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– Hasta aquí hemos llegado -anunció el cochero.

Barnaby cruzó una mirada con Penelope entornando los ojos, abrió la portezuela y se apeó. Echó un vistazo en derredor antes de hacerse a un lado y darle la mano para ayudarla a bajar. Levantó la vista hacia el cochero.

– Aguarde aquí.

El hombre lo miró de hito en hito y se tocó la visera de la gorra.

– Muy bien, señor.

Soltando la mano de Penelope para tomarla del codo, Barnaby se dirigió hacia el sur.

– ¿Qué calle? -«Qué miserable callejón» habría sido más apropiado.

Penelope señaló la segunda a su derecha.

– Aquella.

Él la condujo hacia allí, haciendo caso omiso de las furibundas miradas que ella le lanzaba apretando los labios. No iba a soltarla, un en semejante barrio; si lo hiciera tomaría la delantera, confiando en que él la siguiera unos pasos por detrás, pero entonces Barnaby no podría ver los peligros que acechaban hasta que fuese demasiado tarde.

Se sentía absolutamente medieval.

Penelope no podía quejarse; la culpa era toda suya.

Hacia un día sombrío en Bloomsbury, pero al entrar en el estrecho pasaje una deprimente oscuridad se abatió sobre ellos. El aire era opresivamente bochornoso; ni un rayo de sol se colaba entre los aleros para caldear la piedra húmeda y fría ni la madera putrefacta. Ninguna brisa removía el denso miasma de olores.

Antaño la calle era adoquinada pero apenas quedaban adoquines ya. Él sujetaba a Penelope mientras ella se iba abriendo camino.

Apretando los dientes por la sensación que le causaban sus dedos largos, fuertes y cálidos envolviéndole el codo, su modo de agarrarla, firme e inflexiblemente masculino, perturbándola de una manera que no había imaginado posible, Penelope murmuró una breve oración de alivio cuando reconoció la puerta de la señora Carter.

– Es aquí.

Se detuvo, levantó la mano libre y llamó con fuerza.

Mientras aguardaban respuesta, juró para sus adentros que hallaría la manera de superar el efecto que Barnaby Adair ejercía sobre ella. O lo lograba o sucumbía, y esto último estaba descartado.

La puerta se entreabrió con un quejumbroso chirrido. Al principio pensó que el pestillo se había descorrido solo, pero entonces fijó la vista y vio la enjuta y apenada carita de un niño que la miraba desde el lóbrego interior.

– Jemmie -sonrió Penelope, satisfecha de que la memoria no la hubiese traicionado.

Al ver que el chaval no le contestaba y tampoco abría más la puerta, sino que permanecía mirándolos con recelo, cayó en la cuenta de que con la falta de luz no podía reconocerla. Sonriendo otra vez, se explicó:

– Soy la señora del orfanato. -Señaló a Barnaby y agregó: -Y él es el señor Adair, un amigo. Nos gustaría hablar con tu madre.

Jemmie los miró sin pestañear.

– Mamá no está bien.

– Ya lo sé. -Bajó un poco la voz. -Sabemos que no se encuentra bien, pero es importante que hablemos con ella.

Los labios de Jemmie comenzaron a temblar; los apretó con fuerza para disimular. Endureció la expresión de su carita, domeñando el miedo y la preocupación.

– Si han venido a decirle que al final no me llevarán con ustedes, ya pueden marcharse. No necesita que le digan más cosas que la preocupen.

Penelope se agachó para poner su cara a la altura de la del niño. Le habló con más ternura.

– No es eso, sino todo lo contrario. Hemos venido a tranquilizarla, a decirle que vamos a hacernos cargo de ti y que no tiene que preocuparse.

Jemmie la miró fijamente a los ojos y al cabo pestañeó varias veces. Luego levantó la vista hacia Barnaby.

– ¿Es verdad?

– Sí-contestó Barnaby.

El niño lo aceptó. Tras examinarlo un momento más, les franqueó el paso.

– Está dentro.

Penelope se levantó, acabó de abrir la puerta y siguió a Jemmie. Barnaby entró el último, agachándose bajo el dintel. Incluso dentro, si se mantenía bien erguido sus rizos rubios casi rozaban el techo desconchado.

– Por aquí.

Jemmie los condujo a una habitación abarrotada pero mucho más limpia de lo que Barnaby había esperado. Alguien estaba haciendo un gran esfuerzo para mantener el lugar ordenado y pasablemente limpio. Más aún, había un marchito ramo de violetas en una jarra puesto en el alféizar de la ventana, una mancha de un intenso color incongruentemente alegre en la triste habitación.

Una mujer yacía sobre una cama precaria en un rincón. Penelope adelantó a Jemmie y fue a su lado.

– Señora Carter. -Sin titubeos, Penelope cogió la mano de la sorprendida mujer de encima de la áspera manta y la tomó entre las suyas pese a que la señora Carter no se la había ofrecido. Penelope sonrió con ternura. -Soy la señorita Ashford del orfanato.

El semblante de la mujer se iluminó.

– Pues claro. Ya me acuerdo. -Una tenue sonrisa revoloteó sobre un rostro demacrado por el constante dolor. La señora Carter había sido una mujer guapa de pelo rubio y mejillas sonrosadas, pero ahora estaba consumida, toda piel y huesos; su mano era flácida entre las de Penelope.

Sólo hemos venido a ver cómo estaban usted y Jemmie, para asegurarnos de que todo iba bien y confirmarle, para su tranquilidad, que en su debido momento nos aseguraremos que cuiden bien de Jemmie. No tiene de qué preocuparse.

– Caramba; muchas gracias, querida señorita. -La señora Carter se encontraba demasiado mal para que la diferencia social la cohibiera. Volvió la cabeza sobre la almohada, miró a su hijo y sonrió. -Es un buen chico. Me está cuidando muy bien.

Pese al estado de su cuerpo, el brillo de los ojos azules de la señora Carter indicaba que aún iba a tardar en marcharse de este mundo. Aún le quedaba tiempo que compartir con su hijo.

– Permítame contarle lo que Jemmie hará cuando se una a nosotros.

Penelope refirió por encima los trámites que seguiría el niño para arreglar su situación legal y luego pasó a detallar las actividades e instalaciones que el establecimiento proporcionaba a sus pupilos. Barnaby echó una ojeada a Jemmie, que estaba a su lado. El niño no escuchaba a Penelope; tenía los ojos clavados en su madre. Como resultaba evidente que las palabras de Penelope aliviaban a la enferma, la tensión del enjuto cuerpo de Jemmie cedió.

Mirando de nuevo a la cama, Barnaby notó una inusual opresión en el pecho. No se imaginaba a sí mismo viendo morir a su madre, peor todavía, presenciar cómo se iba consumiendo lentamente. Y lo que ya le resultaba inconcebible era la idea de pasar tan mal trago a solas.

A un inesperado agradecimiento por tener familia, con inclusión de su madre metomentodo, se le sumó un sincero respeto por Jemmie. El niño hacía frente, y muy bien, a una situación a la que Barnaby preferiría no enfrentarse. A la que no se imaginaba enfrentándose.

Volvió a mirar a Jemmie. Aun con la escasa luz reinante era obvio que estaba escuálido.

– Y eso es lo que pasará. -Sonriendo con desenvoltura, Penelope escrutó el semblante de la señora Carter. -Ahora la dejaremos descansar, y descuide que vendremos a recoger a Jemmie cuando llegue el momento.

– Gracias, querida. -Levantó la vista hacia Penelope al incorporarse ésta. -Me alegra que Jemmie vaya a irse con usted. Sé que lo cuidará bien.

La sonrisa de Penelope tembló.

– Lo haremos.

Se volvió hacia la puerta.

La habitación estaba tan atestada que Barnaby tuvo que arrimarse a un lado para dejarla pasar. Antes de salir detrás de ella, miró a la señora Carter, le sostuvo la mirada e inclinó la cabeza.

– Señora. Nos aseguraremos de que Jemmie esté a salvo.

Al volverse hacia la puerta se fijó en que la atención de Jemmie seguía puesta en su madre. Le tocó el hombro y le señaló la entrada.

Arrugando levemente la frente, el niño le siguió. Como Penelope aguardaba junto a la puerta, la minúscula entrada estaba abarrotada, pero al menos podían hablar sin molestar a la señora Carter. Jemmie se detuvo justo después de cruzar el umbral, desde donde podía ver a su madre.