Выбрать главу

Tal vez hubiera llegado la hora de sembrar unas cuantas ideas más en su receptiva y fértil mente.

Apuró la copa, alargó el brazo y la dejó en la mesita de noche antes de volverse hacia ella y tenderse a su lado.

Penelope entreabrió los párpados; Barnaby captó el brillo de sus ojos negros bajo la exuberante curva de sus pestañas.

Cogiéndole la mano que tenía encima del cubrecama, se llevó sus dedos a los labios y los besó. Luego le levantó el brazo y le puso la mano en las almohadas, encima de su cabeza.

Tenía toda la atención de Penelope puesta en él, pero no la miró a los ojos. Deslizando el brazo bajo las mantas, le puso los dedos a un lado del cuello, resiguiendo suavemente la curva desde debajo de su oreja hasta la clavícula.

Ella se tensó un poco, vigilante. Barnaby levantó la mano para repetir la caricia, retirando las mantas al hacerlo, y luego se arrimó para trazar la misma línea con los labios, logrando que la respiración de Penelope se entrecortara.

Cambió de postura y repitió la caricia en el otro lado; ella ladeó la cabeza para facilitarle el acceso, esbozando una sonrisa al suspirar.

Avanzando, él le sometió los hombros a la misma exploración táctil, primero con los dedos, luego con los labios y la lengua.

Las mantas habían caído hasta justo encima de sus senos. Deslizando una mano por debajo, él la cerró en torno a uno de ellos. No trató de disimular su actitud posesiva, simplemente cerró los dedos en torno al firme montículo y lo reivindicó. Luego comenzó a acariciarla con los dedos alrededor del pezón hasta ponérselo erecto para acto seguido cogerlo entre el índice y el pulgar.

La respiración de Penelope se quebró, fracturada.

Arrimándose aún más, apartó las mantas para poder contemplar la carne que estaba tocando. Tras estudiarla, agachó la cabeza y la lamió lentamente.

Penelope tomó aire.

Barnaby se dispuso a saborearla, a colmar sus sentidos con el excitante sabor de la joven después de haberla poseído una vez. La segunda llegaría, pero sólo después de que él hubiese saciado y satisfecho sus ansias de explorar cada fascinante centímetro de su piel.

Con los ojos, con la lengua, con las manos.

Penelope consentía, hechizada por aquellas sensaciones inimaginables poco tiempo atrás. Unas sensaciones que Barnaby tenía toda la intención de agudizar para reforzar el vínculo sensual que los unía, haciendo que ella fuese más incuestionablemente suya, tamo en su mente como en la de él.

Su piel era increíblemente blanca y suave. Cuando estaba fría parecía el más delicado alabastro, suave pero cálido al tacto; cuan de caliente, como en ese momento, con los senos hinchados y los pezones de punta, parecía seda de color melocotón.

Satisfecho tras haber explorado suficientemente un seno, apartó más las mantas y pasó al otro. Penelope tembló mientras él tomaba posesión; interesante considerando la intimidad que ya habían compartido. Cuando tras un concienzudo estudio la chupó con avidez, Penelope dio un grito ahogado y arqueó la espalda, hundiendo la cabeza en las almohadas.

La mano que sostenía la copa de jerez tembló peligrosamente; alcanzándola, Barnaby se la cogió por el pie y, alargando más el brazo, la puso en la mesita de noche. El ruidito seco de la base contra la madera resonó en la habitación como inequívoca declaración de intenciones.

Declaración que Penelope oyó. Cuando Barnaby se retiró de su seno, hizo ademán de acariciarlo. Para su sorpresa, Barnaby le cogió la mano; sin apartar la vista de sus senos turgentes, le puso la mano encima de la cabeza, junto a la otra, sobre las almohadas.

– Déjalas ahí -masculló con voz grave y autoritaria. -Quédate tendida y deja que… te adore.

Penelope titubeó, estudiando su rostro, tratando de determinar qué era lo que veía en él; algo más duro, más poderoso de lo que había conocido hasta entonces. Movida por la curiosidad, consintió e intentó, sin éxito, conservar la calma mientras él, con una especie de deliberación que resultaba peculiarmente excitante, proseguía con el estudio de su cuerpo y del modo en que respondía a sus caricias.

Cuando un movimiento particularmente ingenioso de la yema de sus dedos en el vientre la hizo temblar, Barnaby murmuró:

– Esto te gusta.

Ella no se molestó en asentir. El tampoco esperaba una respuesta: sus palabras habían sido la constatación de un hecho. No obstante, permanecer pasiva por un tiempo indeterminado resultaba extraño en aquel caso… Adorar, había dicho Barnaby, y de una manera curiosa no dejaba de haber cierta reverencia en ello, pese a que podría haber dicho «tomarte» o «poseerte» y ser igualmente exacto.

El modo en que la trataba la tenía fascinada e intrigada.

Él fue descendiendo por su cuerpo. Al principio metía la mano debajo de las mantas para acariciarla, luego las apartaba, revelando la zona en que concentraba su mirada. Estudiaba, examinaba, aquilataba y acto seguido agachaba la cabeza y probaba.

Las mantas fueron destapándola progresivamente, exponiendo cada vez más cuerpo a su minucioso examen. Barnaby no pedía permiso, ni siquiera sin palabras, simplemente continuaba su exploración como si tuviera un derecho incuestionable.

Como si ella hubiese cedido ante él. ¿Lo había hecho?

A decir verdad, no estaba segura; y aún estaba menos segura de que le importara.

Las manos de Barnaby… Antes había calificado su contacto de mágico. Cerrando los ojos mientras debajo de las mantas una palma dura se deslizaba por su cadera, se esforzó en reprimir un estremecimiento. No tenía frío, como resultado de sus atenciones tenía el cuerpo ardiente, pero el torrente de sensaciones que sus dedos le causaban era algo exquisito que le ponía los nervios a flor de piel, dejándolos sensibilizados y ansiosos, muy ansiosos, de más.

De sentir más.

Era una clase de estimulación táctil que nunca antes había experimentado y que parecía abrirle los poros para absorber mucho más, para aguzarle los sentidos de modo que su siguiente caricia, por ligera que fuese, fuera percibida con mayor intensidad.

Mucho más cargada de sentimiento y significado. De intención.

Lo asimilaba todo mientras bajo las mantas la mano de Barnaby seguía descendiendo y sus dedos coqueteaban juguetones con los rizos de la cima de sus muslos. Un momento después, sus dedos bajaron todavía más y apretaron entre los muslos para palpar, sobar, acariciar.

Finalmente se encontró con las mantas por las rodillas.

Lo que siguió fue bastante más de lo que Penelope se esperaba, más intenso, cada vez más íntimo, pero fue incapaz de dar el alto, ni siquiera de pedir una pausa para recobrar el aliento… porque ya no le quedaba aliento que recobrar puesto que sus prietos pulmones estaban paralizados.

Igual que cuando, destapada desde hacía rato, Barnaby le abrió los muslos, separándole bien las piernas para contemplarla tal como había hecho con el resto de su cuerpo, y luego explorar con los dedos, palpando, acariciando, puntuando con un grave murmullo lo que a ella le gustaba, distrayéndola con ese sonido para luego hacer que atendiera a sus palabras mientras continuaba con su de mostración.

Hacía rato que ella era incapaz de protestar cuando Barnaby agachó la cabeza para probarla. Para saborearla, lamiendo y chupando ligeramente, hasta que la hizo enloquecer.

Hasta que, contorsionándose de excitación, sollozó y suplicó.

Y esta vez sabía por qué.

Como un emperador concediendo un deseo a una esclava, él le dio lo que pedía; su picara lengua la hizo lanzarse vertiginosamente desde aquel borde brillante, lanzándola a una complacida inconsciencia.

Una inconsciencia más complacida, más profundamente saciada de lo que jamás había conocido. Penelope se hundió bajo aquella ola de saciedad recibiéndola con gusto, dejando que la inundara.

Barnaby observó su rostro mientras le hacía alcanzar el clímax y la liberaba de todas las tensiones. Ella se dejó ir con un suspiro, volvió a hundirse en la almohada desenmarañando sus tensos músculos con la expresión perdida, las facciones relajadas salvo por sus labios que, bajo la mirada de él, se curvaron ligeramente.