Resultaba evidente que había causado una honda impresión en él, por más que entonces no hubiese reparado en ello. Entonces estaba concentrado en otro caso y había puesto más atención en desviar el interés de la joven que en ella.
Había crecido desde la última vez que la viera. No era que fuese más alta. De hecho, Barnaby no tenía claro que hubiese ganado centímetros en alguna parte de su cuerpo; estaba tan rellenita como su memoria la perfilaba. Sin embargo había ganado en estatura, en seguridad y confianza en sí misma; aunque dudaba que alguna vez hubiese carecido de esta última, ahora era la clase de dama que cualquier necio reconocería como una fuerza de la naturaleza a quien resultaría peligroso contrariar.
No era de extrañar que hubiese arrollado a Mostyn.
La señorita Ashford ya no sonreía. Lo estaba observando abiertamente; en casi cualquier otro caso él lo habría considerado un descaro pero, al parecer, lo estaba evaluando intelectualmente más que físicamente.
Labios sonrosados, embriagadoramente lozanos, firmes como si hubiese tomado una determinación.
Picado por la curiosidad, Barnaby ladeó la cabeza.
– ¿A qué debo el honor de esta visita? -Esa visita tan irregular, por no decir potencialmente escandalosa, siendo como era una dama de buena cuna en edad casadera que visitaba a altas horas de la noche a un caballero soltero con quien no la unía ningún parentesco. Sola. Sin carabina alguna. Debería protestar y decirle que se fuera. Seguro que Mostyn lo veía así.
Sus bellos ojos castaños lo miraron de hito en hito, sin el menor asomo de malicia o temor.
– Quiero que me ayude a resolver un crimen.
Barnaby le sostuvo la mirada.
Ella no se amedrentó.
Transcurrido un elocuente silencio, Barnaby le indicó con elegante ademán la otra butaca.
– Tome asiento, por favor. ¿Le apetece beber algo?
Una breve sonrisa iluminó su semblante, que pasó de vistosamente atractivo a despampanante, mientras se dirigía al sillón colocado delante del suyo.
– Gracias, pero no. Lo único que necesito es su tiempo. -Despidió a Mostyn con un ademán. -Puede retirarse.
Mostyn se puso tenso y lanzó una ofendida mirada a Barnaby.
Reprimiendo una sonrisa, Barnaby refrendó la orden asintiendo con la cabeza. Pese a su desacuerdo, Mostyn se retiró aunque dejando la puerta entornada. Barnaby se percató pero no dijo nada. El mayordomo sabía que muchas jovencitas iban a la caza de su señor, a menudo con bastante inventiva; saltaba a la vista que a su juicio la señorita Ashford podría ser una de aquellas intrigantes. Barnaby no compartía tal parecer. Penelope Ashford tal vez tramara algo, pero el matrimonio no parecía su objetivo.
Mientras ella ponía el manguito sobre su regazo, Barnaby se dejó caer de nuevo en su butaca y la estudió otra vez. Era la joven más singular con que se había topado jamás. Tal fue la opinión que se formó incluso antes de que ella le dijera:
– Señor Adair, necesito su ayuda para encontrar a cuatro niños desaparecidos e impedir que secuestren a ninguno más.
Penelope levantó los ojos y los clavó en el rostro de Barnaby Adair. E hizo todo lo que pudo para no verlo. Cuando había decidido ir a verle no había imaginado que él, o mejor dicho su presencia, pudiera causarle algún efecto. ¿Por qué iba a pensarlo? Ningún hombre la había dejado jamás sin aliento, de modo que ¿por qué él? Era un auténtico fastidio.
Los ondulantes rizos rubios en torno a una cabeza bien formada, los pronunciados rasgos aguileños y aquellos ojos azul celeste que transmitían una penetrante inteligencia sin duda tenían su interés, pero al margen de sus rasgos había algo más en él, en su presencia, que la ponía nerviosa de un modo desconcertante.
Que fuera capaz de afectarla era todo un misterio. Era alto, de miembros largos y esbeltos, pero no más que su hermano Luc, y si bien era ancho de espaldas, no lo era más que su cuñado Simon. Y desde luego no era más guapo que Luc o Simon, aunque tampoco le costaría ocupar un buen puesto en el índice de apostura; había oído describir a Barnaby Adair como un Adonis y debía admitir que era cierto.
Todo lo cual no venía al caso y la llevó a preguntarse por qué le prestaba atención. Optó por centrarse en las numerosas preguntas que veía cobrar forma tras aquellos ojos azules.
– El motivo de que me encuentre yo aquí en vez de un grupo de padres indignados es que los niños en cuestión indigentes y expósitos.
Barnaby frunció el entrecejo. Ella esbozó una sonrisa.
– Será mejor que comience por el principio -dijo la joven.
Barnaby asintió:
– Es probable que eso me ayude a hacerme cargo de la situación.
Penelope puso los guantes encima del manguito. No las tenía todas consigo en cuanto al tono empleado por Barnaby, pero resolvió pasarlo por alto.
– No sé si estará usted enterado, pero mi hermana Portia, ahora esposa de Simon Cynster, otras tres damas de alcurnia y yo fundamos el orfanato ubicado frente al Hospital Benéfico Infantil de Bloomsbury. Eso fue en el año treinta. El orfanato funciona desde entonces acogiendo a expósitos, sobre todo del East End, y enseñándoles a trabajar como sirvientas y lacayos y, de un tiempo a esta parte, también en otros oficios.
– La última vez que nos vimos, usted preguntó a Sarah sobre los programas de formación de su orfanato.
– En efecto. -Penelope no sabía que las hubiese oído hablar. -Mi hermana mayor, Anne, ahora Anne Carmarthen, también colabora, pero desde que se casaron, teniendo una casa que llevar, tanto Anne como luego Portia se han visto obligadas a reducir el tiempo que dedicaban al orfanato. Las otras tres damas también deben atender un buen número de obligaciones. Por consiguiente, en la actualidad estoy encargada de supervisar la administración cotidiana del establecimiento. Y es en esa calidad que esta noche estoy aquí.
Cruzando las manos encima de los guantes, lo miró a los ojos y le sostuvo la mirada.
– El procedimiento normal es que la autoridad competente ponga a los niños formalmente a cargo del orfanato, o que lo haga su último tutor con vida. Esto último se da con frecuencia. Suele suceder que un pariente agonizante, sabedor de que su pupilo pronto estará sólo en el mundo, se ponga en contacto con nosotros, que acudimos y nos encargamos de todas las diligencias. Por lo general, el niño permanece con su tutor hasta el final y, al fallecer éste, se nos manda aviso, normalmente por medio de algún vecino servicial, y entonces regresamos A recoger al huérfano para llevarlo al orfanato.
Barnaby asintió, dando a entender que por el momento todo estaba claro.
Penelope tomó aire y prosiguió, notando los pulmones tensos, su lenguaje era más seco a medida que resurgía el enojo.
– Durante el último mes, en cuatro ocasiones distintas, al llegar en busca de un niño nos hemos encontrado con que un hombre se nos había adelantado. Dijo a los vecinos que era funcionario municipal, pero no existe ninguna autoridad que recoja a los huérfanos. Si la hubiera, lo sabríamos.
La mirada azul de Adair se aguzó.
– ¿Siempre es el mismo hombre?
– Por lo que nos han dicho, podría serlo. Pero no es seguro.
Aguardó mientras él reflexionaba. Se mordió la lengua y se obligó a permanecer quieta en el asiento, observando la expresión concentrada de Barnaby.
Tenía ganas de seguir adelante, de exigirle que actuara y decirle cómo hacerlo. Estaba acostumbrada a dirigir, a hacerse cargo de las cosas y ordenar cuanto estimara conveniente. Sus ideas solían ser acertadas y, por lo general, a la gente le iba todo mucho mejor si se limitaba a ceñirse a sus instrucciones. Ahora bien, necesitaba la ayuda de Barnaby Adair y el instinto le aconsejaba andarse con pies de plomo. Guiar en vez de presionar.
Persuadir en vez de mandar.
Barnaby había adoptado un aire ausente pero de pronto volvió a mirarla a los ojos.
– Ustedes recogen niños y niñas. ¿Sólo han desaparecido niños?