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«¡Ah!».

Desde entonces empezó a rehuir a las gentes y a salir a los cuetos con el ganado hasta que don Antero, el Poderoso, le contrató de vaquero. Por contra, el Rabino gustaba de charlar con las vacas y, según decían, poseía el don de interpretar sus mugidos. Fuera como fuese, él había demostrado ante los más escépticos lugareños que la vaca a quien se le habla tiernamente mientras se la ordeña daba media herrada más de leche que la que era ordeñada en silencio. En otra ocasión descubrió que la vaca que reposaba sobre una colchoneta rendía también más que si reposaba sobre la paja desnuda y ahora andaba en pintar de verde los muros del establo porque presumía que de este modo aumentaría también el rendimiento.

El Nini divisó al Rabino Chico vuelto de espaldas y voceó:

– Buenos días, Rabino Chico.

El Rabino Chico se movía pesadamente como un hombre grueso y maduro y nunca miraba de frente. Una vez el Nini le preguntó por qué hablaba con las vacas y no con los hombres y el Rabino Chico respondió: «Los hombres sólo dicen mentiras». Ahora, el Rabino Chico se volvió al niño y le dijo:

– Nini, ¿es cierto que el Justito os quiere largar de la cueva?

– Eso dicen.

– ¿Quién lo dice?

El niño se encogió de hombros. Dijo:

– ¿Terminaste de pintar el establo?

– Ayer tarde.

– ¿Y qué?

– Da tiempo al tiempo

El Nini dobló el recodo de la iglesia. Los relejes eran allí más profundos y el agua estancada, pese al frío, expandía una fetidez nauseabunda. En las tapias de la señora Clo, frente a la iglesia, un cartelón de letras de brea decía en caracteres muy gruesos: «Vivan los quintos del 56». La señora Clo barría briosamente los dos peldaños de cemento que daban acceso al estanco. De pronto levantó la cabeza y vio al niño restregando la moneda contra las piedras del templo.

– ¿Dónde vas tan de mañana, Nini?

El niño dio media vuelta y se quedó con las piernas abiertas mirando para la mujer. El cieno había dejado sobre una de sus pantorrillas una sucia huella como un calcetín oscuro. La señora Clo se apoyó en el palo de la escoba, sonrió con toda su ancha cara y dijo:

– El tiempo está de cambio, Nini. ¿Cuándo matamos el chon?

El niño la miró reflexivamente. Dijo:

– Aún es temprano.

– Mira que tu abuela no lo pensaba tanto.

El Nini movió decididamente la cabeza:

– Deje, señora Clo, antes de San Dámaso no es bueno hacerlo. Ya avisaré.

Reanudó su camino y como viera a la perra merodeando la casa de José Luis, el alguacil, la silbó tenuemente. La Fa acudió a su llamada y se situó dócilmente tras él, mas en la esquina se lanzó sobre el bando de gorriones que picoteaban entre el estiércol. Los pájaros levantaron el vuelo y desde los bajos aleros piaban ahora desaforadamente y la perra les miraba levantando la cabeza y moviendo nerviosamente el rabo cercenado.

La sierra del Antoliano va se sentía y el Nini se asomó a la puerta, abierta incluso en los días más crudos del invierno, y desde allí lo vio, oblicuo sobre el banco, su mano poderosa afirmada en el mango de la sierra. El taller era un tabulo mezquino, lleno de virutas y aserrín, y con cuatro listones crudos colocados verticales en un rincón. En la pared, junto a la ventana, un reclamo de perdiz daba vueltas incesantemente sobre sí mismo picoteando los barrotes de la jaula. Hubo un tiempo en que el Antoliano se ganaba la vida fabricando celemines y medias fanegas, pero desde que el Servicio empezó a medir el cereal por kilos, el Antoliano andaba de parado, arrimando el hombro a lo que saliera. Visto de perfil, el rostro del Antoliano mostraba una exuberante irregularidad en la nariz, como si el apéndice hubiera tratado de formarse sobre la ternilla y, luego a medio hacer, hubiera desistido de jugarle esa mala pasada. En todo caso, la nariz del Antoliano parecía la de un boxeador y para él, que se ufanaba de fuerte y arriscado, era aquello una humillación. A menudo, sin que nadie se lo pidiera, se justificaba: «¿Sabes quién tuvo la culpa de que mi nariz sea como un buñuelo? Estas condenadas manos». Las manos del Antoliano, nevadas ahora de aserrín, eran enormes, como dos palas y, según él, paseando una noche cerrada con ellas en los bolsillos tropezó y se dio de bruces con el brocal del pozo del Justito antes de tener tiempo de sacarlas.

– Hola -le dijo el niño desde la puerta.

La perra penetró en el tabuco y se agachó en el rincón, junto a los listones recién cepillados.

– ¡Chita! -dijo el niño.

El Antoliano soltó una breve risa sin levantar los ojos del tablón que aserraba.

– Déjala -lijo-. Eso no hace daño.

El Nini se recostó en el umbral. Un dulce sol de otoño caía sobre la calleja y alcanzaba media puerta de la Sierra. Dijo el niño, entrecerrando perezosamente te los ojos al soclass="underline"

– ¿Qué haces?

– Mira. Un ataúd.

El Nini volvió la cara sorprendido:

– ¿Hay un difunto? -dijo.

El Antoliano denegó sin cesar en su trabajo.

– No es de aquí -dijo-. De Torrecillórigo es. El

Ildefonso.

– ¿El Ildefonso?

– Ya estaba viejo. Cincuenta y siete años.

El Antoliano dejó la sierra sobre el banco y se limpió el sudor de la frente con el antebrazo. El cabello enmarañado blanqueaba de aserrín y todo él emanaba un suave y reconfortante aroma a madera virgen.

Dijo:

– En la capital llevan cada día más caro por esto.

Y tú ves lo que son: cuatro tablas.

Su mirada se ensombreció al añadir:

– Claro que nadie necesita más.

Se sentó a la puerta, en el poyo de piedra, junto al niño, y lió pausadamente un cigarrillo:

– Adolfo me trajo ayer la simiente. La bodega ya está lista -dijo, pasando cuidadosamente la punta de la lengua por el filete engomado.

– Ahora has de preparar una cama caliente -dijo el niño.

– ¿Caliente?

– Primero una capa de estiércol; luego otra de tierra bien cernida.