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Sonriendo para sus adentros, Barnaby se apoyó en las rodillas, la cogió por la cintura y le dio la vuelta.

Ella se tumbó boca abajo de buen grado y apoyó la mejilla en la almohada. Curvando los labios en previsión de lo que se avecinaba, él le separó los pies y se arrodilló entre sus piernas.

Comenzó por los tobillos, levantando uno después del otro para explorarlo, acariciarlo y luego mordisquearlo. No le tocó la planta de los pies por si tenía cosquillas; lo último que quería era devolverle la plena conciencia demasiado deprisa.

La turgencia de las pantorrillas, las corvas, la longitud de los muslos, a todo ello rindió diligente homenaje, y ella suspiró y le dejó hacer.

Le dejó reseguir los globos de su trasero, besar y lamer su camino sobre las nalgas y las hendiduras de la columna vertebral. Barnaby abrió los dedos abarcando la parte posterior de la cintura y luego fue subiendo las manos, siguiendo la columna con los labios

Y la lengua, deteniéndose para examinar los omóplatos, hasta que por fin le alcanzó la nuca.

Apartando el pelo que antes le había soltado, la tocó, acarició y apoyó los labios en la delicada piel al tiempo que apoyaba su cuerpo sobre el de ella.

Abriéndola.

La mordisqueó, luego llevó los labios al cuello mientras apretaba las manos contra el colchón, deslizándola debajo de ella para llenarlas con sus senos. Los sobó hasta que encontró los pezones y los pellizcó.

Su erección, caliente y dura como el hierro, se apoyaba palpitante entre los globos de su delicioso trasero. Por la tensión que se adueñó de él cuando le soltó el seno derecho y alargó el brazo para abrirle las piernas, Penelope adivinó lo que Barnaby se proponía, aunque sin saber cómo lo haría exactamente. Este se imaginaba el cerebro de ella bullendo de preguntas que, afortunadamente, no tenía aliento ni tiempo para formular.

Se aseguró de lo segundo soltándole la rodilla, retirándose para situar la punta de su erección en el punto de entrada. Acto seguido se hundió en ella sólo un poco, justo lo suficiente para contestar a las primeras preguntas.

Moviéndose para apoyar su peso en un brazo y dejar de aplastarla contra la cama, Barnaby devolvió la mano a la posición anterior, reclamando de nuevo su seno. Su peso la mantenía inmovilizada mientras mantenía el otro seno apretado contra su otra palma. Bajo la cabeza, le cogió el lóbulo con los dientes y lo mordisqueó, luego posó los labios en la sensible piel de debajo y ella arqueó la espalda, y despacio, con deliberada lentitud, saboreando cada centímetro, la penetró.

Debajo de él, Penelope se estremeció. Tenía los ojos cerrados y expresión de suma concentración.

Barnaby empujó más hondo, notando que la delicada cavidad cedía y le dejaba entrar para luego abrazarlo. Se cerró en torno a él con fuerza, envolviendo su erección en un resbaladizo calor abrasador, cortándole la respiración.

Entonces ella se movió debajo de él, empujando hacia atrás, instintivamente buscando más. Abriéndose más para él.

Barnaby empujó a fondo, con fuerza, y la oyó gimotear, no de dolor sino de placer. Aquel sonido lo sacudió y descentró un momento, de modo que tuvo que detenerse, cerrar los ojos y aguanta la respiración hasta recobrar parte del control.

Cuando lo hubo hecho, se retiró despacio y volvió a embestirla con potencia.

Penelope sollozó de nuevo.

Paseándole los labios justo debajo de la oreja, Barnaby murmuró:

– Esto también te gusta.

Su única respuesta fue un minúsculo pero exigente estremecimiento del trasero.

Barnaby soltó una risita gutural y la complació. Retirándose una vez más, se dispuso a montarla; despacio, cada empujón medido en potencia y profundidad, exquisitamente sintonizado para aumentar el placer de Penelope, que se retorcía y suplicaba, tratando de instarlo a ir más deprisa; él hizo oídos sordos y se ciñó a su plan, ejerciendo en todo momento un control absoluto con el buen tino de no dejar que ella lo debilitara.

Apretó los dientes y aceleró el ritmo, usando su peso para someterla y empujando hondo, al tiempo que le sobaba los senos, hasta que llegó al orgasmo con un grito, el primero que Barnaby le arrancaba.

El sonido rompió todos los diques de contención y con un gruñido se hincó en ella hasta la empuñadura, una y otra vez, hasta que una marea desatada lo arrastró consigo, arrebatándole la conciencia, inundándolo de un placer total mientras bombeaba su semilla dentro de ella.

Hecho polvo, se desplomó encima de ella, demasiado débil, demasiado agotado, demasiado saciado para moverse.

En cuanto pudo reunir las fuerzas necesarias, rodó sobre un costado, sin soltar a Penelope, recolocándola contra él, la espalda de ella en su pecho.

Con las manos libres en torno a sus senos, pudo reseguirle las costillas mientras procuraba recobrar el aliento.

Al cabo de un momento, ella echó un brazo atrás y le pasó la mano por el flanco, un movimiento tierno y acariciante que daba fe de su agradecimiento.

Barnaby le acarició la nuca con la nariz; fue la manera de darle las gracias a su vez. Pero en cuanto recobró el aliento, murmuró:

– Pues esto es lo que podrías disfrutar cada vez que te viniera en gana.

La risita con que contestó Penelope fue en extremo sensual.

– ¿Cada vez? Sin duda necesitaría que tú alcanzaras el resultado deseado.

– Cierto. -Eso era precisamente lo que quería que ella entendiera. Acercó los labios a su oreja. -Pero como estoy aquí…

Con una mano se puso a sobarle un seno otra vez mientras deslizaba la otra hacia abajo, separando los dedos al llegar al vientre y apretando ligeramente mientras se movía detrás de ella, recordándole que todavía lo tenía dentro. Recordándole el placer que eso le había proporcionado.

Como si ella necesitara que se lo recordara. Reprimiendo un estremecimiento innecesario, pues era obvio que Barnaby no necesitaba que lo alentaran más, a Penelope le costaba creer que hubiese vivido tanto tiempo desconociendo que existiera un placer tan profundo, tan cálido y satisfactorio. Que con el varón adecuado pudiera disfrutar hasta ese extremo en que la gloria parecía correr por sus venas. Que el simple regocijo de la intimidad pudiera ser tan intenso.

Pero con el varón adecuado; quizá por eso nunca antes se había sentido inclinada a explorar en esa dirección. Barnaby Adair era diferente; para ella, diferente en muchos sentidos. No pensaba que fuese débil o poco inteligente, ni siquiera menos inteligente que ella; y sentía una secreta excitación ante su tamaño en comparación con el suyo. Él era mucho más grande, duro y fuerte. Sin embargo, parecían encajar no sólo en la intimidad sino también en otros aspectos, se había acostumbrado a tenerle cerca, cual muro de masculinidad, acechando junto a ella.

Lo cual constituía toda una novedad, habida cuenta de su reacción habitual ante los hombres altos y acechantes.

– No deja de ser sorprendente, si lo piensas. -La voz de Barnaby, relajada y profunda, flotaba junto a su oído; Penelope sintió que hablaba tanto para ella como para él. -Me refiero a que nos entendamos tan bien. -Juntó los dedos sobre su seno. -Y no sólo en la cama, también en sociedad e incluso en nuestra investigación.

Hizo una pausa y luego prosiguió en tono reflexivo.

– Lo cierto es que me gusta hablar contigo, y eso, debo confesarlo, no es lo normal. No te limitas a pensar en modas, bodas o bebés; tampoco es que suponga que no piensas nunca en esas cosas, pero no te sientes obligada a comentar esos asuntos conmigo, y en cambio tienes otras ideas, otros preocupaciones que yo puedo compartir.

Penelope miraba la habitación sin verla, consciente no sólo del calor del cuerpo de Barnaby acunando el suyo, de su mano acariciándole sin darse cuenta el seno, sino también de otro calor que emanaba de sus pensamientos compartidos, de su empeño compartido.