– Ya están aquí las aguarradillas. Este año fueron puntuales.
A la mañana del cuarto día, el silencio despertó al Nini. El niño se asomó a la boca de la cueva y vio que la nube había pasado y un tímido rayo de sol hendía sus últimas guedejas blancas y proyectaba un luminoso arco iris de la Cotarra Donalcio al Cerro Colorado. Al niño le alcanzó el muelle aroma de la tierra embriagada y tan pronto sintió cantar al ruiseñor abajo, entre los sauces, supo que la primavera había llegado.
12
A partir de San Gregorio Nacianceno el canto de los grillos se hacía en la cuenca un verdadero clamor. Era como un alarido múltiple y obstinado que imprimía a los sembrados, al leve cauce del arroyo, a las míseras barracas de barro y' paja, a los hoscos tesos que festoneaban el horizonte, una suerte de nerviosa vibración que se ensanchaba en ondas crecientes, como una marea, en los crepúsculos, para amainar en las horas centrales del día o de la noche. Mas en todo caso el canto de los grillos tenía un volumen y una densidad, se filtraba por todos los resquicios, ponía un fondo estridente a todas las faenas, pero los hombres y las mujeres del pueblo lo desdeñaban; era un algo, como el aire o el pan, que sostenía su ritmo vital sin que ellos se apercibiesen. Tan sólo la Columba, la del Justito, se llegaba en ocasiones a su marido, las manos abiertas, crispadas sobre el pecho, y sollozaba:
– Esos grillos, Justo. Esos grillos no me dejan respirar.
Por lo demás, la irrupción de los grillos significaba para el pueblo el comienzo de una larga expectativa.
Los sembrados aricados y escardados, verdegueaban en la distancia como una firme promesa y los hombres miraban al cielo insistentemente, pues del cielo bajaban el agua y la sed, la helada y las parásitas y, en definitiva, a estas alturas, únicamente del cielo podía esperarse la granazón de las espigas y el logro de la cosecha.
Con la irrupción de los grillos la Columba, la del Justito, solía avisar al Nini para separar la gallina y confiar los polluelos al pollo capón. De ordinario no le pagaba el servicio, porque, según la Columba, el dinero en el bolsillo de los rapaces sólo servía para maliciarles; se conformaba con darle de merendar una pastilla de chocolate y un pedazo de pan y, luego, charlaba con él a distancia, junto al arcén del pozo, y así que el niño marchaba la invadía una sensación de desasosiego, como un picor inconcreto que iba extendiéndose por todo el cuerpo. Claro que esto le ocurría cada vez que se arrimaba a cualquiera de sus convecinos, razón por la cual la Columba terminó por no relacionarse con nadie. En puridad, la Columba echaba en falta su infancia en un arrabal de la ciudad y no transigía con el silencio del pueblo, ni con el polvo del pueblo, ni con la suciedad del pueblo, ni con el primitivismo del pueblo. La Columba exigía, al menos, agua corriente, calles asfaltadas y un cine y un mal baile donde matar el rato. Al Justito, su marido, le traía de cabeza. Le decía:
– Justo, así que me levanto de la cama, sólo de ver el mundo vacío me dan ganas de devolver.
El Justito se desazonaba:
– ¿Y dónde vamos a ir que más valgamos?
A la Columba le blanqueaban mucho los ojos:
– ¡Al infierno! ¡Donde sea! ¿No se fue el Quinciano?
– Valiente ejemplo, el Quinciano, de peón a Bilbao a morirse de hambre.
– Mejor muerta de hambre en Bilbao que de hartura en este desierto, ya ves.
Para la Columba, el pueblo era un desierto y la arribada de las abubillas, las golondrinas y los vencejos no alteraba para nada su punto de vista. Tampoco lo alteraban la llegada de las codornices, los rabilargos, los abejarucos, o las torcaces volando en nutridos bandos a dos mil metros de altura. Ni lo alteraban el chasquido frenético del chotacabras, el monótono y penetrante concierto de los grillos en los sembrados, ni el seco ladrido del búho nival.
Con el Nini, la Columba no congeniaba. Se le antojaba un producto más de aquella tierra miserable y cada vez que se lo encontraba lo miraba con desdén y desconfianza. De ahí que la Columba no recurriera al Nini sino en circunstancias extremas como en caso de catar la colmena, o capar el marrano, o separar la gallina y confiar la pollada al pollo capón. Mas ella concretaba sobre el Justito su soledad y su desamparo:
– ¿Y el Longinos, di? ¿No se marchó el Longinos? ¿Y quién había más desgraciado que él en estos contornos?
– Ése es otro cantar. El Longinos se fue con su hermana a León. Ése fue a mesa puesta.
– Eso, di que sí. Todos tienen sus razones menos nosotros.
Sin embargo, cada vez que Fito Solórzano, el Jefe, le decía lo de las cuevas, Justito, el Alcalde, veía surgir un punto de luz en el horizonte:
– Si el Jefe, me ayudara- -decía-. Pero antes he de acabar con las cuevas.
La Columba se excitaba:
– Lo que es yo iba a andarme con contemplaciones.
– Tú, tú…, tú todo lo arreglas de boquilla. ¿Qué harías tú, di?
– Pondría un cartucho y prendería. Verás con qué garbo se arrancaba el Ratero.
– ¿Y si no se arranca?
– Tampoco se pierde nada, mira.
Justito, el Alcalde, no obstante, tropezó dos mañanas antes, en la Plaza, con la señora Clo, la del Estanco, y ella le llamó a un aparte:
– Justito -le dijo-. ¿Es cierto que queréis largar al Ratero de su cueva? ¿Qué mal hace ahí?
– Ya ve, señora Clo. Un día se hunde y tenemos en el pueblo una desgracia.
Ella dijo:
– Arréglasela; eso es bien fácil.
La roncha de la frente de Justito, el Alcalde, enrojeció a ojos vistas:
– En realidad, no es eso, señora Clo. En realidad, es por los turistas, ¿sabe? Luego vienen los turistas y salen con que vivimos en cuevas los españoles, ¿qué le parece?
– Los turistas, los turistas… ¡déjeles que digan misa! ¿No van ellos por ahí enseñando las pantorras y nadie les dice nada?
Por si esto fuera poco, el José Luis, el Alguacil, le hizo ver un día al Justito la imposibilidad de volar por las bravas la cueva del Ratero. El José Luis, después de un prolongado parlamento con el Juez de Torrecillórigo, llegó a la conclusión de que el Ratero, sin soltar una peseta, era el dueño de su cueva.
– ¿Dueño? -dijo perplejo el Justito-. ¿Puede saberse a quién ha pagado dos reales por ella?
El José Luis adoptó una actitud de suficiencia:
– ¡Dinero! -dijo-. Para la Ley no solamente vale el dinero, Justo, no la fastidiemos. También cuenta el tiempo.
– ¿El tiempo?
– A ver. Atiende, tú tienes una cosa un tiempo y un día, sin más que correr el tiempo, te haces el amo de ella. Así como suena.
El Justito frunció el entrecejo y la roncha le palpitó como una cosa viva: