Rehusando con un ademán el brandy que le ofrecía un lacayo, Barnaby fue en busca de Penelope. Cuando llegó a su lado, ya había despedido al caballero que le había hecho de pareja en la mesa. Como era habitual, el servicio había bajado la intensidad de las lámparas, dejando que las sombras envolvieran partes de la estancia; con frecuencia las discusiones mantenidas en aquella fase posterior eran delicadas, y quienes se enzarzaban en ellas preferían ocultar su expresión a los observadores.
La sombra que Penelope había elegido para sí ocultaba a todos, menos a Barnaby, la expectación que brillaba en sus ojos. Cosa que éste le agradeció. Lady Carnegie era amiga íntima de su madre y distaba mucho de estar ciega.
Tomó la mano de Penelope y la apoyó en su brazo. ¿Dónde está esa sala?
Ella le indicó una puerta lateral.
– Podemos llegar por ahí.
Él la condujo hasta una puerta disimulada por el ángulo de un tabique del salón de planta irregular. La abrió, hizo pasar a Penelope y la cerró tras de sí.
El pasillo estaba a oscuras, pero la luz de luna que entraba por Ir ventanas sin cortinas bastaba. Mientras Penelope iba delante pasillo abajo, la intuición le decía con creciente insistencia que algo no acababa de encajar ni de ser creíble.
A medio pasillo se detuvo y dio media vuelta para enfrentarse al hombre que le pisaba los talones.
A través de la tenue penumbra, le estudio el rostro, confirmando y definiendo qué era exactamente lo que no acababa de cuadrar.
Estudiándole el rostro a su vez, Barnaby arqueó una ceja con arrogancia, poniendo de relieve lo certero de la intuición femenina.
Penelope entornó loe ojos.
– Estás siendo demasiado dócil en esto. Tú no eres de los que siguen mansamente a una dama.
Tras un breve silencio, Barnaby dijo:
– Cuando la dama va en la dirección que deseo, carece de importancia quién lleva la iniciativa.
Ella frunció el ceño y preguntó:
– ¿Eso significa que si decido ir en una dirección que no te gusta no me seguirás?
Barnaby apretó los labios pero no se alteró, dibujando una advertencia más que una sonrisa.
– No; significa que si intentas ir en una dirección que no merezca la pena, tendré que reconducirte.
Enarcando las cejas, ella le sostuvo la mirada.
– ¿Reconducirme?
Barnaby siguió mirándola fijamente y se abstuvo de contestar, haciendo que ya no estuviera tan segura de ser ella quien llevaba las riendas de su affaire.
Si él le permitía llevar las riendas, ¿debía comportarse ella como si las llevara de verdad? Sin embargo, en cualquier momento él podría rescindir su estatus de seguidor y asumir el control… Penelope pestañeó, menos segura de la posición que cada cual ocupaba en relación al otro.
Tras un momento más escudriñando sus ojos azules sin sacar nada en claro, señaló el fondo del pasillo con un ademán.
– ¿Y esta noche qué?
Los labios de Barnaby se curvaron una pizca más; digno pero resuelto, inclinó la cabeza.
– Tú diriges.
Penelope se volvió y así lo hizo. Qué extraño. Qué excitante. Llevaba las riendas; él le cedería el mando siempre y cuando la dirección que tomara le agradase. Lo cual le planteaba el desafío de «agradarle», desafío que, por el momento, parecía estar satisfaciendo.
Al llegar a la sala, Penelope abrió la puerta y entró. Echó un vistazo en derredor, confirmando que fuese como la recordaba, una habitación cuadrada que daba a un jardín lateral desierto, cómodamente amueblada con dos sofás bien acolchados en ángulo delante de la chimenea, un sillón y varias mesas auxiliares. Había un buró arrimado a la pared y un arpa ocupaba un rincón ensombrecido.
No había ninguna lámpara o vela encendida, pues la sala no se había preparado para recibir invitados. Pero la tenue luz de la luna, que todo lo invadía, entraba a raudales; una amable iluminación que, al menos a juicio de Penelope, resultaba muy propicia para sus intenciones.
Se detuvo entre los dos sofás y dio media vuelta. Barnaby se había parado delante de la puerta. Penelope abrió los brazos.
– ¿Te parece apropiada?
El ya había inspeccionado la habitación. Ahora la miraba a ella. En el silencio, la joven oyó el chasquido del cerrojo al cerrarse. Apartándose de la puerta, Barnaby caminó despacio hacia ella.
– Eso depende de lo que tengas en mente.
«Más.» Pero exactamente qué y cómo… Cuando se detuvo delante de ella lo miró a los ojos.
– Sé muy bien que las damas y caballeros de nuestra posición suelen permitirse encuentros íntimos en veladas como ésta, en habitaciones como ésta.
Esa era una de las razones de que tuviera tantas ganas de probarlo, de experimentar cualquier emoción ilícita que resultara de un encuentro de esa índole. De aprender cuanto pudiera sobre el deseo.
La mirada de Barnaby había bajado a sus labios. Penelope se preguntó si se imaginaba besándola.
Acercándose a él con audacia, levantó las manos, las apoyó en su pecho y las deslizó despacio hacia arriba, hasta alcanzarle los hombros, arrimándose aún más, de modo que sus senos le rozaron el pecho cuando entrelazó las manos en su nuca.
– He pensado…
La mirada de Barnaby seguía clavada en sus labios. Sus manos Subieron para asirle la cintura.
Pasando la punta de la lengua por sus labios, Penelope observó cómo sus ojos seguían el movimiento. Se sintió deliciosamente pecadora, deliciosamente atractiva y al mando cuando agregó:
– …que tal vez podríamos improvisar sobre la marcha, por decirlo así, y ver adonde nos lleva el deseo.
Barnaby por fin levantó los ojos para mirarla de hito en hito. Tras escrutar su semblante brevemente, sonrió.
– Una idea -murmuró, su aliento cálido sobre los labios de ella al agachar la cabeza- excelente.
Ella se estiró mientras él se inclinaba. Sus labios se encontraron; no habría sabido decir quién besó a quién. Desde el inicio el encuentro fue intenso, fogoso y enteramente mutuo, movido por un deseo que, para cierta sorpresa de Penelope, parecía prender al instante, pasando de chispa a llama y a rugiente infierno.
Más fuerte que antes, más seguro, más poderoso, se extendía debajo de su piel y la hacía jadear sensualmente.
El deseo no era placer sino la necesidad de éste, no era deleite sino la avidez del anhelo.
En cuestión de minutos el beso se convirtió en un licencioso duelo de incitación, una competición para ver quién podía encender más profunda y completamente la pasión del otro. Si bien no cabía dudar de que Barnaby tenía más experiencia, Penelope ponía entusiasmo y ganas, y la fe ciega en su propia invencibilidad que es el sello de los inocentes.
Con las bocas unidas y las lenguas enredadas, él saqueaba mientras ella hostigaba, y el ardor crecía entre ambos.
Ninguno vencía. Aunque Penelope ni siquiera estaba segura de que semejante concepto pudiera aplicarse en aquella clase de torneo.
Tenía el cuerpo acalorado y los pechos hinchados le dolían dentro de los restrictivos confines del corpiño. Barnaby dio un paso atrás, llevándosela consigo, y sin interrumpir el beso se dejó caer de espaldas sobre uno de los sofás al tiempo que la levantaba y la ponía de rodillas, una a cada lado de sus muslos, de modo que pudiera apoyarse contra él y proseguir con el fogoso beso.
Mientras sus manos le desabrochaban deprisa el corpiño para que se abriera, con la otra la liberó de la camisola para poder tocar su encendida piel y aliviarla.
Calmándola y excitándola.
La dualidad de su contacto le quedó clara a Penelope, incluso A través de la embriagadora fogosidad del beso. Cuando los dedos de Barnaby encontraron su pezón y lo sobaron y pellizcaron, dio un grito ahogado al rebosar de placer, pero un creciente apetito flotaba en su estela.