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Por cada caricia que él le daba, ella quería muchas más. Cada breve estallido de placer, de deleite, no hacía más que intensificar sus anhelos.

Penelope alcanzó los botones que cerraban la camisa de Barnaby.

Él la detuvo, tomando su mano en la suya. Interrumpió el beso, separándose sólo unos centímetros, justo lo suficiente para informarla con un grave murmullo:

– No; más tarde tenemos que volver al salón. Querías esta clase de encuentro; tendrás que atenerte a las reglas.

Así pues, al mando pero no tanto. Se lamió los labios hinchados.

– ¿Cuáles son esas reglas?

– Nos quedaremos más o menos vestidos.

Penelope parpadeó.

– ¿Podemos?

– Es fácil.

Procedió a mostrarle cómo. Cómo, con ella tal como estaba, de rodillas a horcajadas sobre él, podía arreglarle las faldas y las enaguas de modo que sus sensibles muslos desnudos cabalgaran sobre sus musculosas piernas enfundadas en unos finos pantalones. El ligero roce cada vez que se movían, aunque sólo fuera un poco, resultó inesperadamente erótico.

Penelope apenas lo había asimilado cuando él levantó la parte delantera de las faldas y deslizó la mano debajo. Y la tocó.

La sensación la fulminó, atravesándola como una deliciosa púa. Con un gemido, cerró los ojos y sintió que la columna vertebral le flaqueaba. Barnaby se inclinó y capturó sus labios, tomándolos con lánguida avidez mientras debajo de las faldas exploraba y acariciaba.

Tocaba y frotaba hasta hacerla arder con un vivo deseo que ahora ya conocía.

Sus manos eran mágicas, pura magia en la piel de la joven. Palmas fuertes esculpían íntimamente sus curvas, dedos poderosos y expertos la acariciaban y penetraban hasta hacerla arder, hasta que pensó que el deseo la haría enloquecer.

Penelope no tenía fuerzas para interrumpir el beso y dar una orden. Estaba aferrada a los hombros de Barnaby casi con desesperación; aflojó una mano, la deslizó hasta su cuello, encontró el lóbulo de la oreja y pellizcó.

Él apartó los labios.

– ¿Qué pasa? -preguntó con voz ronca.

– ¡Venga! -Penelope cerró los ojos y se estremeció cuando él hundió los dedos en ella y acarició su interior. -¡Los dedos no! -masculló entre dientes. -¡Quiero lo otro!

Por un instante pensó que iba a tener que abrir los párpados, fulminarlo con la mirada y, de un modo u otro, tomar cartas en el asunto… La idea resultaba atractiva, y mucho, pero debido a su postura y a lo tensa que ya estaba, dudó que pudiera hacerlo, desde luego no en el sentido de dar al momento lo que merecía y aprender de él como era debido.

Menos mal que Barnaby comprendió que ella estaba dispuesta a no negarle nada. Notó, más que oyó, su irritante risita arrogante, pero como él no tardó en reaccionar, llevando una mano a los botones de su pantalón, decidió pasarla por alto.

Entonces la rígida vara de la erección se liberó como movida por un resorte, concitando toda la atención de Penelope. El guio la punta roma hasta su entrada; la mano que tenía en la cadera de Penelope apretó, ella entendió cómo iba a funcionar aquello y, con avidez y entusiasmo, con un alivio inenarrable, abrazó el momento y se empaló lenta y gustosamente.

La sensación de Barnaby llenándola y abriéndola inundó su mente. Con tan sólo unos centímetros dentro, respiró hondo y abrió los ojos.

Tenía que verle la cara, tenía que observarle mientras, centímetro a centímetro, le dejaba entrar en su cuerpo, encerrándolo, poseyéndolo.

No siendo poseída.

La diferencia, se dio cuenta mirándolo de hito en hito, con todos los sentidos fijos en la sensación de su acoplamiento, era profunda.

Barnaby también la sentía. Hasta la médula. Jamás había sentido de nada igual, ni una sola vez en todos sus años de experiencias similares. Le era imposible contar las veces que había estado en una situación como aquélla; nunca había puesto reparos en aceptar las diversiones que las aburridas damas de la buena sociedad siempre habían estado dispuestas a ofrecerle.

Pero con ninguna había sido así.

Ninguna había sido Penelope.

Le costaba trabajo mantener los ojos abiertos, enfocar el rostro de la joven mientras ésta, lenta y deliberadamente, lo alojaba en su interior, enfundándolo en un abrasador calor resbaladizo que amenazaba con carbonizar todos los instintos civilizados que poseía.

No tenía nada de civilizado lo que sentía, el regocijante triunfo que se adueñaba de él, que le endurecía los músculos mostrando su poderío con ávida anticipación.

Ella era suya.

Pese a la firme conciencia, la inteligencia y la voluntad que le observaban desde el fondo de sus ojos negros, pese a eso, pese a lo que ella pensara, Barnaby vio el momento como una rendición visceral.

Un sacrificio sensual en que ella le consentía todo y se aplicaba con gusto a saciar su apetito.

Su implacable deseo de ella, que parecía no hacer más que aumentar con cada día que pasaba; había alcanzado cotas extremas la noche anterior.

Penelope llegó al final de su deslizamiento hacia abajo y alteró su postura, apretando todavía más para tomarlo por entero.

Entonces sonrió.

En la medía luz, el gesto quedó velado en misterio: la sonrisa femenina por antonomasia. Sin dejar de sostenerle la mirada, Penelope comenzó a ascender.

Reprimiendo un gruñido, Barnaby cerró los ojos; entendió lo que ella quería, pero no supo si sería lo bastante fuerte para dárselo.

Lo intentó. Intentó que su cuerpo se sometiera, intentó dejar de tomar el control para que ella pudiera montarlo a su antojo y experimentar.

Penelope subió y, de nuevo lentamente, se deslizó hacia abajo, explorando mientras lo hacía, contrayendo los músculos de su vaina en torno a la dura erección de Barnaby, sintiéndolo dentro de ella.

La sensación era más potente que si ella hubiese empleado las manos.

Con los ojos cerrados, Barnaby se concentró en no reaccionar, en obviar la avalancha de sensaciones táctiles que Penelope le imponía, y en buena medida fracasó. Hundió más los dedos en sus caderas, agarrándola casi con desesperación; le dejaría moratones, pero le constaba que ella los preferiría a que él tomara el control. A que le negara la libertad de explorar y aprender.

Pero no podía ir más allá.

No podía resistir más aquella deliciosa tortura.

Soltando una de sus caderas, le cogió la nuca y tiró de ella para darle un beso de los que dejaban marca.

Penelope no retrocedió, sino que fue a su encuentro tan ansiosa como él.

«Mal asunto.»

El control, suyo o de ella, devino un punto discutible. Una cosa pasada y olvidada.

Ni una vez en la vida, en el sinfín de relaciones sexuales que había experimentado, se había visto inmerso en semejante fogosidad, sumido en una conflagración tan visceral. Los envolvía a ambos como una ola que tomara impulso para romper contra ellos y arrastrarlos hacia una embravecida marea de necesidad, de apetito, de ansias desesperadas. Más poderosa, tan necesitada y ávida, tan llena de pasión incontrolada que Barnaby se vio tan perdido como ella, e igualmente a su merced.

Completamente fuera de control.

Perdido en el reino de una necesidad más profunda, de unas ansias más fundamentales y primitivas.

Ambos jadeaban, se aferraban, se besaban como si les fuera la vida en ello. Acoplados, con los cuerpos resbaladizos bajo sus laidas, como si alcanzar el paraíso prometido fuese un requisito para seguir existiendo.

Y de pronto se vieron allí.

Penelope soltó un grito apagado por el beso. Como réplica, la liberación arrasó a Barnaby, anulando sus capacidades intelectuales, resquebrajando su conciencia hasta dejarla absolutamente receptiva al poderoso sentimiento que surgió tras la liberación y lo llenó de una dorada saciedad nunca antes experimentada. Entretanto, repleta y esbozando una sonrisa de deleite, Penelope se desplomó encima de él, que la estrechó entre sus brazos.