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Barnaby asintió.

– Yo me pondré en contacto con Stokes y le explicaré la situación. -La miró a los ojos. -¿Dónde estará esta noche?

Los ojazos castaños de Penelope parpadearon.

– ¿Por qué lo pregunta?

La súbita irritación de ella lo agobió, acrecentada por su patente perplejidad.

– Por si se me ocurre algo más que usted necesite saber. -Hizo que sonara como algo obvio.

– Ah. -Penelope reflexionó como si revisara mentalmente su agenda. -Mamá y yo asistiremos a la fiesta de lady Moffat.

– Entiendo.

Para su alivio, la puerta se abrió. Saludó con la cabeza a la señora Keggs, hizo una breve reverencia a Penelope, giró en redondo y se fue.

Antes de decir algo todavía más inane.

CAPÍTULO 06

A las tres en punto de aquella tarde Stokes se presentó en la puerta de Griselda Martin. Ella lo estaba esperando. Las persianas que cerraban el escaparate y el panel de cristal de la puerta ya estaban bajadas. No había ni rastro de sus aprendizas.

Griselda se fijó en el coche de punto que aguardaba en la calle.

– Sólo he de recoger el sombrero y el bolso -dijo.

Stokes aguardó en el umbral mientras ella iba con afán a la trastienda y reaparecía momentos después atándose un sombrero de paja sobre el pelo moreno. Incluso a los ojos de Stokes, el sombrero se veía elegante.

Griselda regresó a la parte delantera, indicándole con brioso ademán que bajara los escalones delante de ella. Cerró la puerta con llave, metió la pesada llave en el bolso y se reunió con él en la acera.

Stokes caminó a su lado los pocos pasos que los separaban del carruaje, abrió la portezuela y le ofreció la mano.

Griselda se quedó un momento mirándola, y luego aceptó su mano. Teniendo muy presente la fragilidad de los dedos que agarraba, Stokes la ayudó a subir.

– ¿Qué dirección debo dar?

– La esquina de Whitechapel y New Road.

Stokes se lo dijo al cochero y se reunió con ella en el interior. En cuanto la portezuela se cerró, el carruaje dio una sacudida y se echó rodar.

Griselda iba sentada delante de él; Stokes no podía evitar que su mirada se posara en ella, que permanecía inmóvil como hacía la mayoría de gente en su presencia, pero él reparó en que tenía firmemente agarrado el bolso que llevaba en el regazo.

Se obligó a mirar hacia otro lado pero las fachadas que se deslizaban deprisa no retenían su atención. Ni su mirada, que volvía a posarse en ella una y otra vez. Pronto tuvo claro que debía decir algo para no inquietarla.

Lo único que se le ocurrió fue:

– Quiero darle las gracias por haber accedido a ayudarme.

Griselda lo miró de hito en hito.

– Está intentando rescatar a cuatro niños pequeños, y es posible que a más. Claro que voy a ayudarle… ¿Qué clase de mujer no lo haría?

Stokes se apresuró en tranquilizarla.

– Sólo quería decir que le estoy agradecido. -Vaciló un momento y añadió: -Y si quiere que le diga la verdad, a no todas las mujeres les gustaría mezclarse con la policía.

Griselda lo estudió un momento, luego soltó un leve resoplido y miró hacia otra parte.

Después de cavilar un rato, él decidió que el silencio era la mejor opción. Al menos tras su breve intercambio ella ya no sujetaba el bolso con tanto nerviosismo.

Tal como le habían indicado, el cochero paró en el cruce de Whitechapel y New Road. Stokes bajó primero. Griselda se encontró siendo apeada con el mismo cuidado que le habían prodigado para subir al carruaje. No estaba acostumbrada a tales cortesías, pero pensó que bien podría habituarse.

Aunque era poco probable que tuviera ocasión; Stokes y ella estaban allí por trabajo, nada más.

Stokes ordenó al cochero que los aguardara. Llenando de aire unos pulmones que de pronto parecían apretados -tal vez se había ceñido demasiado el traje de calle, -levantó el mentón y señaló calle, abajo.

– Por ahí.

Durante el trayecto, ella había observado al inspector a hurtadillas, estudiando su rostro de rasgos morenos en busca de algún signo de desprecio a medida que se adentraban en los barrios viejos. No se avergonzaba de su origen pero sabía lo que la gente pensaba acerca del East End. Más no había detectado ni una pizca de desdén, ningún gesto delator de su arrogante y afilada nariz.

Entonces, como ahora, el inspector miraba el paisaje urbano con cierto interés imparcial. Caminaba con soltura y sin esfuerzo a su lado, escudriñando las maltrechas casas apretujadas que se sostenían entre sí. Veía cuanto había que ver pero no manifestaba indicio alguno de juzgar nada.

Griselda se sintió menos tensa cuando enfilaron Fieldgate Street abajo para luego tomar la segunda bocacalle a la izquierda, hacia territorio conocido. Se había criado en Myrdle Street. Llegaron a la altura de la casa de su padre; hizo una pausa junto al único peldaño de la puerta y miró a Stokes a los ojos.

– Aquí nací yo. En esta casa. -Por si le interesaba saberlo.

Stokes asintió. Ella lo miró atentamente pero no vio nada aparte de curiosidad. Así pues, con más confianza en cómo transcurriría la próxima media hora, levantó una mano y llamó a la puerta, tres golpes secos, antes de abrirla y entrar.

– ¡Grizzy! ¿Eres tú? -La voz de su padre, cascada por la edad.

– Sí, papá. Vengo con una visita.

Dejó el bolso en la minúscula entrada y pasó delante hacia la habitación del fondo. Su padre estaba recostado en un sofá-cama con un gato rojizo acurrucado en el regazo, ronroneando bajo su mano. Cuando ella entró, los ojos se le iluminaron al ver a su hija y se abrieron más cuando repararon en el hombre que la acompañaba.

Griselda se tranquilizó al constatar que su padre estaba despierto y no parecía demasiado dolorido.

– ¿Ha venido el médico esta mañana?

– Sí -contestó su padre. -Ha dejado otro frasco de tónico.

Ella vio el frasco encima de una vieja cómoda.

– ¿Quién es este? -Su padre estudiaba a Stokes con los ojos Entornados.

Griselda lanzó a Stokes una breve mirada de advertencia.

– Éste es el señor Stokes. -Tomó aire y agregó: -El inspector Stokes, trabaja en Scotland Yard.

– ¿Un polizonte? -El tono de su padre dejó claro que no era un oficio que tuviera en alta estima.

– Así es. -Griselda acercó una silla, se sentó y tomó una mano de su padre entre las suyas. -Pero si dejas que te expliqué por qué ha venido…

– En realidad -interrumpió Stokes, -quizá sea mejor, señor, que yo mismo le explique por qué he convencido a su hija para que organizara este encuentro.

Griselda miró al inspector, pero éste miraba a su padre, que soltó un gruñido pero asintió.

– De acuerdo. ¿A qué viene todo esto?

Stokes se lo contó, simple y llanamente, sin adornos. En un momento dado el hombre lo interrumpió para indicarle una banqueta.

– Siéntese, es tan condenadamente alto que me está dando tortícolis.

Griselda captó la chispa de la sonrisa de Stokes al sentarse. Cuando hubo terminado su explicación, el padre de ella había olvidado todos sus recelos, al menos con aquel policía. Ambos pronto estuvieron enfrascados en evaluar a los posibles delincuentes del barrio.

Sintiendo que estaba de más, Griselda se levantó. Stokes la miró pero el padre reclamó su atención. Sea como fuere, al salir de la habitación notó el peso de la atención del inspector. En la atestada cocina del cobertizo adosado a la casa, encendió el viejo fogón, puso agua a hervir y preparó té. Fue a la entrada, cogió las galletas que no había olvidado meter en el bolso y las dispuso en un plato limpio.

Con la tetera, tres tazones y el plato en una bandeja de madera, regresó al pequeño dormitorio. Su padre se alegró al ver las galletas y se sirvió antes de reanudar la conversación.

Tras repartir los tazones, Griselda se sentó. No los escuchaba, tan sólo dejaba que la cadencia de la voz de su padre la envolviera, observaba su semblante, más animado de lo que lo había visto en años, y en silencio agradeció haber venido con Stokes.