Lo que le fastidiaba era la recompensa. Nadie había dicho nada todavía, pero alguien, en algún momento y algún lugar, lo haría. En el barrio, más de uno vendería a su madre por el olorcillo de una moneda.
Leyó el aviso otra vez y halló cierto consuelo en que la recompensa fuera concretamente por información sobre los niños, no sobre ninguna escuela de ladrones. Como nadie había visto a los niños, ni siquiera los vecinos de al lado, consideró que no estaba contemplando la perspectiva de que le delatara alguien del barrio. Al menos de momento.
Pero los niños tenían que salir a la calle para la última parte de su entrenamiento. En circunstancias normales, Wally los habría llevado primero durante el día a deambular por Mayfair para que se acostumbraran al trazado de las calles más anchas, para enseñarles lugares donde poder esconderse, como las zonas de los sótanos y las escaleras que conducían a ellos. Esos sitios no existían en el East End; un buen niño ladrón debía conocer a fondo el terreno donde trabajaba.
Ahora toda esa parte del entrenamiento tendría que hacerse de noche, y Wally no serviría para eso. Tendría que hacerlo todo Smythe. Y aun así…
Por más empeño que pusiera en su plan, Grimsby se figuraba que Alert no querría arriesgarse a que todo le explotara en la cara.
Según sus cálculos, sólo faltaba poco más de una semana para concluir el asunto. Pese a la mala espina que le daba, era reacio a echarse atrás, sobre todo habida cuenta de que Alert lo tenía entre la espada y la pared.
Y tampoco había que olvidar a Smythe.
Volvió a mirar el aviso. Si de él dependiera, echaría a los niños, dejaría que volvieran a sus casas y se lavaría las manos de todo el asunto. Era demasiado viejo para ir a la cárcel, y más aún para que lo del portaran.
Pero Alert iba ser un problema. Era un encopetado y, como tal, un arrogante.
Smythe, por otra parte, estaba al tanto de todo.
Aquella tarde, Penelope holgazaneaba en la gran cama de Barnaby y no recordaba haber estado nunca tan satisfecha. Tan en paz. Al otro lado de las ventanas, la apagada tarde de noviembre era silenciosa y gris. Era domingo, había poca actividad en la calle, una brisa fría que anunciaba el invierno mantenía en sus casas incluso a los más valientes.
Era un dormitorio acogedor, caldeado por el fuego que ardía alegremente en la chimenea que había frente a los pies de la cama. Ella estaba tumbada sobre los almohadones y acurrucada bajo las mantas, agradablemente caliente y relajada, nada de lo cual cabía atribuirlo al fuego. Las cortinas de la cama estaban sueltas y, parcialmente corridas, creaban una sensación de recinto privado, transformando la cama con su mullido colchón y blandos almohadones en un refugio de placeres secretos e ilícitos deleites.
Tras un almuerzo temprano le había dicho a su madre que se iba a atender asuntos del orfanato. Luego tomó un coche de punto hasta Jermyn Street. Mientras se habían arreglado la ropa en la salita de lady Carnegie la noche anterior, Barnaby había mencionado que Mostyn libraba las tardes de domingo. Por consiguiente, había dejado la puerta abierta, dispuesto a recibirla y entretenerla. A conciencia.
– Ten.
Penelope, al volverse, lo vio de pie junto a la cama, gloriosamente desnudo, ofreciéndole una copa de jerez. Sonriendo, liberó un brazo y alcanzó la copa.
– Gracias.
Le vendría bien el reconstituyente; todavía era pronto y, según había aprendido la víspera y confirmado durante la última hora, aún le quedaba mucho por aprender.
Experimentar y asimilar, al menos sobre sí misma, sobre cómo reaccionaba a su paciente y experta manera de hacer el amor y, más importante, porqué.
No había previsto que tal actividad resultara tan fascinante. Tan apasionante. Tan exigente no sólo físicamente sino en otros aspectos que no comprendía del todo.
Desde luego entrañaba algo más que mera comunión corporal. Y eso sólo bastaba para intrigarla sobremanera. Tomó un sorbo entornando los ojos mientras Barnaby, tras comprobar el estado del fuego, volvía a la cama.
Cogiendo su copa de la mesita de noche, levantó las mantas y subió a su lado. Su peso inclinó el lecho; la proximidad de su desnudez junto a ella, sin ninguna clase de barrera, le provocó un hormigueo de expectación que se extendió por todo su cuerpo.
Ahora que tenía una idea más concreta de lo que esa promesa conllevaba, su expectación no era sino más intensa y más dulce. Tomó otro sorbo y lo saboreó.
Cerrando los ojos, mentalmente tocó y aquilató. El cuerpo le repiqueteaba, casi ronroneando; la mente era un mar inusualmente en calma. No recordaba ninguna ocasión de su vida en que se hubiese sentido tan satisfecha, tan realmente contenta. Incluso a pesar de que la frustración a causa de los escasos progresos en la búsqueda de los niños desaparecidos la fastidiaba, en aquel momento era algo remoto. Algo que estaba más allá de las cortinas de la cama, fuera de aquella habitación.
Dentro, en los confines privados de la cama de Barnaby, había experimentado no sólo placer y deleite sino, después de ellos, una sensación de paz más profunda.
A su lado, Barnaby se recostó en las almohadas, tomó un sorbo de vino, miró su perfil y vio que estaba cavilando. No podía adivinar sobre que, aunque a juzgar por su expresión no se trataba de los niños. Ya habían tratado lo poco que había que comentar sobre la investigación antes de subir al dormitorio. A falta de novedades, progresos ni alguna actividad provechosa de la que ocuparse, Penelope se había mostrado gratamente dispuesta a amoldarse a sus planes de mutuo solaz.
Teniendo en mente su última y más sutil estrategia, se había permitido mostrar su lado más dominante, aunque no del todo, sólo lo justo para intrigarla y desafiarla; tras una breve sorpresa inicial, Barnaby se había visto recompensado por su absoluta atención.
Tal como preveía, había despertado su curiosidad.
La había llevado en volandas hasta la habitación, cerrado la puerta con el pie y proseguido hasta la cama, desnudándola por el camino.
Penelope había reaccionado con gratificante entusiasmo aunque llegados a cierto punto, su insistencia en quitarle la camisa había provocado un momento de confusión, al menos para él. No había contado con que le birlara las riendas, pero lo había hecho. A pesar de haberlas recuperado de nuevo, luego ella quiso cogerlas otra vez; pasarse el control de uno a otro, compartirlo, pasar de guía a seguidor y viceversa, no era algo a lo que Barnaby estuviera acostumbrado, pero se las arregló para amoldarse.
Una vez que la tuvo tendida desnuda en su cama, lo único que había sido capaz de pensar fue en hundir su ya palpitante verga en aquel cautivador cuerpo. Como ella había mostrado la misma urgencia e insistencia, contorsionándose licenciosamente, incitándolo seductoramente, Barnaby se había limitado a hacerlo, dejando a un lado su deseo de dedicar más tiempo a explorar sus curvas desnudas.
A plena luz y detenidamente.
La miró, bebió un sorbo y se prometió que lo haría. Pronto.
En general la había juzgado correctamente: el conocimiento era, en efecto, su premio. En este ámbito, se trataba de una moneda de la que él, comparado con ella, poseía más que suficiente.
Como era de esperar, Penelope era más intrépida de lo normal. Las damas de buena cuna tendían a invitar, instigar y luego consentir; ella hacía las dos primeras cosas pero no la tercera; participaba activamente, esperaba contribuir, si no de igual modo, al menos decididamente al resultado, a definir el territorio al que les conducían sus pasiones, así como a influir sobre el ritmo y la ruta por la que ascendían a la cumbre.
Ponía interés, se aplicaba en la tarea y aprendía sin tregua.
Y aunque Barnaby prefería mantenerse firme en el mando, estaba comenzando a sospechar que quizá disfrutaría con algunas de las ventajas de compartir las riendas de vez en cuando.
Bebiendo el fresco amontillado, desvió la mirada hacia el fuego, tratando de discernir en qué punto se encontraban del camino hacia su boda. Uno o dos pasos más cerca que la noche anterior.