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El Antoliano prendió el cigarrillo con un chisquero de mecha y agregó con los labios apretados: -¿Estiércol de vaca o de caballo?

– De caballo si la cama ha de ser caliente; después tendrás que regar:

– Bueno.

El Antoliano dio una larga chupada al cigarrillo, pensativo. Dijo, expeliendo el humo deleitosamente:

– Digo que si el champiñón ese se diera bien en la bodega, he de poner más en las cuevas de arriba.

– ¿En la de los abuelos?

– Y en la del Mudo y en la de la Gitana. En las tres. El chiquillo desaprobó con la mirada:

– No debes hacerlo dijo-. Esas cuevas se caen cualquier día.

El Antoliano hizo una mueca despectiva: -Hay que arriesgarse -dijo.

El gallo blanco se encaramó inopinadamente sobre las bardas del corral, rayano a la Sierra, ahuecó sus plumas al sol, estiró el pescuezo y emitió un ronco quiquiriquí. La Fa comenzó a brincar en el barro de la calle ladrándole furiosamente y entonces el gallo inclinó la cabeza y empezó a bufarla como un ganso. Dijo el Nini:

– Ese gallo se tira. Un día te da un disgusto.

El Antoliano se incorporó, arrojó la colilla al barro y la hundió de un pisotón. Dijo:

– Mira, alguien tiene que guardar la casa.

Ya iba a entrar en el taller cuando pareció recordar algo y volvió a salir.

– ¿Dices que la capa de tierra sobre la capa de porquería?

– Sí. Y bien cernida -respondió el niño.

El Antoliano ladeó un poco la cabeza y antes de entrar en el taller hizo un amistoso ademán con su mano gigantesca. El Nini silbó a la perra y se perdió calle abajo, camino del río.

3

La señora Clo, la del Estanco, atribuía al Nini la ciencia infusa, pero doña Resu, o como en el pueblo le decían, el Undécimo Mandamiento, afirmaba que la sabiduría del Nini no podía provenir más que del diablo, puesto que si el hijo de primos es tonto, mayor razón habría para que lo fuera el hijo de hermanos. La señora Clo aducía que el hijo de primos es lelo o espabilado, según, y a esto terciaba el Antoliano afirmando: «Pero, doña Resu, ¿qué es un tonto más que un listo que se pasa?» Y decía doña Resu escandalizada: «Ya estás tú con tus teorías». Y decía el Antoliano: «¿Es que acaso está mal dicho?». Y decía doña Resu: «No sé si está mal o bien, pero así te crece a ti el pelo».

Fuera como fuese, el saber lo que sabía se lo debía el Nini únicamente a su espíritu observador. Sin ir más lejos, si los niños y los mozos se arrimaban al tío Rufo, el Centenario, sólo por el capricho de verle temblar la mano y luego reír, el Nini lo hacía empujado por la curiosidad. El tío Rufo, el Centenario, sabía mucho de todas las cosas. Hablaba siempre por refranes y conocía al dedillo el santo de cada día. Y si bien no recordaba con exactitud los años que contaba, podía, en cambio, hablar lúcidamente de la peste de 1858, de la visita de S. M. la Reina Isabel y aun del arte de Cúchares y El Tato, aunque jamás hubiera presenciado una corrida de toros.

El Nini, sentado junto a él en el poyo de la puerta, no reparaba en sus movimientos nerviosos. A veces ni siquiera decía sí o no, pero al Centenario le estimulaban sus ojos expectantes, su inquisitiva atención y, en su caso, el aplomo maduro de sus preguntas y respuestas.

Generalmente, el viejo se arrancaba por el Santoral, el tiempo o el campo, o los tres en uno:

– En llegando San Andrés, invierno es -decía.

O si no:

– Por San Clemente alza la tierra y tapa la simiente.

O si no:

– Si llueve en Santa Bibiana, llueve cuarenta días y una semana.

Una vez roto el silencio, el Centenario tenía cuerda para rato. De este modo aprendió el Nini a relacionar el tiempo con el calendario, el campo con el Santoral y a predecir los días de sol, la llegada de las golondrinas y las heladas tardías. Así aprendió el niño a acechar a los erizos y a los lagartos, y a distinguir un rabilargo de un azulejo y una zurita de una torcaz.

Y otro tanto le aconteció al niño, en tiempos, con sus abuelos. El Nini, el chiquillo, en contra de lo que suele ser usual, tuvo tres abuelos por partida doble: dos abuelos y una abuela. Los tres vivieron juntos en la cueva vecina y, a veces, de muy niño, el Nini inquiría del tío Ratero cuál de ellos era el abuelo verdad. «Todos lo son» -decía el tío Ratero entreabriendo tímidamente su sonrisa entre estúpida y socarrona. El tío Ratero rara vez pronunciaba más de cuatro palabras seguidas. Y si lo hacía era mediante un esfuerzo que le dejaba extenuado, más que por el desgaste físico, por la concentración mental que aquello le exigía.

El Nini acompañaba al abuelo Abundio, el Podador, a Torrecillórigo, donde don Virgilio, el Amo, reunía cincuenta hectáreas de viñedo y una hermosa casa con emparrado y un almacén inhóspito, con el tejado de uralita agujereado, que era dónde pernoctaban ellos, los perros de los pastores y los extremeños que, por entonces, andaban levantando el monte. La primera noche, el abuelo Abundio no se acostaba; solía pasarla reparando el tejado con chapas y lajas, para evitar el frío y la humedad.

Al Nini le placía Torrecillórigo por cambiar de ambiente, aunque le asustaran los extremeños con las historias que referían junto a la lumbre, mientras guisaban la frugal cena y los perros de los pastores dormitaban, enroscados, a sus pies. También le asustaban jurando por las mañanas, cuando el abuelo, antes de amanecer, hacía chirriar la bomba del pozo y chapoteaba para lavarse. Los extremeños le amenazaban con partirle el alma, pero llegado el caso nunca se decidían, tal vez porque fuera hacía frío.

Ya en el campo, el Nini veía negrear los sarmientos entre los terrones y cada vez le producían la impresión de algo vivo y doliente. El abuelo Abundio cortaba, empero, sin compasión y según saltaban las ramas inútiles y por encima de su hombro le aleccionaba:

– Podar no es cortar sarmientos, ¿oyes?

– Sí, abuelo.

– Cada cepa tiene su poda, ¿oyes?

– Sí, abuelo.

– Un majuelo de verdejo de treinta años llevar dos varas de empalmes, dos nuevas, dos o tres calzadas y dos o tres pulgares, ¿oyes?

– Sí, abuelo.

– Con el jerez o el tinto no lo harías así. Con el jerez o el tinto dejarías dos varas pulgares, dos yemas y un sacavinos, ¿oyes?

– Sí, abuelo.

Al concluir cada cepa el viejo enterraba cuidadosamente las ramas cortadas al pie del sarmiento para que le sirviera de abono. El niño se complacía en la obra de su abuelo e imaginaba que su obsesión por la higiene le venía del oficio; de tanto aligerar las parras de todo lo sucio, inútil o superfluo.

A pesar de ser hermanos, el abuelo Román era la antítesis del abuelo Abundio. Jamás se arrimaba al agua sino en enero, y esto porque, según decía el tío Rufo, el Centenario, «la liebre, en enero, cerca del agua». Se dejaba crecer las barbas y cada año, allá para mayo, se las rapaba, generalmente el 21, la víspera de Santa Rita. La última vez que se las cortó, a instancias de su hermano, fue en invierno y el hombre no pudo ni contarlo. El abuelo Román le decía al abuelo Abundio cada vez que le sorprendía lavándose en la herrada: «Aparta, Abundio, hueles a ranas». Si pensaba, o hacía que pensaba, el abuelo Román introducía un dedo bajo la churretosa boinilla y se rascaba áspera, insistentemente, el cráneo. Así, una vez, cuando el Nini cumplió cuatro años, el abuelo Román le dijo: