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– ¿Aunque la hayas robado?

– Aunque la hayas robado.

– Estamos apañados, entonces -dijo el Justito desoladamente.

A partir del pleito de la cueva, la Columba empezó a mirar al Nini torcidamente, como a su más directo, encarnizado enemigo. Así y todo, el Nini, el chiquillo, parecía ignorar tal disposición y jamás se le pasó por las mientes que pudiera llegar un día en que tuviese que adoptar una resolución tan arriesgada como la de verter un bidón de gasolina en el pozo del Justito. Sin embargo, las cosas vinieron rodadas, y cuando por San Bernardino de Sena, la Columba mandó razón al Nini, como cada año, para separar la gallina, el niño acudió sin recelo, desplumó el pecho del pollo capón, le arrimó una mata de ortigas y lo depositó luego en el cajón sobre los pollos inquietos para que se calmase. La gallina, mientras tanto, le miraba hacer estúpidamente tras los barrotes de la jaula, como si nada de todo aquello fuera con ella. Pero así que el niño terminó, la Columba en vez de darle el pan y el chocolate, como de costumbre, se le quedó mirando con la misma estúpida expresión que la gallina. La Columba decía a veces que el Nini tenía cara de frío incluso de Virgen a Virgen, fechas en que más arreciaba la canícula. El Malvino explicaba que eso les pasa a todos los que piensan mucho, porque mientras los sesos trabajan la cabeza se caldea y la cara se queda fría, ya que las calorías del cuerpo están tasadas y si las pones en un sitio de otro sitio has de quitarlas. El Rabino Grande, cuando estaba presente, apoyaba al tabernero y recordaba que cuando don Eustasio de la Piedra, que era un sabio, le tentaba las vértebras a su padre, tenía también cara de frío. Pero el Nini, ahora ante la mirada impasible de la Co lumba sólo acertó a decir:

– Bueno; esto está listo.

Entonces ella pareció despertar, le puso al niño la mano sobre el hombro y le dijo:

– Nini, ¿por qué no os largáis de la cueva?

– No -dijo hoscamente el niño.

– ¿No os largáis o no puede saberse?

– Las dos cosas.

– ¡Las dos cosas, las dos cosas! -le zamarreó la Columba y su voz airada fue subiendo gradualmente de tono-: Un día el reuma te roerá los huesos por vivir bajo tierra y entonces no podrás abrir la boca ni menear un pie.

El Nini no se inmutó:

– Mira los conejos -dijo serenamente.

La Columba, entonces, perdió los estribos, levantó la mano y le propinó al niño dos solemnes bofetones. Después, como si ella fuera la ofendida, se llevó las dos manos a las mejillas y empezó a llorar con bruscas sacudidas.

Esa misma noche, el Nini robó un bidón de gasolina del sotechado del Poderoso y lo vació en el pozo del Justito. A la mañana, como de costumbre, la Columba se bebió un vaso de agua en ayunas y, al concluir, chascó la lengua:

– Esta agua tiene gusto -dijo.

– Vaya por Dios -dijo pacientemente el Justito. -Te digo que tiene gusto -insistió la Columba. Y al arrimar la nariz a la herrada, al Justito le temblaban visiblemente los dedos:

– ¿Sabes que tienes razón? El agua esta huele a gasolina.

Prendió un fósforo y el líquido de la herrada ardió furiosamente y el Justito comenzó a golpearse el pecho con los puños y a reír con gruesas carcajadas. Parecía muy alterado al coger la bicicleta y le dijo a la Columba con muchos aspavientos:

– De esto nada, ¿oyes? Hay petróleo aquí abajo. Voy a avisar al Jefe. Esto es más importante que las cuevas. Pero mientras no venga el Jefe, ni una palabra, ¿oyes?

Por la tarde se presentó el Jefe en el coche pequeño.

El sol aún no se había ocultado pero a esas horas ya se sentían los agudos silbidos de los alcaravanes en la falda del Cerro Merino y los grillos aturdían con su canto frenético desde las tierras.

El Justito, con manos temblorosas, hizo la demostración y el Jefe, al ver arder la herrada, se sintió recorrido por un frío paralizante que, paradójicamente, le hacía sudar a chorros por la calva:

– Bueno, bueno… -dijo al fin con un nervioso guiño de complicidad- esto tiene que verlo un técnico. Esto puede ser un hallazgo. Ni yo mismo puedo prever las consecuencias. Mañana volveré. Hasta tanto, mucha discreción.

Ya anochecido, el pueblo entero se estacionó ante la casa del Justito. Rosalino, el Encargado, tomó la palabra y dijo que tenían noticias de que había estado allí de incógnito el señor Gobernador y que el Antoliano y el Rabino Chico habían visto el coche y que algo importante debía ocurrir en el pueblo y que Justo era su Alcalde y tenía el deber de informarles.

Tras su discurso, el encendido clamor de los grillos descendió de los cerros como un aroma sofocante y lo inundó todo, y Justo, el Alcalde, vaciló y, al fin, dijo:

– Nada, no ocurre nada, os lo digo yo.

Pero la señora Librada, la madre de la Sabina, la del Pruden, chilló con su vocecita estentórea:

– Vamos, Justo, no te hagas de rogar.

Y dijo la Dominica, la del Antoliano:

– Eso está muy feo, Justo.

Y Justo se volvió a ella:

– ¿Cuál está feo, Dominica?

Y Dominica dijo:

– Hacerse de rogar.

Entonces el Justito levantó las manos en actitud conciliadora y dijo: «Está bien». Y con afectada parsimonia se llegó al pozo, extrajo un acetre de agua y le prendió fuego. Las llamas ascendieron caracoleando hacia el alto ciclo oscurecido y el Justito sacó de lo hondo del pecho el vozarrón de Alcalde y dijo:

– ¡Amigos! De la Cotarra Donalcio al Pezón de Torrecillórigo hay un mar de petróleo aquí debajo. El Jefe lo ha dicho así. Mañana seremos ricos. Ahora sólo os pido una cosa: calma y discreción.

Un alarido de entusiasmo coreó sus palabras. Los hombres y las mujeres se estrujaban, volaban al aire las sucias boinas caponas y el Pruden se despojó de la raída americana de pana parda y brincaba sobre ella como enloquecido. De vez en cuando se apartaba y decía: «Pisa, Dominica. Debajo está la fortuna. Hay que abrigarla». Y Mamés, el Mudo, babeando se dirigió al Alcalde, como si fuera a echar un discurso, pero sólo dijo: «Je» y por la comisura de la boca le escurría una espuma amarillenta. Y volvió a repetir: «Je». Entonces la Sabina, como trastornada, voceó: «¡El Mudo ha hablado! ¡El Mudo ha hablado!». Y la señora Librada, negra y fruncida como una uva pasa, dijo: «Es un milagro. El Mudo ha hablado». Y el Virgilio, encaramado en los hombros del Malvino, chilló: «¡Frutos, los cohetes!». El Frutos, el Jurado, regresó del Ayuntamiento en un santiamén y los cohetes rasgaron las tinieblas del cielo con su estela iluminada y detonaban en lo alto con una explosión breve, como abortada. La señora Clo avanzaba hacia la Sabina a trompicones, abriéndose paso entre el gentío, pero al ver al Virgilio en los hombros del Malvino le voceó: «Baja, Virgilio. Te vas a caer». Luego le preguntó a la Sabina: «Sabina, ¿es cierto que habló el Mudo?», y la Sabina dijo: «Ha dicho `olé"; todos lo oyeron». Doña Resu, a sus espaldas, se santiguó. Tan sólo el Guadalupe y sus hombres parecían descentrados en aquella algarabía, cerrados en corro, cabizbajos. El Capataz, al fin, se abrió paso a empellones y se encaró con el Justito. Dijo oscuramente:

– ¿Y nosotros, Justo? ¿Qué vamos a sacar nosotros de todo esto?

El Alcalde exultaba. Le dijo:

– Os daremos una parte, claro. Aquí hay petróleo para todos. Os traeréis vuestras mujeres y vuestros hijos y viviréis con nosotros.