– Gracias. Agradeceré cualquier cosa que podamos averiguar.
– ¿Podamos?
Stokes cambió de postura.
– Siendo yo quien le ha pedido que vuelva a visitar ese barrio, debo insistir en acompañarla. A modo de protección.
– ¿Protección? -Griselda le lanzó uno mirada divertida y un tanto condescendiente. -Inspector…
Se calló y repensó lo que casi había dicho, que en el East End no sería ella sino él quien necesitaría protección. Se mordió la lengua porque finalmente se había dignado mirarlo con atención, plantado en medio de su pequeña tienda ocupando demasiado espacio.
Griselda ya lo había tratado brevemente con anterioridad, pero eso había sido en un centro de vigilancia entre una multitud arremolinada de hombres fornidos que habían camuflado su apariencia. Hoy estaba solo, y ella no podía pasar por alto su enjuta dureza, como tampoco la manera en que se movía, sugiriendo que se desenvolvería muy bien en una reyerta.
Algunos caballeros de la buena sociedad tenían ese mismo perfil amenazador que brillaba a través de su apariencia, recordando, a los prudentes que bajo su capa de refinamiento latía un corazón nada civilizado.
Griselda carraspeó y dijo:
– En realidad no necesito escolta, inspector. Visito regularmente a mi padre.
– Tal vez, pero el incidente de Petticoat Lane aún podría tener repercusiones, y como en este caso su incursión en el barrio es a petición mía, espero comprenda que en conciencia no puedo permitir que vaya usted sola.
– Pero…
– Lo siento pero insisto, señorita Martin.
Ella frunció el ceño. Su tono quizá diera a entender que se trataba de una petición, pero la expresión de su semblante de rasgos morenos y el gris apagado de sus ojos decían inequívocamente que, por alguna razón enrevesadamente masculina, no iba a cambiar de postura. Conocía aquella mirada; la había visto en su padre y sus hermanos en infinidad de ocasiones.
Lo cual significaba que sería inútil discutir. Además, Imogen y Jane no tardarían en volver, y sería mejor que ya se hubiese ido cuando llegaran.
Suspiró para sus adentros otra vez. En realidad no la iba a perjudicar pasear por el East End con un hombre como aquel pisándole los talones. Más de una mujer daría cualquier cosa por tal privilegio, y allí le tenía ofreciéndose, y gratis. Asintió.
– Muy bien. Acepto su escolta.
Stokes sonrió.
De repente Griselda se sintió mareada. ¿Era así como una se sentía cuando le flaqueaban las piernas? Sólo porque le había sonreído? Le entraron dudas sobre lo acertado de haber permitido que se le acercara.
– Bien… -Stokes seguía sonriendo. -Supongo que sus chicas regresarán pronto.
Ella pestañeó. Luego le miró a los ojos; grises, cambiantes, tempestuosos.
– Ahora no puedo irme; acabo de abrir.
– Ah. -Él recobró su sobriedad y dejó de sonreír. -Tenía la esperanza…
– Esta tarde -se oyó decir Griselda. -Cerraré temprano; a las tres. Podemos ir a ver a mi padre entonces.
Stokes le sostuvo la mirada y al cabo asintió.
– Gracias. Regresaré a las tres en punto.
No volvió a sonreír y Griselda se lo agradeció en silencio. Pero sus labios se aflojaron cuando el inspector inclinó la cabeza educadamente.
– Hasta entonces, señorita Martin.
Dio media vuelta y fue hasta la puerta. Antes de salir volvió la vista atrás un instante.
En cuanto la puerta se cerró, los pies de Griselda se movieron motu propio, llevándola hasta la cristalera. Alargó la mano para silenciar la campanilla.
Se quedó observando cómo se alejaban los hombros de Stokes y de pronto se preguntó qué estaba pasando.
Y por qué. No era propio de ella reaccionar así ante un hombre apuesto, aunque las duras facciones del inspector tenían un atractivo difícil de ignorar.
Cuando lo hubo perdido de vista frunció el ceño, giró en redondo y se encaminó hacia el sombrero que estaba decorando con plumas. Si gracias a él iba a cerrar temprano, más le valía volver al trabajo.
A las diez en punto de aquella mañana Barnaby entró sin ser anunciado al despacho de Penelope en el orfanato y la sorprendió revisando un montón de carpetas.
Al verle, ella parpadeó.
Barnaby sonrió abiertamente.
– ¿Hay suerte?
Tras mirarlo un tenso instante, sus perturbadores labios se apretaron y devolvió su atención a los papeles. Con bastante tirantez, dijo:
– Tengo a un niño en mente pero no recuerdo su nombre. Vive con su madre en algún lugar del East End y la pobre se está muriendo.
Barnaby indicó las carpetas con el mentón.
– ¿Todas éstas son de niños que van a quedarse huérfanos?
– Sí.
Habría varias decenas, lo cual daba para pensar. Al cabo de un momento Penelope hizo una pausa, alargó la mano y empujó el montón a través del escritorio hacia él.
– Podría ir separando a las niñas, a los que tengan menos de seis años y a los que no vivan en el East End. Los detalles, por desgracia, están esparcidos por las páginas.
Obedientemente, Barnaby abrió la primera carpeta y la revisó. Trabajaban a buen ritmo, él descartaba las carpetas de las chicas, los niños más pequeños y los de fuera del East End, mientras ella estudiaba los datos de las carpetas restantes, buscando algún rasgo del chaval que recordaba.
Transcurrieron diez minutos en silencio; la frialdad de Penelope fue menguando. Finalmente, sin levantar la vista, dijo en tono casi acusador:
– Ha llegado una hora antes.
Revisando el contenido de una carpeta, Barnaby murmuró:
– No pensaría en serio que iba a permitir que sólo madrugara usted… -Por el rabillo del ojo, vio que ella tensaba los labios.
– Tenía la impresión de que los caballeros de su clase se quedaban en cama hasta mediodía.
– Y así es. -«Cuando tengo compañía femenina en dicha cama y…» -Cuando no persigo delincuentes.
Le pareció oírla resoplar pero sin añadir más.
El siguió eliminando carpetas; ella leyendo.
– Aquí lo tenemos. -Levantó la carpeta. -Jemmie Carter. Su madre vive en una casa de vecinos entre Arnold Circus y Bethnal Green Road. -Releyó una vez más la carpeta y la puso encima del montón.
Barnaby la observó rodear el escritorio y recoger el monedero, y se preguntó si serviría de algo tratar de disuadirla.
Levantando el mentón, pasó junto a él camino de la puerta.
– Podemos alquilar un coche enfrente.
Ni siquiera se volvió para ver si la seguía. Barnaby fue tras ella.
Un cuarto de hora después iban balanceándose en un viejo coche de punto que se adentraba en los bajos fondos. Barnaby miraba las deterioradas y decrépitas fachadas. Clerkenwell Road ya le había parecido un espanto; de haber tenido elección, jamás habría llevado a una dama a aquel barrio.
Recostado en el asiento, estudiaba a Penelope, que, asida con firmeza a una correa, no apartaba los ojos de las deprimentes calles.
No habría sabido decir qué, pero algo había cambiado. Había esperado encontrar cierta resistencia, pero al entrar en su despacho se había topado con una amorfa aunque infranqueable barrera que la protegía eficazmente de él. Al tomarle la mano para ayudarla a subir al carruaje, se había tensado como de costumbre, pero como si ahora el efecto sobre ella se hubiera aligerado hasta la trivialidad.
Como desechándolo, igual que a él, por intrascendente.
Pero una cosa era que su agudeza mental fuera más valorada que sus atributos personales; otra muy distinta que tales atributos fueran ignorados por completo.
Nunca se había considerado vanidoso, estaba bastante seguro de no serlo, y desde luego no era la clase de caballero que esperaba que las damas cayeran rendidas a sus pies, pero la negativa de Penelope a reconocerle como hombre, la negativa a admitir el efecto que surtía sobre ella, comenzaba a crisparle.
El carruaje enfiló Arnold Circus y se detuvo junto a una bocacalle.