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Dijo el Pastor enojado:

– Te digo que no salió, Ratero. ¿No basta con mi palabra?

– Malvino le vio -insistió entre dientes el Ratero.

El Rabino Grande palpó golosamente los lomos de las ratas antes de guardarlas. Dijo al marchar:

– Que pinte bien.

Al caer el sol, el hombre y el niño regresaron al pueblo. La calina se adensaba sobre las casas, y los sembrados y los barbechos endurecidos crujían bajo los pies. La perra, aspeada, caminaba tras ellos cansinamente. Las palomas del Justito ya se habían recogido, y apenas cuatro rapaces animaban con sus juegos las yertas calles del pueblo.

En la taberna, por contra, había cierta animación. Una desnuda bombilla derramaba su luz amarillenta sobre las mesas. Frutos, el Jurado, jugaba en la del fondo su interminable partida de dominó con Virgilín Morante, el marido de la señora Clo, que canturreaba maquinalmente y subrayaba los finales de estrofa golpeando el tablero con las fichas.

Dijo el Pruden apenas les vio:

– Malvino, pon un vaso para el Ratero.

Era un hecho anómalo, pues el Pruden tenía fama de mezquino. Pero el Pruden esta noche parecía soliviantado. Tomó al Nini nerviosamente por el pescuezo y le explicó confusamente algo sobre un plan de regadío de que hablaba el diario y que alcanzaría hasta el pueblo. Dijo impulsivamente al niño, según se sentaba en el banco del fondo:

– Date cuenta, Nini, si llueve como si no. Cuando el Pruden quiera agua no tiene más que levantar la compuerta y ya está. ¿Te das cuenta? Dejaremos de vivir aperreados mirando al cielo todo el día de Dios.

Se hizo una larga pausa. Tan sólo se sentían los golpes de la fichas de dominó y, enlazándolos, el reiterado estribillo de Virgilín Morante. Al cabo, dijo el Centenario con su voz chillona desde la esquina opuesta:

– Si los planes hicieran cundir los trigos, a estas horas no quedaría sitio en las paneras.

Se abrió otra pausa. El Pruden miraba fijamente al Nini, pero el Nini no despegó los labios. Dijo con soma un hombre con los hombros encogidos, en la mesa inmediata:

– Pon dos vasos. Antes de que llegue el agua vamos a terminar con el vino.

Fuera era va oscuro y una luna glauca y enfermiza asomó tras el Cerro Colorado y fue elevándose lánguidamente sobre un cielo alto, extrañamente mineralizado.

5

Por San Dámaso, la señora Clo, la del Estanco, mandó razón al Nini y le condujo hasta la pocilga: -Tienta, hijo; ya está metido en arrobas, creo yo. El niño midió el marrano:

– Tiene una cuarta de lomo -dijo.

Pero llovía y nada se podía hacer. Para San Nicasio escampó, mas el Nini oteó el cielo y dijo:

– Deje, señora Clo, todavía hay blandura. Hemos de aguardar a que el cielo arrase.

Desde que tuvo uso de razón, el Nini siempre oyó decir que la señora Clo, la del Estanco, era la tercera rica del pueblo. Delante estaban don Antero, el Poderoso, y doña Resu, el Undécimo Mandamiento. Don Antero, el Poderoso, poseía las tres cuartas partes del término; doña Resu y la señora Clo sumaban, entre las dos, las tres cuartas partes de la cuarta parte restante y la última cuarta parte se la distribuían, mitad por mitad, el Pruden y los treinta vecinos del lugar. Esto no impedía a don Antero, el Poderoso, manifestar frívolamente en su tertulia de la ciudad que «por lo que hacía a su pueblo, la tierra andaba muy repartida». Y tal vez por que lo creía así, don Antero, el Poderoso, no se andaba con remilgos a la hora de defender lo suyo y el año anterior le puso pleito al Justito, el Alcalde, por no trancar el palomar en la época de sementera. Bien mirado, no pasaba año sin que don Antero, el Poderoso, armara en el pueblo dos o tres trifulcas, y no por mala fe, al decir del señor Rosalino, el Encargado, sino porque los inviernos en la ciudad eran largos y aburridos y en algo había de entretenerse el amo. De todos modos, por Nuestra Señora de las Viñas, la fiesta del pueblo, don Antero alquilaba una vaca de desecho para que los mozos la corriesen y apalearan a su capricho, y de este modo se desfogasen de los odios y rencores acumulados en sus pechos en los doce meses precedentes.

Tres años atrás, con motivo de esta circunstancia, el Nini estuvo a punto de complicar las cosas. Y a buen seguro, algo gordo hubiera ocurrido sin la intervención de don Antero, el Poderoso, que aspiraba a hacer del niño un peón ejemplar. El caso es que el Nini, compadecido de los desgarrados mugidos de la vaca en la alta noche, se llegó a las traseras de don Antero, el Poderoso, y le dio suelta. En definitiva de bien poco sirvió su gesto, ya que cuando el animal tomó al redil, tras una accidentada captura en el descampado, llevaba un cuerno tronzado, el testuz sangrante y el lomo literalmente cubierto de mataduras. Pero aún pudo embrollarse más el asunto, cuando Matías Celemín, el Furtivo, apuntó aviesamente: «Esto es cosa del bergante del Nini». Menos mal que don Antero conocía ya sus habilidades y su ciencia infusa y le dijo al señor Rosalino, el Encargado: «¿No es el Nini el hijo del Ratero, el de la cueva, ese que sabe de todo y a todo hace?». «Ése, amo» -dijo el señor Rosalino. «Pues déjale trastear y él día qué cumpla los catorce le arrimas por casa.»

Durante él invierno, helaba dé firme y don Antero, el Poderoso, asomaba poco por el pueblo. Tampoco la señora Clo ni él Undécimo Mandamiento asomaban por sus tierras en invierno ni en verano, ya qué las tenían dadas en arriendo. Pero mientras doña Resu cobraba sus rentas puntualmente en billetes dé banco, lloviera o no lloviera, helara o apedreara, la señora Clo, la del Estanco, cobraba en trigo, en avena o en cebada si las cosas rodaban bien y en buenas palabras si las cosas rodaban mal o no rodaban. Y en tanto él Undécimo Mandamiento no se apeaba del «Doña», la estanquera era la señora Clo a secas: y mientras él Undécimo Mandamiento era enjuta, regañona y acre, la señora Clo, la del Estanco, era gruesa, campechana y efusiva: y mientras doña Resu, el Undécimo Mandamiento, evitaba los contactos populares y su única actividad conocida era la corresponsalía de todas las obras pías y la maledicencia, la señora Clo, la del Estanco, era buena conversadora, atendía personalmente la tienda y él almacén y sé desvivía antaño por la pareja dé camachuelos, y hogaño por su marido, el Virgilio, un muchacho rubio, fino é instruido, qué sé trajo dé la ciudad y del qué él Malvino, el Tabernero, decía que había colgado el sombrero.

El Nini, el chiquillo, tuvo una intervención directa en el asunto dé los camachuelos. Los pájaros sé los envió a la señora Clo, todavía pollos, su cuñada, la de Mieres, casada con un empleado dé Telégrafos. Ella los encerró en una hermosa jaula dorada, con los comederos pintados dé azul, y les alimentaba con cañamones y mijo, y por la noche introducía en la jaula un ladrillo caliente forrado dé algodones para que los animalitos no echasen en falta él calor materno. Ya adultos, la señora Clo sujetaba entre los barrotes dé la jaula una hoja de lechuga y una piedrecita de toba, aquélla para aligerarles él vientre y ésta para qué se afilasen él pico. La señora Clo, en su soledad, charlaba amistosamente con los pájaros y, si se terciaba, los reprendía amorosamente. Los camachuelos llegaron a considerarla una verdadera madre y cada vez que se aproximaba a la jaula él macho ahuecaba él plumón asalmonado dé la pechuga como si sé dispusiera a abrazarla. Y ella decía melifluamente: «¿A ver quién es él primero que me da un besito?». Y los pájaros sé alborotaban, peleándose por ser los primeros en rozar su corto pico con los gruesos labios de la dueña. Aún advertía la señora Clo si regañaban entre sí: «Mimos, no, ¿oís? Mimos, no».