Él la miró pestañeando. Su enfado, incluso el fingido, se le bono de los ojos.
– Porque…
No dijo más y sólo levantó una mano; Griselda no estuvo segura de que él se diera cuenta siquiera. Los dedos de Stokes se detuvieron a la altura de sus mejillas, cerca pero sin tocarlas. Como si le diera miedo tocar. Escrutó su mirada un instante, como si pudiera hallar la respuesta en ellos, y luego, al no ser así, maldijo en voz baja y apartó la mano.
La cogió por los hombros y la atrajo hacia sí, estrechándola al tiempo que la besaba en los labios.
Mentalmente, Griselda dio un grito ahogado, le agarró el hombro y se aferró, hincando los dedos en su abrigo como si le fuera la villa en ello. Fue como verse arrastrada hacia un remolino de carencias y necesidades, de deseo y anhelo.
Y él insistió hasta que ella le devolvió el beso y le entregó la boca. Entonces la turbulencia que había en él se disipó.
Y así, en lugar de caminar al borde de una vorágine, Griselda se encontró bailando un vals hacia el placer. El simple placer de un beso teñido de algo más profundo, aderezado con deseo acumulado, endulzado por el afecto.
Al cabo, Stokes levantó la cabeza y aguardó a que ella abriera los ojos para decir:
– Por esto.
No había más que añadir. Griselda pestañeó tratando de reorientarse en un mundo que había escorado.
– Vaya…
Ahora fue ella quien se quedó sin palabras. Notaba el calor que le encendía las mejillas y supuso que las tenía sonrosadas.
Lentamente, los labios de Stokes dibujaron una dulce sonrisa tranquilizadora.
– Como aún no me has dado una bofetada, deduzco que no te disgustan mis intereses.
Ella se ruborizó más, pero se obligó a responder:
– No, no me disgusta ningún interés que puedas tener.
Stokes sonrió más abiertamente.
– Bien.
Griselda se retorció para zafarse de sus brazos; él la soltó a regañadientes.
– Y ahora -dijo adoptando de nuevo una fachada de seriedad, -¿podrías contestar a mi primera pregunta?
Griselda dio media vuelta y se dirigió a su butaca; se sentó y frunció el ceño, como tratando de recordar.
El suspiró y se sentó en la butaca de enfrente.
– ¿Dónde demonios has estado?
– Oh. -El semblante de la sombrerera se iluminó. -Claro. He ido al East End. Pasé por casa de mi padre y luego fui a ver cómo estaban los Bushel; Black Lion Yard me coge más o menos de camino.
– ¿Qué tal siguen? ¿Estaban allí los hermanos Wills?
Griselda asintió.
– Están bien, aunque Mary está comenzando a hartarse de no poder salir de casa. Dos de los chicos Wills estaban con ella; jugaban a los dados y enseñaban a Horry. Después fui a visitar a Edie, la botonera de Petticoat Lane. Me prometió que intentaría dar con el viejo Grimsby, pero dice que es como un cangrejo y que no suele alejarse de su casa. Lleva años sin verle, y ha sido incapaz de encontrar a alguien que lo haya visto últimamente.
– O sea que Grimsby sigue en nuestra lista; el último nombre de los que nos dio tu padre. -Stokes hizo una mueca. -Por desgracia, eso no garantiza que sea quien tiene a los niños.
– No. -Abatida, Griselda negó con la cabeza. -Tiene que haber alguna manera de tener noticias sobre ellos. Cinco niños. Alguien debe de haberlos visto.
– Nuestros anuncios están en circulación. -El inspector comprendía su frustración. -Tendremos que ser pacientes y ver si la promesa de una recompensa le suelta la lengua a alguien.
– ¿Seguimos sin nada?
El negó con la cabeza. Tras observarla un momento, se adelantó hasta el borde de la butaca; alargando los brazos, tomó sus manos entre las suyas. Le acarició los dedos con los pulgares sin dejar de mirarla a los ojos.
– Entiendo que te sientas cómoda en el East End, que sea tu hogar y que tengas que ir a ver a tu padre. Pero… -Hizo una pausa, apretando los labios, pero el orgullo no le daría calor por las noches. -Por favor, cuando tengas que ir, ¿podrías decírmelo antes? ¿O si eso no es posible, dejar al menos una nota para que sepa adónde vas y cuándo estarás de vuelta?
Contuvo el impulso de darle más indicaciones, incluso órdenes. Esperó y rogó que Griselda viera en sus ojos el motivo de su preocupación.
Ella sonrió con inefable dulzura y echó una mirada a la habitación.
– Supongo que, a fin de conservar mi alfombra sin que la desgastes, podría hacerlo.
U n gran alivio se adueño de Stokes; estuvo seguro de transmitirlo con su sonrisa.
– Gracias.
Seguía sosteniéndole las manos y la mirada. Y ella seguía mirándolo fijamente.
Ambos abrieron los labios para hablar a la vez, justo cuando sonó la campanilla de la puerta de abajo. Se volvieron hacia la escalera y escucharon. La voz de Penelope les llegó con claridad, asegurando a Imogen y jane que «conocemos el camino».
EI inspector buscó los ojos de Griselda.
– Luego.
Ella le sostuvo la mirada un instante más y asintió.
– Sí. Luego. Cuando todo esto haya pasado y tengamos tiempo para pensar.
Stokes se mostró de acuerdo asintiendo con la cabeza, le soltó las manos y se puso de pie cuando la cabeza morena de Penelope aparecía por la escalera.
Al levantar la vista, la joven los vio. Sonrió.
– Hola. ¿Hay noticias?
Stokes negó con la cabeza y miró a Barnaby, que seguía a Penelope hacia el sofá.
– ¿Y vosotros?
Barnaby hizo una mueca.
– Ni un susurro de nadie en ninguna parte.
Penelope se dejó caer en el asiento con expresión contrariada. Aun siendo innecesario, les informó:
– La paciencia no es mi fuerte.
Griselda sonrió compadeciéndola.
– Antes pensaba que era el mío, pero con esto…
– Lo peor -dijo Barnaby- es que se nos acaba el tiempo. El Parlamento cierra a finales de esta semana.
El anuncio fue recibido en silencio. Griselda trató de romperlo anunciando.
– Ya es hora de cerrar. ¿A quién le apetece un té?
Los demás mostraron cierto interés. Griselda bajó a la tienda. Barnaby y Stokes se pusieron a comentar una de las intrigas policiacas que estaban afectando a la policía. Penelope los escuchaba mientras oía a Griselda despidiendo a sus aprendizas para luego cerrar la puerta y bajar las persianas. Se puso en pie.
– Voy a ayudar a Griselda con el té.
Los hombres asintieron con aire ausente; ella se dirigió a la escalera y bajó a la pequeña cocina.
Poniendo la tetera en el fogón, Griselda la miró y sonrió. Señaló una lata que había encima de la mesa.
– Tengo galletas de mantequilla; podríamos servirlas.
Penelope abrió la lata y buscó un plato. Griselda le alcanzó uno y luego cogió una bandeja de un estante alto. Le sopló el polvo y la limpió con un trapo. Al dejarla en la mesa, sonrió.
– No recibo muchas visitas.
Tras poner el plato de galletas sobre la bandeja, Penelope la miró.
– Yo tampoco, la verdad.
– Vaya. -Griselda vaciló antes de decir: -Pensaba que las damas de la buena sociedad se visitaban unas a otras asiduamente. Té matutino, té por la tarde, té para merendar…
– Litros de té, por supuesto. Pero solo acudo acompañando a mi madre, y aunque la visitan muchas damas, a mí no me visitan nunca.
La sombrerera ladeó la cabeza.
– ¿Porqué?
Penelope cogió una galleta y le dio un mordisco.
– Porque no tengo amigas de verdad entre las damas más jóvenes. Entre las mayores sí, pero cuentan con que sea yo quien las visite a ellas, como es natural. -Sin aguardar a que la otra preguntara, prosiguió: -Creo que les doy miedo: a las jóvenes, quiero decir.
Griselda sonrió.
– Ya lo imagino, ya.
– Hmm… Tal vez. -Penelope la miró atentamente. -Pero a ti no te doy miedo.
Griselda negó con la cabeza.
– No, en absoluto.
Penelope sonrió.
– Menos mal. -Dio un mordisco a la galleta. -Son deliciosas, por cierto.