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Tras las lentes, los ojos marrones de Penelope se entrecerraron.

– En un periquete.

– Piénsalo bien, Penelope, que yo esté aquí contigo hace que todos esos jovenzuelos mantengan las distancias, ahorrándote esfuerzos diplomáticos para librarte de ellos. Rigby acaba de llegar, y ya sabes lo agotadora que puede llegar a ser su devoción. Y el señor Adair no es una buena protección; es demasiado educado.

Barnaby captó el destello de la mirada que Hellicar le lanzó, consciente de que el joven se estaba formando un juicio sobre él y su posible relación con Penelope. Había una advertencia latente en esa mirada, pero Hellicar no estaba seguro de que él fuera un rival en lo que al afecto de Penelope atañía, y sin pruebas no pasaría de allí.

Podría haberle dado a Hellicar alguna pista, pero estaba disfrutando con aquel intercambio y lo que éste desvelaba. Aparte de todo lo demás, estaba convencido de que Penelope no se daba cuenta de que Hellicar, pese a su reputación, iba tras ella en serio.

Otra cuestión igualmente fascinante era que Hellicar, aun teniendo el atino de reconocer que ella no una era una mujer del montón y que, por consiguiente, sería inmune a las lisonjas habituales, en realidad no tenía ni idea de cómo conquistarla.

Y si la mitad de lo que se contaba sobre Hellicar era cierto, había sido todo un maestro en el arte de cautivar a las damas de buena familia.

Había fracasado estrepitosamente con Penelope.

Hellicar continuaba con su charla intrascendente, al parecer sin fijarse en que Penelope estaba cada vez más tensa. Ésta finalmente interrumpió su cháchara sin el menor escrúpulo.

– Lárgate, Tristram. -Su voz sonó serena, fría como el acero. Le dejó claro que había caído en desgracia. -O contaré a lord Rotherdale lo que vi en el salón de lady Mendicat.

Hellicar parpadeó y se puso pálido.

– ¿Qué viste? Tú no harías…

– Créeme, lo vi, y lo haría. Y disfrutaría cada instante del relato.

Apretando los labios y entornando los ojos, Hellicar estudió el semblante de Penelope y su firme expresión, y decidió que no se estaba marcando un farol. Aceptando la derrota, hizo una reverencia bastante menos fluida que la anterior.

– Muy bien, bella Penelope, me retiraré. Por ahora. -Echó un vistazo a Barnaby. -No obstante, si tu propósito es llevar una vida sin restricciones, charlar tan animadamente con Adair no es un modo Inteligente de convencer a esos cachorros anhelantes de que no estás interesada en que te lleven al altar. Allá donde uno va, los demás se aventuran. -Y volviéndose agregó: -Quedas advertido, Adair: es peligrosa.

Con un saludo, Hellicar se marchó.

Penelope frunció el ceño, cada vez más desesperada. ¡Sandeces!

Barnaby tuvo que esforzarse para disimular su sonrisa. Era peligrosa, sí, peligrosamente impredecible. No necesitaba la advertencia de Hellicar, pues para él la amenaza provenía de su propia fascinación; nunca antes había conocido a una dama de alcurnia que, intencionadamente y con pleno conocimiento de causa, se saltara a la torera las limitaciones sociales cada vez que le venía en gana y sabía que podía salirse con la suya.

Por primera vez en más tiempo del que recordaba, lo estaba pasando en grande en una recepción social. Le estaban entreteniendo de un modo novedoso e inesperado.

– Al menos se ha ido. -Penelope se volvió de nuevo hacia él. -Bien. -Frunció el ceño. -¿Dónde estábamos?

– Iba a preguntarle…

– Señorita Ashford.

Ella soltó un bufido de fastidio. El joven lord Morecombe. Lo despachó sumariamente, sacándolo sin piedad del error de que ella tuviera el más mínimo interés en oír comentar el último estreno, y menos aún sus logros en la carrera de cuadrigas a Brighton.

Después de Morecombe le tocó el turno a Julian Nutley.

Luego vino el vizconde Sethbridge.

Mientras le atendía, y luego a Rigby, que haciendo honor a la descripción de Hellicar resultó el más difícil de ahuyentar, Barnaby dispuso de tiempo sobrado para estudiarla.

No era difícil comprender que aquellos desventurados caballeros reuniesen valor para enfrentarse a su afilada lengua. Era una joven sumamente atractiva, aunque no de una manera usual. El tono oscuro de su vestido hacía que su piel de porcelana resplandeciera. Incluso las gafas, que sin duda restaban encanto a su apariencia, en realidad la realzaban: la montura de oro perfilaba el contorno de los ojos mientras las lentes los magnificaban un poco, haciendo que parecieran aún más grandes, resaltando sus largas y rizadas pestañas morenas, el intenso castaño de los iris y la clara inteligencia que brillaba en sus profundidades.

Con la vitalidad que infundía a sus rasgos, de hecho a todo su ser, el conjunto irradiaba una belleza que llamaba la atención, tanto más cuando se comparaba con la pálida, dócil y apastelada uniformidad de las demás damiselas del mercado nupcial.

Barnaby dudaba que ella entendiera que, lejos de ser un arma disuasoria, el carácter sardónico y la actitud arbitraria con que trataba a los pretendientes, en su caso surtían el efecto contrario. Su conducta la había convertido en un trofeo que conquistar, y los caballeros que la cortejaban eran conscientes del invaluable caché que supondría conseguir su mano.

Escuchándola tratar con, y en el caso de Rigby ahuyentar, todos aquellos que osaban entorpecer su conversación con Barnaby, saltaba a la vista que consideraba a los caballeros una especie considerablemente menos inteligente que ella.

Barnaby tuvo que admitir que en la mayoría de los casos tenía razón, pero no todos los caballeros eran unos zoquetes. El impulso de mencionárselo para marcar al menos un tanto a favor de su sexo, y quizá de paso empujarla a comprender en parte el atractivo que tenía para los hombres, lo tentó por un momento.

– ¡Por fin! -Tras una última mirada fulminante a la espalda de Rigby, Penelope se volvió una vez más hacia él.

Sin darle ocasión de hablar, Barnaby levantó una mano acallándola.

– Me temo que Hellicar estaba en lo cierto. Si nos quedamos aquí conversando, muchos lo verán como una invitación permanente a unirse a nosotros. ¿Puedo sugerir, por mor de nuestro objetivo común, que saquemos provecho del vals que los músicos parecen estar a punto de tocar?

Hizo media reverencia y le ofreció la mano.

Penelope la miró, y luego a él. Los primeros compases del vals flotaban sobre las conversaciones de alrededor.

– ¿Tiene ganas de bailar?

Barnaby enarcó una ceja.

Tendremos suficiente intimidad para hablar sin arriesgarnos a que nos interrumpan. -La miró a los ojos. -¿No sabe bailar el vals?

Penelope frunció el ceño.

– Claro que sé. Ni siquiera yo pude evitar que me lo enseñaran. Y armándose de valor apoyó su mano en la de él. Debía enterarle de lo que él tenía que comunicarle, y en vista del fastidio de sus pretendientes, la pista de baile era una buena opción. Barnaby la hizo girar hacia el salón.

– De lo que se deduce que lo intentó, tomando aire lentamente, ella levantó la vista, desconcertada…

Me refiero a evitar que le enseñaran a bailar el vals. Penelope pestañeó. Rogó al cielo de que Barnaby no se percatara de que su contacto la confundía hasta el punto de perder el hilo de la conversación. Miró al frente.

– Al principio no veía ningún sentido en aprender semejante habilidad, pero luego…

Encogió un poco los hombros y dejó que la condujera a la pista y la atrajera hacia sí.

Sus brazos la rodearon con delicadeza y corrección, pero aun así los sentidos de la joven vibraron. Les exigió, de mala manera, que hicieran el favor de comportarse. Pese a su irritante reacción ante él, bailar era, se dijo a sí misma, una idea excelente.

Se había desprendido de la renuencia a que le enseñaran a bailar tras descubrir que el vals podía ser tonificante y excitante. Últimamente rara vez se lo permitía porque la habían decepcionado demasiadas parejas de baile. Daba por hecho que Adair tampoco daría la talla, lo cual le vendría muy bien. Una vez descubriera que era un bailarín mediocre, sus embelesados sentidos perderían interés por él de inmediato. No existía mejor cura para su absurda obsesión con él.