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Se dirigió hacia la casa donde acababan de entrarlos hombres y desde la puerta voceó, ladeando un poco la cabeza:

– Pasa a comer un cacho con los hombres, Nini.

En la cocina los invitados hablaban y reían sin fundamento, excepto el tío Ratero que miraba a unos y otros estúpidamente, sin comprenderlos. Las narices y las orejas eran de un rojo bermellón, pero ello no impedía que los hombres se pasaran la bota y la bandeja sin descanso. De súbito, el Pruden, sin venir a qué, o tal vez porque por San Dámaso había llovido y ahora lucía el sol, soltó una risotada y después se dirigió al Nini en un empeño obstinado por comunicarle su euforia:

– ¿Es que no sabes reír, Nini? -dijo. -Sí sé.

– Entonces, ¿por qué no ríes? Échate una carcajada, leche.

El niño le miraba fija, serenamente: -¿A santo de qué? -dijo.

El Pruden tomó a reír, esta vez forzadamente. Luego miró a uno y otro, como esperando apoyo, mas como todos rehuyeran su mirada, bajó los ojos y añadió oscuramente:

– ¡Qué sé yo a santo de qué! Nadie necesita un motivo para reír, creo yo.

6

Pero el Nini reía a menudo aunque nunca lo hiciera a tontas y a locas como los hombres en las matanzas, o como cuando se emborrachaban en la taberna del Malvino, o como cuando veían caer el agua del cielo después de esperarla ansiosamente durante meses enteros. Tampoco reía como Matías Celemín, el Furtivo, cada vez que se dirigía a él, frunciendo en mil pliegues su piel curtida como la de un elefante y mostrando amenazadoramente sus dientes carniceros.

El Nini no experimentaba por el Furtivo la menor simpatía. El niño aborrecía la muerte, en particular la muerte airada y alevosa, y el Furtivo se jactaba de ser un campeón en este aspecto. En puridad, a Matías Celemín le empujaron las circunstancias. Y si tuvo alguna vez instintos carniceros, los ocultó celosamente hasta después de la guerra. Pero la guerra truncó muchas vocaciones y acorchó muchas sensibilidades y determinó muchos destinos, entre otros el de Matías Celemín, el Furtivo.

Antes de la guerra, Matías Celemín salía a las licitaciones de los pueblos próximos y remataba tranquilamente por un pinar albar cuatro o cinco mil reales. El Furtivo prejuzgaba que no se cogería los dedos porque él sabía barajar en su cabeza hasta cinco mil reales y sumar y restar de ellos la cuenta de los apaleadores y, en definitiva, si sacaría o no de su inversión algún provecho. Pero llegó la guerra y la gente empezó a contar por pesetas y en las licitaciones se pujaba por veinte y hasta por treinta mil y a esas cifras él no alcanzaba porque además había de multiplicarlas por cuatro para reducirlas a reales, que era la unidad que manejaba; en las subastas se le llenaba la cabeza como de humo y no osaba salir. Empezó a amilanarse y a encogerse. No bastaba que le dijeran: «Matías, la vida está diez veces». El Furtivo, pasando de los cinco mil reales, era un ser inútil, y fue entonces cuando se dijo: «Matías, por una perdiz te dan cien reales limpios de polvo y paja y cuatrocientos por un raposo, y no digamos nada por un tejo». Y, de repente, se sintió capaz de pensar tan derecha o tan torcidamente como los raposos y los tejos, y aun de jugársela. Y se sintió capaz, asimismo, de calcular el precio de un cartucho fabricando la pólvora en casa con clorato y azúcar y cargándole con cabezas de clavos. Y a partir de aquel día se le empezó a adiar la mirada y a curtírsele la piel, y en el pueblo, cuando alguien le mentaba, decían: «Huy, ése». Y doña Resu, el Undécimo Mandamiento, era aún más contundente y decía que era un vago y un maleante, un perdido como los de las cuevas y como los extremeños.

Matías Celemín, el Furtivo, solía velar de noche y dormir de día. La aurora le sorprendía generalmente en el páramo, en la línea del monte, y para esa hora ya tenía colocados media docena de lazos para las liebres que regresaban del campo, un cepo para el raposo y un puñado de lanchas y alares en los pasos de la perdiz. A veces aprovechaba el carro de la Simeona o el Fordson del Poderoso, para arrimarse a un bando de avutardas y cobrar un par de piezas de postín. El Furtivo no respetaba leyes ni reglamentos y en primavera y verano salía al campo con la escopeta al hombro como si tal cosa y si acaso tropezaba con Frutos, el Jurado, le decía: «Voy a alimañas, Frutos, ya lo sabes». Y Frutos, el Jurado, se limitaba a decir: «Ya, ya», y le guiñaba un ojo. Para Frutos, el Jurado, la intemperie era insana porque el sol se come la salud de los hombres lo mismo que los colores de los vestidos de las muchachas y, por esta razón, se pasaba las horas muertas donde el Malvino jugando al dominó.

Con frecuencia, la astucia del Furtivo era insuficiente y, entonces, recurría al Nini:

– Nini, bergante, dime dónde anda el tejo. Un duro te doy si aciertas.

O bien:

– Nini, bergante, llevo una semana tras el raposo y no le pongo la vista encima. ¿Le viste tú?

El niño se encogía de hombros sin rechistar. El Furtivo, entonces, le zarandeaba brutalmente y le decía:

– ¡Demonio de crío! ¿Es qué nadie te ha enseñado a reír?

Pero el Nini sí sabía reír, aunque solía hacerlo a solas y tenuemente y, por descontado, a impulso de algún razonable motivo. Llegada la época del apareamiento, el niño subía frecuentemente al monte de noche, y, al amanecer, cuando los trigos verdes recién escardados se peinaban con la primera brisa, imitaba el áspero chillido de las liebres y los animales del campo acudían a su llamada, mientras el Furtivo, del otro lado de la vaguada, renegaba de su espera inútil. El Nini reía arteramente y volvía a reír para sus adentros cuando, de regreso, se hacía el encontradizo con el Furtivo y Matías le decía malhumorado:

– ¿De dónde vienes, bergante?

– De coger nícalos. ¿Hiciste algo?

– Nada. Una condenada liebre no hacía más que llamar desde la vaguada y se llevó el campo. Repentinamente el Furtivo se volvía a él, receloso: -No sabrás tú por casualidad hacer la chilla, ¿verdad, Nini?

– No. ¿Por qué?

– Por nada.

En otras ocasiones, si el Furtivo salía con la Mita, la galga, el Nini se ocultaba, camino del perdedero, y cuando la perra llegaba jadeante, tras de la liebre, él, desde su escondrijo, la amedrentaba con una vara y la Mita, que era cobarde, como todos los galgos, abandonaba su presa y reculaba. El Nini, el chiquillo, también reía silenciosamente entonces.

En todo caso, el Nini sabía reír sin necesidad de jugársela al Furtivo. Durante las lunas de primavera, el niño gustaba de salir al campo y agazapado en las junqueras de la ribera veía al raposo descender al prado a purgarse aprovechando el plenilunio que inundaba la cuenca de una irreal, fosforescente claridad lechosa. El zorro se comportaba espontáneamente, sin recelar su presencia. Pastaba cansinamente la rala hierba de la ribera y, de vez en cuando, erguía la hermosa cabeza y escuchaba atentamente durante un rato. Con frecuencia, el destello de la luna hacía relampaguear con un brillo verde claro sus rasgados ojos y, en esos casos, el animal parecía una sobrenatural aparición. Una vez el Nini abandonó gritando su escondrijo cuando el zorro, aculado en el prado, se rascaba confiadamente y el animal, al verse sorprendido, dio un brinco gigantesco y huyó, espolvoreando con el rabo su orina pestilente. El niño reía a carcajadas mientras le perseguía a través de las junqueras y los sembrados.

Otras noches el Nini, oculto tras una mata de encina, en algún claro del monte, observaba a los conejos, rebozados de luna, corretear entre la maleza levantando sus rabitos blancos. De vez en cuando asomaba el turón o la comadreja y entonces se producía una frenética desbandada. En la época de celo, los machos de las liebres se peleaban sañudamente ante sus ojos, mientras la hembra aguardaba al vencedor, tranquilamente aculada en un extremo del claro. Y una vez concluida la pelea, cuando el macho triunfante se encaminaba hacia ella, el Nini remedaba la chilla y el animal se revolvía, las manos levantadas, en espera de un nuevo adversario. Había noches, a comienzos de primavera, en que se reunían en el claro hasta media docena de machos, y entonces la pelea adquiría caracteres épicos. Una vez presenció el niño cómo un macho arrancaba de cuajo la oreja a otro de un mordisco feroz y el agudo llanto del animal herido ponía en el monte silencioso, bajo la luz plateada de la luna, una nota patética.