– Gracias a Dios no te impresiona mi trabajo. -Hizo una pausa. -Y a mí no me amedrenta el tuyo.
Penelope rio y dijo:
– Parece que nos complementamos bastante bien.
Barnaby se movió detrás de ella, recordándoselo.
– Y que lo digas.
Penelope volvió a reír ante la mordacidad de su tono pero sus pensamientos, motivados por los de él, reclamaron su atención. Era bien cierto que parecían tener un consenso natural, uno que ella, y al parecer también él, no había encontrado en ninguna otra persona. Pertenecían al mismo círculo social selecto, uno por cuyas restricciones ni él ni ella se sentían demasiado constreñidos, pero esa circunstancia facilitaba que se entendieran cualquiera fuese la situación que afrontaran.
La envolvió una lenta marea de calor y se dio cuenta de que él se estaba moviendo con suma ternura dentro de ella. Y comprendió que él había recobrado las energías, por decirlo así.
Penelope miró hacia la ventana; aunque la veía borrosa, la luz anunciaba el final de la tarde. Ignorando la pasión que ya se adueñaba de ella, se obligó a decir:
– Debo irme. No tenemos tiempo.
Su decepción le tiñó la voz. Como respuesta, Barnaby apretó con las manos, manteniéndola en su sitio; se retiró y acto seguido empujó con más ímpetu, haciéndola soltar un grito entrecortado.
– Sí que tenemos tiempo. -Se retiró y empujó otra vez, sujetándola con más firmeza. -Luego podrás marcharte.
Un lametón delicioso le recorrió la columna vertebral. Ella esbozó una sonrisa y dijo en susurro:
– Si insistes…
Barnaby insistió, deleitándola a fondo una vez más antes de permitir que se levantara y vistiera. Luego la acompañó a Mount Street.
Smythe se presentó en la vivienda de Grimsby bien entrada la noche del sábado. Grimsby levantó la vista y lo vio, llenando el umbral de su habitación.
– ¡Santo cielo! -Atrapado en su viejo sillón, Grimsby se llevó la mano al corazón. -A ver si avisamos, que cualquier de día de éstos me matas del susto.
Los labios de Smythe temblaban; entré, cogió una silla vieja de respaldo recto, le dio la vuelta para que el respaldo quedara de cara a Grimsby y se sentó a horcajadas.
– Bien, ¿cuál es el problema?
Grimsby hizo una mueca. Había dejado recado en la taberna Prince's Dog, el único modo que conocía para ponerse en contacto con Smythe. No tenía ni idea de cuándo recibiría Smythe el mensaje, y mucho menos de cuándo respondería.
– Tenemos un problemita -dijo. Moviéndose para meter la mano en el bolsillo de su viejo abrigo, sacó el aviso impreso y se lo pasó a Smythe. -La bofia ha hecho correr la voz.
Smythe lo cogió y leyó. Cuando llegó al anuncio de la recompensa, enarcó las cejas.
Grimsby asintió.
– Sí, a mí tampoco me gustó esa parte. -Pasó a referirle cómo se había enterado del aviso y lo que Wally le había contado al respecto. -O sea que es demasiado peligroso llevarse los chicos a entrenar, al menos durante el día. No voy a pedirle a Wally que lo haga; lo último que necesitamos es que la pasma lo pille con un par de chavales y que luego se presenten aquí y pesquen al resto.
Smythe tenía la mirada perdida. Asintió.
Grimsby aguardó sin quitarle ojo; no quería presionar a Smythe. Finalmente, éste murmuró:
– Tienes razón. No tiene sentido arriesgarlo todo, y tampoco queremos que nos pesquen con esos rapaces. -Volvió a mirar a Grimsby. -Pero no estoy dispuesto a renunciar a un trabajo tan bueno como éste; y estoy seguro de que tú tampoco, y menos con las ganas que te tiene Alert.
Grimsby puso cara de pocos amigos.
– Ya. Me querrá en el ajo a toda costa. Pero con los chavales a medio entrenar, está cantado que perderás alguno; bueno, por eso tenemos tantos, pero aun así. -Señaló con el mentón el aviso que Smythe aún sostenía. -Tendrías que enseñarle eso, sólo para que no venga con que no lo sabía o que no entendía su significado, a saber, que no podemos entrenar a los niños del todo como estaba previsto.
Smythe estudió el aviso otra vez y se levantó.
– De acuerdo. -Metiéndose el aviso en el bolsillo, añadió: -Quién sabe, Alert igual está al corriente, o tiene manera de averiguar quién ha metido a los polizontes en esto.
Grimsby se encogió de hombros; no se levantó cuando Smythe se marchó. Escuchó los pasos fuertes en la escalera y luego el golpe de la puerta de la tienda al cerrarse.
Soltando un suspiro, se preguntó si eran figuraciones suyas; si la insinuación de Smythe en cuanto a que si Alert averiguaba quién incitaba a la bofia se aseguraría de que ese malnacido lo lamentara.
Entonces pensó en Alert y decidió que no estaba imaginando nada.
Una hora después, Penelope se acostó y cerró los ojos. Estaba en su propia cama, en su dormitorio de Calverton House en Mount Street, la misma habitación en que había dormido la mitad de su vida. Sin embargo, esa noche sentía que le faltaba algo.
Algo cálido, duro y viril contra su espalda.
Suspiró. En lugar de su presencia, dejó que su mente divagara hacia la tarde de gozo. Pasar la tarde entera en la cama con Barnaby Adair había resultado una experiencia muy grata.
Una experiencia que abría nuevos horizontes; sin duda había aprendido más sobre el deseo, sobre cómo él despertaba el suyo, sobre cómo reaccionaba ella y sobre cómo él respondía a su vez.
Esbozando una sonrisa espontánea, se dijo que estaba aprendiendo a pasos agigantados. Y lo que había aprendido comenzaba, para su sorpresa, a alterar su visión de la vida.
No había previsto algo semejante. No había considerado posible que el deseo, la búsqueda y el estudio del deseo, pudiera conducirla a un replanteamiento fundamental. Sus opiniones estaban talladas en piedra, inmutables, o eso creía hasta ahora…
Pese a la testarudez que le dificultaba admitir un cambio de opinión, en el fondo era menos reacia a considerar un posible cambio de postura, a considerar si su vida podría ser mejor en caso de hacerlo. Después de la dicha de aquella tarde resultaba difícil no cuestionarse si no se había precipitado al pensar que no quería ni querría nunca mantener una relación duradera con un hombre. Sabía que no necesitaba tal relación para estar feliz y contenta con lo que le había tocado en suerte, pero la cuestión no era si la necesitaba sino si la necesitaba. Si tal relación podría ofrecerle suficientes ventajas como para arriesgarse.
Ventajas como la profunda satisfacción que todavía corría por sus venas. Aquello era algo que nunca había sentido, pero el brillo era tan intenso, tan acogedor, tan adictivo que sabía que si se le presentaba la ocasión, optaría por conservarlo en su vida.
No acababa de entender del todo su origen; había una parte de intimidad física, una parte de entendimiento a un nivel diferente, una parte de alegría de estar cerca, tan estrechamente próxima, a otro ser humano con una mente muy parecida a la suya. Un varón que la comprendía mucho mejor que cualquier persona de su mismo género.
Él entendía sus carencias y necesidades, sus deseos, tanto físicos como intelectuales, mejor que ella misma. Y parecía deleitarse sinceramente al explorar y complementar esos deseos con su cuerpo.
Todo lo cual contribuía al placer que él hacía florecer, al placer que ella sentía cuando yacía en sus brazos. Todo lo cual era mucho mayor de lo que jamás se hubiese figurado.
Su idea inicial de permitirse el capricho de aprenderlo todo para luego retirarse como si tal cosa ya no resultaba válida. Debía replanteársela.
Reconsiderar su plan y modificarlo. Pero ¿modificarlo en qué sentido? Aquélla era la cuestión principal. ¿En qué medida debía cambiarlo, hasta qué punto era seguro y conveniente hacerlo?
¿Acaso tenía siquiera elección entre una relación duradera y el matrimonio?