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Incontables minutos después, Barnaby estaba sentado con ella entre sus brazos, acariciándole con una mano la nuca y la espalda, tranquilizándola no sólo a ella sino también a sí mismo.

Con el cálido peso de Penelope reposando encima de él, su vaina un guante caliente en torno a su medio turgente erección, no deseaba nada más que abrazarla y sentirse completo.

Sentir, por primera vez en su vida, lo que podía ser la plenitud.

No era simplemente una sensación corporal. Debía reconocer que su paladar se había perfeccionado con los años, convirtiendo el inocente deleite de Penelope en un elixir embriagador, mas la dicha y el impoluto placer que compartían parecía en cierto modo más selecto, más refinado, una experiencia culminante que, sin saberlo, Barnaby llevaba toda la vida buscando.

Ella era lo que había estado buscando durante toda su vida de adulto.

Estrechó los brazos en torno a ella; habiéndola hallado, no tenía la menor intención de dejarla escapar nunca más. Sobre eso, tanto su yo civilizado como su naturaleza primitiva estaban completamente de acuerdo.

Apoyando el mentón contra la seda lacia y brillante de sus cabellos, inspiró; al olor a almizcle de su trato carnal se sobreponía un aroma que era puramente ella, una fragancia de lilas y rosas, de femenina e indomable voluntad. No sabía cómo era posible que la fuerza de voluntad pudiera tener una fragancia, pero para él no cabía duda de que tenía su lugar en el ramillete que era ella.

Penelope se movió, relajada de pies a cabeza. Barnaby le dio un beso en el pelo.

– Aún tenemos tiempo. No hay prisa.

Ella suspiró y se reclinó de nuevo.

– Qué bien.

Esas palabras, dichas casi en un arrullo, transmitían una satisfacción deleitada hasta lo indecible. Barnaby sonrió, más que complacido de percibir eso en su voz, de saber que era a causa de lo que compartían.

Por fin comprendió del todo y en detalle por qué sus amigos Gerrard Debbington, Dillon Caxton y Charlie Morwellan habían cambiado de parecer acerca del matrimonio. Tiempo atrás, si bien por motivos muy diferentes, los cuatro habían sido rotundamente contrarios al estado de casados. Mas con la dama adecuada, que los otros tres habían encontrado, el matrimonio, tener y conservar a partir del día de la boda por siempre jamás, se había convertido para ellos en el camino verdadero, en su destino real.

Penelope Ashford era la dama adecuada para él. Ella era su destino.

Para Barnaby, había quedado demostrado sin lugar a dudas. Antes se había sentido inquieto, insatisfecho con lo que le había tocado en suerte; pero desde que ella había entrado en su vida, la inquietud y la insatisfacción se habían esfumado. Ella era la pieza que faltaba en el rompecabezas de su vida: con ella en su sitio, su vida formaría un todo cohesionado.

Ni siquiera contemplaba ya una vida sin ella; seguro que eso no iba a pasar. Así pues…

La mejor, posiblemente la única manera de garantizar que ella se aviniera a casarse con él, era llevarla sutilmente a decidir de motus proprio que ser su esposa era su destino. Esa decisión debía tomarla libremente; él podría alentarla, demostrarle las ventajas, persuadirla, pero nunca presionar. Y mucho menos imponerse. Y tal como habían puesto de manifiesto los esfuerzos de aquella velada, permitir que buscara su propio camino hasta esa decisión significaba dejar que siguiera su propio guión.

Por desgracia, según ella acababa de demostrarle, su guión quizás exigiría acciones por su parte, incluso sacrificios, que no estaba acostumbrado a hacer y que no se sentía cómodo haciendo. Dejar que ella le poseyera en vez de hacerlo al revés lo había afectado; le había exigido más fuerza de la que creía poseer para satisfacerla hasta el punto en que lo había hecho.

Si quería dejar que ella siguiera su propio camino iba a tener que limitar los vericuetos. O tal vez sugerir veladamente otras vías que ella querría explorar y en las que él retendría el control.

Entornando los ojos, con la mirada extraviada, consideró esa posibilidad. Debajo de las faldas, sus manos le cogían el trasero desnudo, curvas de porcelana que había entrevisto la noche anterior pero que no había tenido ocasión de saborear visualmente.

Le costó popo imaginar un interludio que permitiera ese y otros caprichos de similar índole.

Lo que tenía que hacer con ella quizá no fuese tanto minimizar su control como conseguir que lo ansiara, deseara y buscara, presentándolo como una parte natural del juego, cosa que en última instancia era cierta.

La curiosidad, al fin y al cabo, era la principal motivación de Penelope.

Lo único que debía hacer era despertar su interés por lo más oportuno.

CAPÍTULO 15

– ¡Eh, Horace! ¿Has visto esto?

Grimsby salió de la trastienda arrastrando los pies, mirando con sus ojos de lechuza a Booth, un manitas que de vez en cuando venia para venderle chucherías.

– ¿El qué?

Booth puso un aviso impreso encima del mostrador.

– Esto. Ayer lo vi en el mercado; los están repartiendo a montones. Anoche todos hablaban de lo mismo en el pub. -Booth mira fijamente a Grimsby. -Pensé que querrías saberlo.

Frunciendo el ceño, Grimsby cogió el aviso. Mientras lo leía, notó que mudaba de color. Cuando vio el anuncio de la recompensa, le tembló la mano y soltó el papel.

Booth lo observaba detenidamente.

– Se me ocurrió pasar a darte el soplo, Horace. Nos conocemos de hace mucho; los viejos amigos cuidamos unos de otros, ¿verdad?

Grimsby se obligó a asentir.

– Y que lo digas, Booth. Gracias. Aunque no sé nada de esto, claro.

Booth sonrió de oreja a oreja.

– No más que yo, Horace. -Saludó a Grimsby con un gesto de la mano. -Hasta la vista, pues.

Grimsby se despidió asintiendo pero tenía la cabeza en otra parte. Mientras Booth salía de la tienda, cogió el aviso y volvió a leerlo.

Al cabo, gritó:

– ¡Wally!

El bramido hizo que Wally bajara ruidosamente las escaleras. Echó un vistazo a la tienda y luego miró a Grimsby.

– ¿Qué pasa, jefe?

– Esto. -Grimsby hincó un dedo mugriento en el aviso sobre el mostrador. Estaba indignado. -¡Quién habría pensado que los engreídos del maldito Scotland Yard iban a interesarse por unos mocosos del East End! -Dejando que Wally leyera el papel, rodeó el mostrador. -Algo va mal, te lo digo yo.

Ésa era la cuestión que más lo inquietaba. Según la experiencia de Grimsby, las cosas infrecuentes que se salían del orden normal de las cosas, nunca auguraban nada bueno.

Wally se irguió.

– Yo… esto… oí cuchicheos en la taberna anoche; no sabía que era por esto, pero oí que alguien andaba preguntando por unos chicos.

Grimsby reparó en su tono inseguro y en que rehuía su mirada. Soltando un gruñido, le agarró la oreja y se la retorció cruelmente.

– ¿Qué más oíste?

Wally saltaba y se retorcía.

– ¡Auuu!

Grimsby se la retorció un poco más, arrimándose más a él.

– ¿Por casualidad preguntaban quién podía estar dirigiendo una escuela de ladrones por aquí?

El silencio de Wally fue respuesta suficiente. Grimsby bajó la voz:

– ¿Alguien dijo algo?

Wally intentó negar con la cabeza e hizo una mueca de dolor.

– ¡No! Nadie dijo nada de nada. Sólo se preguntaban quién sería esa gente y por qué andaban haciendo preguntas. Nada más.

Grimsby puso cara de pocos amigos. Soltó a Wally.

– Vuelve con los chicos.

Tras mirarlo con recelo, Wally se fue, frotándose la oreja lastimada.

Grimsby regresó al mostrador y se quedó mirando el aviso. Los nombres y descripciones no le preocupaban; los niños no habían salido de la casa, y ahora aun lo harían menos, excepto de noche. Y todos los golfillos eran iguales a oscuras.