustín la fronda del arroyo rebrotaba enmarañada y áspera; los linderones se poblaban de amapolas y margaritas, las violetas y los sonidos se arracimaban en las cunetas húmedas y los grillos acuchillaban el silencio de la cuenca con una obstinación irritante.

Sin embargo, este año, el tiempo continuaba áspero por Santa María Cleofé, pese a que el calendario anunciara dos semanas antes la primavera oficial. Unas nubes altas, apenas tiznadas, surcaban velozmente el cielo, pero el viento norte no amainaba y las esperanzas de lluvia se iban desvaneciendo. Junto al arroyo, en las minúsculas parcelas donde alcanzaba el agua, sembraron los hombres del pueblo escarola, acelgas, alcachofas y guisantes enanos. Otros segaron los cereales de las tierras altas para forrajes verdes y dispusieron la siembra de trigos de ciclo corto. Las yeguas quedaron cubiertas y con la leche de las cabras y las ovejas se elaboraron quesos para el mercado de Torrecillórigo. En las colmenas recién instaladas se hizo el oreo para evitar la enjambrazón prematura y el Nini, el chiquillo, no daba abasto para atender las demandas de sus convecinos: