Regresó, acercó el candelabro para tener más luz, le examinó la herida y masculló:
– Los hombres siempre a puñetazos. -Estaba muy agitada; no sabía muy bien por qué. -No tenías por qué pegarle; Griselda podría haberse encargado de él si le hubieses concedido un segundo más.
– Necesitaba pegarle. Penelope pasó por alto la dureza de su tono. -Me gusta mucho tu mano, ¿sabes? -La sumergió en el agua fría. -Las dos. Me gustan mucho otras partes tuyas, por supuesto, pero eso no viene al caso, Tus manos… -Cayó en la cuenta y se calló. Inspiró profundamente. Estoy parloteando. -Oyó el asombro de su propia voz, pero su lengua no se detuvo. -¿Ves a qué me has reducido? Yo nunca parloteo; pregunta a cualquiera. Penelope Ashford no ha parloteado en su vida, y heme aquí, parloteando como una boba, y todo porque no has tenido cuidado…
Barnaby la hizo callar con el sencillo recurso de darle un beso. Agachando la cabeza, le cubrió los labios y le paró la lengua con la suya.
Deslizó un brazo en torno a ella y la atrajo hacia sí.
Casi al instante, Penelope se relajó.
Al principio fue un beso con ternura, un prolongado, relajante y tranquilizador intercambio. Pero había mucho más entre ambos, reacciones más primitivas que pedían ser saciadas, necesidades más poderosas que despertaban e inesperadamente los atraparon, adueñándose del beso, infundiéndole pasiones que ninguno de ellos tenía intención de mostrar pero que necesitaban desesperadamente mitigar. Aplacar. Satisfacer.
Barnaby ladeó la cabeza y le saqueó la boca, causando estragos en sus sentidos… y ella le correspondió con ardor. Se sacudió el agua de las manos y las hundió en sus cabellos, atravesando los mechones rizados para agarrarle la cabeza, sujetarlo con firmeza y besarlo a su vez; reclamarlo como suyo con la misma avidez, la misma avaricia, la misma glotonería con que él la reclamaba.
Con el mismo desenfreno y la misma desmedida.
Cuando finalmente interrumpieron el beso, ambos respiraban deprisa; el anhelo y la necesidad, no sólo físicos, corrían por sus venas. El mismo palpito, la misma pulsión. Penelope lo miró a los ojos y vio todo lo que ella sentía bullendo en sí misma, el mismo tumulto de sentimientos.
La misma razón oculta.
El mismo motivo. La misma fuerza.
Tomó aire entrecortadamente, dispuesta a hablar; a todas luces, el momento de hacerlo había llegado. No obstante, la asaltó una duda. Barnaby era un soltero empedernido; toda la buena sociedad lo sabía. Si ahora ella hablaba y proponía, y él rehusaba, el tiempo de estar juntos tocaría a su fin. A pesar de sus deseos, en cuanto él supiera que estaba pensando en el matrimonio, si no lograba convencerlo para que aceptara, Barnaby la apartaría de su vida… y Penelope dudaba mucho que pudiera soportar algo así. Si hablaba y él no accedía, ella perdería todo lo que tenía ahora.
Y si no hablaba… perdería todo lo que podrían tener.
Incluso si él abrigaba los mismo sentimientos que ella, eso no significaba que viera el matrimonio como el camino apropiado para él.
Por primera vez en su vida, enfrentada a un claro desafío, su coraje se tambaleó. Jamás se había enfrentado a un momento tan crítico. Buscó alguna pista en los ojos de él, algún indicio de cómo iría a reaccionar. Y recordó… Torció el gesto.
– ¿Por qué necesitabas pegar a Cameron?
Él lo había dicho como si tuviera una importancia que trascendiera el mero hecho de detener al malvado.
Barnaby le sostuvo la mirada y sonrió irónicamente. Bajó la vista a sus labios.
– Has dicho que lo hice sin pensar. -Apretó la mandíbula. -Y tienes razón, no lo pensé. Fue algo… extraño. Yo nunca hago las cosas sin pensar; igual que tú nunca parloteas. Pero desde que Cameron te sujetó… dejé de pensar. No necesitaba hacerlo. Lo que necesitaba estaba perfectamente claro sin que tuviera que intervenir la mente.
Hizo una pausa e inspiró hondo.
– Tenía que pegarle porque te había agarrado. Si hubiese agarrado a Griselda, no habría sentido lo mismo; aunque a lo mejor Stokes sí. Pero Cameron te agarró a ti, y en algún momento de estas últimas semanas has pasado a ser mía. Mía para protegerte. Para tenerte y sostenerte. Para mantenerte a salvo.
La miró a los ojos y Penelope vio la sinceridad que brillaba en los suyos.
– Por eso le aticé, porque ni siquiera tuve que pensar para saber que debía hacerlo. Necesitaba hacerlo y punto. -Hizo una pausa y prosiguió: -He oído que las cosas pueden ser así con una mujer determinada. No creía que tal cosa fuera a sucederme, pero contigo ha ocurrido. Si no quieres ser mía… -Escrutó sus ojos y, endureciendo la voz, agregó: -Es demasiado tarde. Porque ya lo eres.
Penelope había estado buscando algo a lo que entregar su corazón, y allí lo tenía, brillando en los ojos de Barnaby.
– Me parece que deberíamos casarnos.
Él se sintió invadido por un júbilo inmenso; mirando los ojos oscuros de la joven, se regocijó para sus adentros.
Sin darle tiempo a reaccionar, Penelope frunció el ceño.
– Me consta que es una proposición sorprendente, pero si atiendes a mi razonamiento creo que verás que es consistente y presenta importantes ventajas para los dos.
Aquello era lo que él pretendía conseguir. Procuró que sus ojos no revelaran su sensación de triunfo; quería oír todo lo que ella tuviera que decirle.
– Adelante, soy todo oídos.
Penelope volvió a fruncir el ceño, insegura sobre cómo interpretar su tono, pero tomó aire y prosiguió:
– Sé tan bien como tú que hay una larga lista de razones lógicas, racionales, dictadas y aprobadas socialmente por las que deberíamos casarnos. -Lo miró de hito en hito. -Pero ni tú ni yo permitimos que tales consideraciones nos afecten; las menciono pura y simplemente para descartarlas, señalando tan sólo que un matrimonio entre nosotros gozaría de aceptación social.
Barnaby pensó que su madre se pondría loca de contenta. Asintió y aguardó. Ella posó su mirada en sus labios.
– Hace semanas comentaste que nos llevamos excepcionalmente bien. En privado, en público, en sociedad e incluso, siendo lo más notable, en lo que atañe a nuestras excéntricas vocaciones. Podemos conversar sobre cualquier tema que nos interese y además disfrutamos haciéndolo. Hablamos de cosas de las que no hablaríamos con nadie más. Compartimos ideas. Reaccionamos de manera semejante ante los problemas. Las mismas circunstancias nos empujan al mismo fin. -Levantó la vista para mirarlo a los ojos. -Como ya dije en su momento, somos complementarios. Todo lo que ha sucedido desde entonces no ha hecho más que subrayar lo correcta que fue esa aseveración.
El ladeó la cabeza y escrutó sus ojos.
– Tú y yo no somos iguales -prosiguió ella, -pero nosotros, nuestras vidas, en cierto modo encajan. -«Tú me completas», pensó, transmitiendo la idea con la misma eficacia que si la hubiese pronunciado en voz alta. -Juntos somos más fuertes que por separado. Creo que estas semanas así lo han demostrado. -Hizo una pausa. -De modo que pienso que deberíamos casarnos y dar continuidad a la pareja que hemos formado. Para nosotros, el matrimonio no será una limitación, sino que nos permitirá expandir nuestra asociación abriéndola a todos los aspectos de nuestras respectivas vidas.
A través de las manos que apoyaba en su espalda, Barnaby percibió el férreo propósito que la dominaba.
– Por eso pienso que deberíamos casarnos. Y eso es lo que desearía si estuviera en mis manos y tú también lo desearas.
Sincera, directa, lúcida y resuelta; Barnaby la miró a los ojos y vio todo eso y más. Lo único que tenía que hacer era sonreír de un modo encantador, fingir que estaba atónito con su propuesta, su proposición, simular que consideraba sus argumentos y luego aceptar con dignidad.
Y entonces ella sería suya y él tendría cuanto deseaba sin necesidad de admitir, de revelar ni reconocer más que ante sí mismo, lo que le impulsaba. La fuerza que había clavado sus garras en su alma y ahora le poseía.