Barnaby lo estudió. Llevaba el pelo castaño, cortado a la moda, un tanto despeinado, y tenía un ligero rubor en las pálidas mejillas; Huntingdon había explicado un rato antes que le había dado la noche libre y Fergus había confirmado que Cameron había salido alrededor de las nueve y regresado hacía poco.
Iba tan bien vestido como de costumbre, tan impecable como siempre; tras un brevísimo titubeo, excusable dada la inesperada reunión, cerró la puerta y se adentró en el estudio, pasándoles revista con su habitual arrogancia, mostrando una mayor deferencia por el padre de Barnaby y Huntingdon.
Barnaby reparó en ello, así como en la actitud ecuánime que usó con él. Aquel hombre era muy consciente de las diferencias de clase; trataba a quienes consideraba inferiores con desdeñosa insolencia, y a quienes estaban por encima, como Huntingdon y el conde, con aduladora deferencia, y a quienes consideraba sus iguales, como Barnaby, con indiferente respeto. Según le había enseñado la experiencia a Barnaby, sólo quienes no estaban seguros de cuál era su lugar en el mundo invertían tanto esfuerzo en afianzarlo.
Cameron se detuvo a un paso del escritorio. Como cualquier buen secretario, su expresión no revelaba nada, ni siquiera curiosidad.
– ¿Qué se le ofrece, milord?
– Cameron. -Juntando las manos encima del cartapacio, Huntingdon le miró con franqueza. – Estos caballeros han venido a contarme una historia alarmante. Según parece, creen que usted ha estado implicado…
Huntingdon resumió el caso con maestría, omitiendo los detalles redundantes, centrándose en el resultado y las conclusiones.
Observando a Cameron atentamente, a Barnaby le pareció que palidecía ante la mención de las listas, aunque bien pudo deberse a que estuviera perdiendo el rubor lentamente. A pesar de todo, Barnaby y, a su juicio, también su padre y Huntingdon, vieron confirmada la culpabilidad de Cameron en cuestión de minutos.
No reaccionó; pese a que la declaración inicial de Huntingdon había dejado claro que se le consideraba sospechoso de ser la mano oculta tras los delitos que Huntingdon describió, Cameron mantuvo su distante compostura. Un hombre inocente, por más dueño de sí mismo que fuera, habría manifestado como mínimo algún indicio de sorpresa, perplejidad o turbación al ser informado de tales asuntos.
En cambio, Cameron se limitó a aguardar pacientemente hasta que Huntingdon llegó al final de su recitado, que concluyó diciendo:
– Bien, estimado Cameron, ¿tendría la bondad de aclararnos la exactitud de esta historia?
Y entonces Cameron sonrió; una sonrisa desenvuelta y caballerosa que invitaba a su señoría y también al conde a participar de la broma.
– Milord, toda esta historia no es más que pura invención, al menos en lo que atañe a mi supuesta implicación. -Con un ademán descartó la idea, junto con las listas que había sobre el cartapacio. -No acierto a entender por qué han recaído sobre mí las sospechas, pero le aseguro que no he tenido nada que ver con esta… serie de robos. -Su gesto dio a entender que era inconcebible que alguien lo hubiese considerado capaz de realizar un acto como una «serie de robos», como limpiar una chimenea.
Dicho esto, se quedó a la expectativa, haciendo patente con su expresión, su porte y su actitud la absoluta confianza en que Huntingdon aceptaría su palabra y descartaría las acusaciones vertidas contra su persona.
Barnaby lo entendió todo de repente. Cameron, mientras conducía el carruaje, les había visto con Smythe pero no se había imaginado que lo identificarían. Se había olvidado de las listas, o no se le había ocurrido que alguien pudiera verlas y reconocer su caligrafía. Había acudido al estudio preparado para hacer frente a las acusaciones que pudieran surgir, vagas y sin el respaldo de pruebas concluyentes, poniendo absoluta confianza en su posición social como salvaguarda de su integridad.
Las cosas no eran como había supuesto pero, ahora que estaba allí, su única baza era interpretar el papel que tenía previsto. No tenía otra defensa.
Bajando la vista, Barnaby murmuró:
– Está actuando para ampararse en las reglas de los caballeros.
Lo dijo en voz baja, pero su padre y Huntingdon lo entendieron.
Huntingdon estudió a Cameron, luego separó las manos y se reclinó en su butaca.
– Vamos, Cameron. Tendrá que hacerlo mejor.
Un destello de ira brilló en los ojos de Cameron. Estaba acostumbrado a descifrar el doble juego de su patrón; ahora veía que, contrariamente a lo que esperaba, Huntingdon no iba a ayudarle a librarse de aquella historia «descabellada», y mucho menos a cerrar filas con él, como un caballero tomando partido por otro caballero.
– Milord. -Cameron abrió las manos. -No sé qué decir. Desconozco por completo estos sucesos.
Desde suposición detrás del escritorio, Barnaby, por el rabillo del ojo, vio movimiento detrás del biombo cuando Penelope y Griselda retuvieron a los niños sin hacer el menor ruido; Mostyn había salido discretamente del estudio poco antes.
Cameron tomó aire.
– De hecho, debo decir que estoy un poco sorprendido al verme como objeto de tales acusaciones. -Sus ojos se desviaron hacia Stokes. -Sólo cabe conjeturar que los oficiales a cargo de la investigación son incapaces de hallar al culpable. Quizá se figuran que señalando a uno de sus superiores causarán tanta indignación que se pasará por alto su fracaso en proteger a la buena sociedad.
Stokes apretó la mandíbula y un leve rubor le tiñó las mejillas, pero no respondió a la pulla sino que siguió observando a Cameron con una mirada impertérrita que conseguía transmitir su desprecio.
Cameron entornó los ojos pero no pudo decir más en ese frente; apartando la vista de Stokes, miró a su patrón y se dio cuenta de que aún no había conseguido desvirtuar la acusación.
No obstante, Huntingdon parecía estar considerando su sugerencia.
– ¿En serio? -inquirió con tono alentador, invitando a Cameron a explicarse.
Cameron miró un momento a Barnaby y luego buscó los ojos de Huntingdon.
– También soy consciente de que, para algunos, resolver crímenes como éste y echar la culpa a miembros de la clase alta se ha convertido en una especie de diversión. Una diversión que trae aparejada cierta notoriedad, incluso fama. Tales consideraciones pueden nublar el juicio cuando se consiente que lleguen a ser una obsesión. -Osó esbozar una sonrisa. -Una suerte de adicción, si usted quiere.
– Vaya -respondió Huntingdon con frialdad.
Barnaby bajó la cabeza para disimular su sonrisa; Cameron acababa de cruzar una línea roja invisible: un caballero no vertía esa clase de acusaciones contra otro caballero en público, sólo en privado.
– En resumidas cuentas, milord -dijo Cameron endureciendo la voz, -sospecho que estas acusaciones, sospechas o llámelas como quiera, me inculpan por pura conveniencia. Dudo mucho que hubiera algún motivo personal a la hora de elegirme como chivo expiatorio. Sucede simplemente que reúno las condiciones de un sospechoso que, por virtud de mi condición y del puesto que ocupo como secretario suyo, desviará la atención de la deplorable falta de pruebas en este asunto.
Levantando la vista, Barnaby vio la dura mirada de Cameron fija en Huntingdon. Tuvo que reconocer el mérito de Cameron; de haberse tratado de cualquiera con menos carácter que Huntingdon, esa última pulla, recordatorio de que si acusaban a Cameron, el prestigio de Huntingdon se resentiría, le habría valido para salir bien parado, al menos en aquella habitación y en aquel momento.
Lo que creyó ver en el semblante de Huntingdon animó más a Cameron.
– ¿Se le ofrece algo más, milord?
Pero había subestimado a su patrón. Juntando otra vez las manos encima del cartapacio, Huntingdon lo miró con severidad.
– Por supuesto que sí. Curiosamente, no ha explicado por qué unas listas de casas y objetos robados en ellas, redactadas con su inconfundible caligrafía obraban en poder del ladrón que reconoce haberlos robado. Por más que usted sostenga no saber nada sobre esas listas, yo mismo puedo confirmar que usted ha visitado con frecuencia todas esas casas y que está familiarizado con sus bibliotecas y estudios, como mínimo lo bastante para tener cierto conocimiento de los artículos robados. Muy pocos caballeros tienen tal grado de conocimiento de esas casas. Asimismo, usted se cuenta entre los pocos con conocimiento y acceso suficientes para haber falsificado la orden policial emitida contra el orfanato. Si bien las listas redactadas con su peculiar caligrafía, su familiaridad con las casas en cuestión y su capacidad para falsificar órdenes judiciales podrían descartarse por separado como circunstanciales, tomadas en conjunto mueven a reflexión. No obstante, puesto que sostiene su absoluta inocencia, no pondrá ninguna objeción a que el ladrón -hizo una seña para que Smythe saliera de detrás del biombo- confirme si usted es o no es el hombre para quien ha trabajado.