A media tarde, llegó don Ciro, el Cura, con el Mamertito, roció el cadáver con el hisopo y se postró a sus pies y dijo angustiosamente:
– Inclina, Señor, tu oído a nuestras súplicas con las que imploramos tu misericordia a fin de que pongas en el lugar de la paz y la luz al alma de tu siervo Rufo al cual mandaste salir de este mundo. Por Nuestro Señor Jesucristo…
– Amén -dijo el Mamertito.
Y en ese instante el moscón se arrancó del cadáver y voló derechamente a la punta de la nariz de don Ciro, pero don Ciro, con los ojos bajos, las manos cruzadas mansamente sobre la sotana parecía en éxtasis y no reparó en ello. Y el acompañamiento se daba de codo y murmuraba: «El cáncer le roerá la nariz», pero don Ciro proseguía imperturbable, hasta que, sin amago previo, estornudó ruidosamente y el moscón, asustado, buscó refugio, de nuevo, en el cadáver.
Al concluir las preces, la señora Clo se presentó con el libro apolillado y la Sime dijo:
¿Qué? Era del viejo.
En la primera página decía: «SERMONES PARA LOS MISTERIOS MÁS CLÁSICOS DE LAS FESTIVIDADES DE JESUCRISTO Y DE MARÍA SANTÍSIMA EL AUTOR ES EL LICENCIADO EN SAGRADOS CÁNONES DON JOAQUÍN.ANTONIO DE EGUILETA, PRESBÍTERO Y CAPELLÁN MAYOR DE LA IGLESIA DE SAN IGNACIO DE LOYOLA DE ESTA CORTE. Tomo III. Madrid MDCCXCVI. CON LAS LICENCIAS NECESARIAS».
La Sime levantó los ojos y repitió: -¿Qué? Era su libro.
– Mira -dijo la señora Clo.
Y abrió por la mitad y apareció un papel plegado, envolviendo un billete de cinco pesetas. Y en el papel, torpemente garrapateado, decía: Reserbas para conparn¢e la dentadura. Y en la página siguiente había otro billete de cinco pesetas, y otro en la otra y así
hasta veinticinco. La señora Clo se ensalivó el pulgar, repasó el dinero expertamente, billete a billete, y se lo entregó a la Simeona.
– Toma -la dijo-, esto que te tienes. La dentadura de nada puede servirle al viejo.
Al día siguiente, San Bonifacio y San Doroteo, cuando los mozos izaron las andas, los comentarios del pueblo giraban en tomo al hallazgo de la señora Clo, pero más aún que los billetes sorprendió el hecho de que el Centenario tuviera un libro en su casa. Y decía el Malvino, con evidente escepticismo: «Luego que si sabe o deja de saber. ¿Y quién no sabe teniendo un libro a la mano, digo yo?».
Hasta la iglesia, los mozos hicieron tres posas con el ataúd y, en cada una, don Ciro rezó los oportunos responsos, mientras la Sime se impacientaba sobre el carrillo, junto al Nini, y el Duque, el perro, amarrado a la trasera, con la soga como un dogal, gañía destempladamente. Una vez en la iglesia, apenas los hombres depositaron el féretro en el carro, la Sime azuzó el borrico y éste emprendió veloz carrera entre el estupor de la concurrencia. La Sime llevaba el cabello desgreñado, la mirada brillante y las mandíbulas crispadas, pero hasta alcanzar el alcor no despegó los labios. Le dijo, entonces, al Nini:
– Y tú, qué pintas aquí, ¿di?
El niño la miró gravemente:
– Sólo quiero acompañar al viejo -dijo.
Ya en el camposanto, entre los dos, arrastraron el ataúd a la zanja y la muchacha empezó a echar sobre él paletadas de tierra con mucho brío. La caja sonaba a hueco y los ojos de la Sime se iban humedeciendo a cada paso, hasta que el Nini se encaró con ella:
– Sime, ¿es que te ocurre algo?
Ella se pasó el envés de la mano por la frente. Dijo luego, casi furiosa:
– ¿No ves la polvareda que estoy armando?
Al salir, junto a la verja, el Loy olisqueaba el rabo del Duque y sobre los tesos se extendía una indecible paz. La Sime señaló al Loy con la pala:
– Ni se da cuenta que es su padre; ya ves.
De regreso, el borrico sostenía un trotecillo cochinero que se hizo más vivo al descender del alcor. Pero la Sime condujo el carro por la senda de la Cotarra Donalcio y entró en el pueblo por la iglesia en lugar de hacerlo por el almacén del Poderoso. Le dijo el Nini:
– Sime, ¿es que no vas a casa?
– No -dijo la Sime.
Y ante la puerta del Undécimo Mandamiento detuvo el carrillo, se apeó y llamó con dos secos aldabonazos. Doña Resu al abrir, tenía cara de dolor de estómago:
– Sime, mujer -dijo-, el undécimo no alborotar.
El Nini esperaba que la Sime respondiera desabridamente, pero ante su sorpresa, la muchacha se humilló y dijo en un susurro:
– Disculpe, doña Resu; si no le importa, acompáñeme a la iglesia. Quiero ofrecerme.
El Undécimo Mandamiento se santiguó, luego se apartó de la puerta y dijo:
– Alabado sea Dios. Pasa hija. El Señor te ha llamado.
15
Por Nuestra Señora de la Luz brotaron las centellas en el prado y el Nini se apresuró a enviar razón al Rabino Grande para que alejara las ovejas, pues según sabía por el Centenario, la oveja que come centellas cría galápago en el hígado y se inutiliza. Aquella misma tarde, el Pruden informó al niño que los topos le minaban el huerto e impedían medrar las acelgas y las patatas. Al atardecer el Nini descendió al cauce y durante una hora se afanó en abrir en el suelo pequeñas calicatas para comunicar las galerías. El Nini sabía, por el abuelo Román, que formando corriente en las galerías el topo se constipa y con el alba abandona su guarida para cubrirlas. El Nini trabajaba con parsimonia, como recreándose, y, en su quehacer, se guiaba por los pequeños montones de tierra esponjosa que se alzaban en derredor. La Fa, repentinamente envejecida, le veía hacer jadeando desde un sombrajo de carrizos, mientras el Loy, el cachorro canela, correteaba en la cascajera persiguiendo a las lagartijas.
Al día siguiente, San Erasmo y Santa Blandina, antes de salir el sol, el niño bajó de nuevo al huerto. La calina difuminaba las formas de los tesos que parecían más distantes, y en las plantas se condensaba el rocío. Junto al ribazo voló ruidosamente una codorniz, en tanto los grillos y las ranas que anunciaban alborozadamente la llegada del nuevo día, iban enmudeciendo a medida que el niño se aproximaba. Ya en el huerto, el Nini se apostó en un esquinazo junto al arroyo, y, apenas transcurridos diez minutos, un rumor sordo, semejante al de los conejos embardados, le anunció la salida del topo. El animal se movía torpemente, haciendo frecuentes altos, y, tras una última vacilación, se dirigió a una de las calicatas abiertas por el niño y comenzó a acumular tierra sobre el agujero arrastrándola con el hocico. El Loy, el cachorro, al divisarlo, se agachó sobre las manos y le ladró furiosamente, brincando en extrañas fintas, pero el niño lo apartó, regañándole, tomó el topo con cuidado y lo guardó en la cesta. En menos de una hora capturó tres topos más y apenas el resplandor rojo del sol se anunció sobre los cuetos y tendió las primeras sombras el Nini se incorporó, estiró perezosamente los bracitos y dijo a los perros: «Andando». Al pie del Cerro Colorado, el José Luis, el Alguacil, abonaba los barbechos y poco más abajo, en la otra ribera del arroyo, el Antoliano ataba pacientemente las escarolas y las lechugas para que blanqueasen. Desde el pueblo llegaba el campanilleo del rebaño y las voces malhumoradas y soñolientas de los extremeños en el patio del Poderoso.