Sin embargo, su sonrisa parecía sincera.
Se libró de una parte más del recelo que había tenido al consultarle. Los demás miembros de la junta de administración estaban fuera de Londres; aunque los había informado de las tres primeras desapariciones aún no había dicho palabra acerca de la más reciente, como tampoco sobre su plan de recabar la ayuda de Barnaby Adair. En eso, había actuado por iniciativa propia. Si bien estaba convencida de que Portia y Anne apoyarían su decisión, no estaba tan segura a propósito de los otros tres. Adair se había forjado un nombre ayudando a la policía, en concreto en llevar ante la justicia a miembros de la buena sociedad, empeño que no había sido recibido con unánime aprobación entre los de su clase.
Apretando los labios, dio sendas palmadas a los brazos de la silla y se puso de pie.
– Me da igual -informó al despacho vacío. -Para traer a esos niños de vuelta habría recabado la ayuda del mismísimo demonio.
Las amenazas sociales no influían en ella.
Otra clase de amenazas…
Entrecerrando los ojos, estudió el elegante personaje rodeado por aquel grupo variopinto. Y a regañadientes admitió que en cierta medida representaba, en efecto, una amenaza para ella.
Para sus sentidos, para sus nervios de repente a flor de piel, para su inusitadamente díscola cabeza. Jamás hombre alguno le había hecho perder el norte.
Ningún hombre la había hecho preguntarse qué ocurriría si él…
Se puso otra vez de cara al escritorio y cerró la carpeta de pedidos.
Tras la entrevista de la noche anterior se había dicho a sí misma que lo peor ya había pasado, que cuando volviera a verlo, el impacto que había causado en sus sencidos habría decaído, desvaneciéndose. En cambio, al levantar la vista y verlo en el umbral, con su mirada azul fija en ella en actitud contemplativa, había perdido la facultad de pensar de manera racional.
Le había costado un verdadero esfuerzo mantener el semblante inexpresivo y fingir que tenía la cabeza en otra parte. Estaba claro que, si deseaba investigar con él, iba a necesitar el equivalente de una armadura. Pues de lo contrario…
No quería ni pensar en que él se diera cuenta de lo mucho que la afectaba, ni tampoco en aquella manera suya tan lenta, arrogante y viril de sonreír.
Apretó los labios y reiteró con firmeza:
– Pase lo que pase, me da igual.
Sacó el bolso y los guantes de debajo del escritorio y, levantando el mentón, se dirigió hacia la puerta.
Y hacia el hombre que había reclutado como adalid del orfanato.
CAPÍTULO 03
– A instancias del padre de Dick, la señora Keggs y yo fuimos a verle hace dos semanas.
Penelope miraba el paisaje urbano que desfilaba por la ventana del coche de punto. Habían hecho señas al carruaje desde la parada que había frente al Hospital Infantil; el conductor los había admitido encantado y enfilado hacia el este a buen paso.
Su avance se ralentizó en cuanto entraron en las estrechas y atestadas callejas de lo que los londinenses llamaban el East End. Un conglomerado de apretujadas casas destartaladas, edificios de pisos, talleres y almacenes en su día construidos alrededor de las antiguas aldeas extramuros de la vieja muralla de la ciudad; con los siglos, las toscas construcciones se habían fundido en un miserable, oscuro y a menudo frío y húmedo batiburrillo de viviendas desastradas.
Clerkenwell, el barrio al que se dirigían, no era tan malo, tan superpoblado y potencialmente peligroso como otras partes del East End.
– El padre de Dick, el señor Monger, tenía la tisis. -Penelope se balanceó cuando el coche giró en Farringdon Road. -Estaba claro que no iba a recuperarse. El médico del distrito, un tal señor Snipe, también estaba presente; fue él quien nos mandó aviso cuando el señor Monger falleció.
En el asiento de enfrente, Adair iba frunciendo el entrecejo a medida que se aventuraban por calles cada vez más humildes.
– ¿Recibieron el mensaje de Snipe ayer por la mañana?
– No. La noche anterior. Monger murió hacia las siete.
– Pero usted no estaba en el orfanato.
– No.
Adair la miró.
– Pero si hubiese estado…
Penelope se encogió de hombros y apartó la vista.
– Por las noches, nunca estoy.
Por supuesto, habida cuenta de las cuatro desapariciones, ya había dado instrucciones de que la noticia de la muerte de un tutor le fuera transmitida de inmediato allí donde se encontrara. La próxima vez que hubiera que recoger a un huérfano, tomaría el carruaje de su hermano, su cochero y un mozo de cuadra, y saldría disparada hacia el East End fuera la hora que fuese… pero no le pareció conveniente explicárselo a su acompañante.
Le constaba que Adair conocía a su hermano Luc, que además era su tutor; adivinaba lo que estaría pensando: que Luc sin duda no aprobaría que ella fuera a esos barrios poco menos que a solas. Y, desde luego, menos aún de noche.
En eso Adair acertaba de pleno; Luc no se figuraba lo que su puesto de «administradora» conllevaba. Y preferiría con mucho que siguiera sumido en la ignorancia.
Echó un vistazo por la ventanilla y la alivió ver que casi habían llegado a su destino; una distracción muy oportuna.
– En este caso, tres vecinos vieron y hablaron con el hombre que se llevó a Dick la mañana después de que Monger muriera. Su descripción del hombre en cuestión encaja con la que dieron los vecinos en los tres casos anteriores.
El carruaje aminoró la marcha casi hasta detenerse y luego giró con dificultad para entrar en una calle muy estrecha en la que a duras penas cabía.
– Ya hemos llegado -dijo Penelope, incorporándose en cuanto el carruaje paró; pero Adair se le adelantó, asiendo el pomo de la portezuela, lo cual la obligó a apoyarse de nuevo contra el respaldo para que él pudiera abrir y apearse.
Eso hizo él, y bloqueó la salida mientras echaba un vistazo en derredor.
Penelope se mordió la lengua y reprimió las ganas de asestarle un fuerte golpe entre los hombros. Unos hombros muy hermosos, cubiertos por un abrigo a la moda, pero que le entorpecían el paso. Tuvo que contentarse con fulminarlo con la mirada.
Finalmente, sin prisas, ajeno a su enojo, se movió. Se hizo a un lado y le ofreció la mano. Aferrándose a sus modales, Penelope se armó de valor y le entregó la suya; no, el efecto de su contacto -de sentir sus largos y fuertes dedos tomar posesivamente los suyos- aún no había menguado. Diciéndose a sí misma con mordacidad que Adair estaba allí a petición suya -ocupando, y con mucho, demasiado espacio en su vida y distrayéndola, -le permitió ayudarla, aunque soltándose en cuanto bajó del coche.
Sin dignarse mirarlo, abrió la marcha señalando la casucha que tenían delante.
– Ahí vivía el señor Monger.
Su llegada, como era natural, había llamado la atención; rostros se asomaban por ventanas mugrientas; manos apartaban colgaduras donde nunca había habido cristales.
Penelope señaló la casa de al lado; había una mesa de madera dispuesta enfrente.
– Su vecino es zapatero remendón. El y su hijo vieron a nuestro hombre.
Barnaby vio que un tipo andrajoso los miraba desde debajo del toldo que protegía la mesa. Penelope fue a su encuentro; él la siguió pisándole los talones. Si ella reparaba en la miseria y la suciedad que la rodeaba, por no mencionar los olores, no dio la menor muestra de ello.
– Señor Trug. -Penelope saludó al zapatero con un gesto de asentimiento y éste, receloso, inclinó la cabeza. -Le presento al señor Adair, experto en investigar sucesos extraños como la desaparición de Dick. Aun a riesgo de importunarlo, quería pedirle que le explicara cómo era el hombre que se llevó a Dick.