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En la buena sociedad se daban bastantes relaciones duraderas, pero ninguna protagonizada por damas de su edad y condición. Habida cuenta de quiénes eran ellos, cualquier intento por mantener una relación duradera iba a resultar complicado, al menos hasta que ella alcanzara la edad en que la sociedad considerara definitivamente que se había quedado para vestir santos. En su caso, eso sería cuando mínimo a los veintiocho, cuatro años más.

Intentó imaginarse rompiendo su relación y luego aguardando cuatro años antes de reanudarla… Una idea risible, por más de un motivo.

Lo cual le.dejaba una sola opción: casarse con él.

Al considerar esa perspectiva, seguía sin ver que el matrimonio fuera recomendable per se, al menos no para ella; los riesgos potenciales tenían más peso que los posibles beneficios. Las razones de su antiguo rechazo seguían teniendo fundamento.

No obstante, cuando añadía a Barnaby Adair a la balanza, el resultado era menos claro.

Casarse con Barnaby Adair. ¿Tal sería su destino?

Estuvo un buen rato mirando al techo mientras intentaba imaginar, formular y contestar preguntas, ver cómo podría funcionar ese matrimonio. Ambos tenían ya fama de excéntricos; aunque estaba claro que un enlace entre ellos no se ajustaría a las pautas al uso, la buena sociedad tampoco esperaría lo contrario.

El matrimonio con Barnaby Adair quizá sería una unión en la que podría vivir; era muy probable que ser su esposa no incidiera demasiado en sus libertades, como sucedería si se convirtiera en la mujer de otro caballero.

Por supuesto, siempre y cuando él estuviera dispuesto a concederle, una vez fuera su esposa, la libertad de ser ella misma y, por supuesto, siempre y cuando quisiera casarse con ella.

¿Sería así? ¿Cómo podía averiguarlo?

Mucho después, cuando por fin concilio el sueño, todavía daba vueltas a esas preguntas, incapaz de contestarlas.

CAPÍTULO 16

A la noche siguiente, Smythe oscureció una vez más la cristalera del salón trasero de la casa de St. John Wood Terrace.

Igual que en la ocasión anterior, Alert aguardaba en las sombras de la habitación. Indicó a Smythe que entrara.

– ¿Y bien? -La aspereza de su tono no le pasó inadvertida a Smythe. -¿Puedo saber a qué se debe esta visita?

El otro no dejó traslucir emoción alguna al acercarse, alzándose imponente sobre Alert, cómodamente repantingado en un sillón.

– A esto.

Sacó una hoja del bolsillo y se la entregó.

Alert dejó pasar un momento antes de cogerla. La abrió y la encaró al fuego. Pese a la escasa luz, le bastó un vistazo para distinguir los caracteres impresos y reconocer su formato. La palabra «recompensa» destacaba claramente.

Asegurándose de mantener el rostro inexpresivo, valoró sus opciones. Luego arrugó el papel y lo tiró a las brasas, donde ardió. En el súbito resplandor anaranjado, miró a Smythe.

– Inoportuno pero no importante, diría yo.

Al parecer, no estaba dispuesto a que tuviera ninguna importancia, a juzgar por su falsa cordialidad. Smythe se encogió de hombros.

– Sólo que no podremos arriesgarnos a adiestrar a esos bribonzuelos de día.

– Pues hacedlo de noche. ¿Eso es un problema?

Smythe sonrió.

– No es tan fácil.

– ¿Pero puede hacerse?

– Sí.

– ¿Entonces? -Alert hizo una pausa, sin apartar los ojos del rostro de Smythe. -Lo que estamos tramando es demasiado importante y lucrativo, como para tirar la toalla por una amenaza sin importancia. Supongo que a estas alturas ya tendréis todos los niños necesarios.

– Todos menos uno.

– Conseguid a ese último.

Smythe se movió.

– Tenemos siete.

– Me dijiste que necesitabas ocho para hacer el trabajo como quiero que se haga. Smythe asintió.

– Para hacer tantas casas en una sola noche necesito ocho para ir bien. Pero si hacemos las mismas casas en dos noches…

– No. -Alert no levantó la voz pero su tono fue rotundo. -Te dije que sé cómo actúa la policía. Si las hacemos todas en una noche, no correremos ningún riesgo; es posible que ni siquiera sepan que hemos entrado hasta después de Año Nuevo. Y así es como tiene que ser. Si necesitas ocho niños, consigue ocho. Ni se te ocurra hacer una chapuza.

Dejó que transcurrieran unos segundos y preguntó:

– ¿Te encargarás tú, o debería decir nuestro amigo común Grimsby, de encontrar al último niño, o debo replantearme nuestro acuerdo?

Smythe esbozó una sonrisa.

– Conseguiremos al chico.

Alert sonrió.

– Bien. La aristocracia comenzará a huir de la ciudad a finales de esta semana. Deberíamos actuar cuanto antes. ¿Cuándo estaréis lisios?

Smythe reflexionó.

– Una semana.

Alert asintió.

– En ese caso, no tendremos nada de qué preocuparnos. Todo sigue adelante según lo planeado.

Smythe lo miró y asintió a su vez.

– Se lo diré a Grimsby.

Alert lo observó ir hasta la puerta y salir sin hacer ruido, cerrándola a sus espaldas. Se quedó tamborileando con los dedos sobre el brazo del sillón. Luego volvió la cabeza y miró las cenizas que ensuciaban el resplandor rojo de las brasas; era cuanto quedaba del aviso.

Del aviso impreso.

Al cabo de cinco minutos, Alert se levantó con agilidad, fue hasta la cristalera y la abrió. Salió, miró en derredor, cerró la puerta con llave y se marchó en dirección opuesta a la que había tomado Smythe.

La tarde siguiente, el inspector Basil Stokes de Scotland Yard caminaba de un lado a otro encima de una tienda de fruslerías femeninas. Llevaba caminando lo que parecían horas, una eternidad; fuera caía la tarde, la luz menguaba. Las aprendizas le habían dicho que su patrona había salido por la mañana, vestida con su «ropa vieja». Por enésima vez, Stokes maldijo para sus adentros; si no regresaba pronto, iba a…

El irritante cascabeleo de la campanilla de la puerta lo hizo parar en seco. Ceñudo, escuchó pese a que, tras numerosas frustraciones, estaba seguro de que oiría una voz femenina inquiriendo por la cinta de terciopelo que combinaba mejor con su capa, y aguardó… Finalmente, oyó la voz que tanto rato llevaba ansiando oír.

Su alivio fue sincero pero fugaz, ya que quedó ahogado por emociones más fuertes.

Poniendo cara de pocos amigos, se plantó en lo alto de la escalera. Allí aguardaba, con los brazos en jarras, cuando, después de tranquilizar a sus aprendizas, Griselda, con su disfraz del East End, subió apresuradamente.

Al levantar la vista vio la expresión de Stokes, pestañeó y vaciló, pero, apretando los labios, siguió subiendo.

– Inspector Stokes, no le esperaba.

– Obviamente. -Con la mandíbula, apretada, procuró no levantar la voz. -¿Dónde demonios estabas?

Griselda lo miró parpadeando, estudió su rostro un instante y se mordió la lengua para no darle la respuesta instintiva: que no era asunto suyo. No le gustaba que la intimidara un gigantón enojado y, para colmo, en su propia sala de estar, pero…

Tras un instante más estudiando la tormenta desatada en sus ojos grises, optó por preguntar, con sincera curiosidad:

– ¿Por qué quieres saberlo?

Stokes la miró fijamente… Diríase que con su perfectamente razonable pregunta lo había dejado sin argumentos para enojarse, pero entonces la fulminó con la mirada.

– ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Sales vestida así -hizo un ademán señalando su atuendo, -a deambular sola por el East End, y luego preguntas por qué llevo una hora paseándome por esta puñetera habitación, imaginando que te ocurrían las cosas más horrendas, atormentándome con imágenes tuyas en manos de esos villanos?

Hizo una pausa. Dándose cuenta de que aquella arenga era retórica, que Stokes sólo estaba ganando tiempo, Griselda asintió.

– Sí. Exacto. ¿Por qué has estado haciendo eso?