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– Para reunirlos abajo dentro de una hora. Quiero un cordón policial en torno al edificio antes de que entremos.

Las horas siguientes pasaron volando en un frenesí de organización en el que, por una vez, Penelope no pintaba nada. Reducida al estatus de observadora, se sentó en silencio al lado de Griselda y observó, casi con tanto interés como su compañera, a Stokes en acción.

Cuando Barnaby entró y enarcó una ceja, Penelope se dignó a demostrar lo impresionada que estaba.

– No sabía que la policía pudiera ser tan eficiente.

Barnaby lanzó una mirada a su amigo, que estaba sentado a su escritorio rodeado de subordinados, todos concentrados en un plano mientras situaban a los efectivos. Joe estaba de pie junto a Stokes, que recurría a él con frecuencia, comprobando que la zona fuera realmente como figuraba en el plano. Barnaby sonrió.

– Lamentablemente, no todos lo son. Stokes es diferente. -Al volverse se encontró con los ojos de Griselda. -En mi opinión, es el mejor.

La sombrerera asintió levemente y desvió su mirada de nuevo hacia Stokes.

Penelope estudió el semblante de Barnaby.

– ¿Cuánto falta para que nos vayamos? -Para ella, aquélla era la única cuestión pendiente.

Barnaby volvió a mirar al inspector.

– Diría que menos de una hora.

Cuando llegaron a Weavers Street ya se anunciaba el amanecer. Un pequeño ejército había rodeado silenciosamente la zona; también había agentes agazapados en las sombras de la calle. Weavers Street tenía dos brazos; la casa de Grimsby estaba en medio del tramo más corto. Era una decaída estructura mayormente de madera y con las vigas combadas, bastante parecida a las demás del vecindario; dos callejones, apenas lo bastante anchos para un hombre, recorrían ambos lados.

Hacía frío y humedad. Durante la noche se había levantado niebla; las apretujadas casas impedían el paso del viento, de modo que nada removía, y mucho menos disipaba, los densos velos; Penelope apenas veía la puerta de la casa de Grimsby desde donde estaba, debajo del saliente de un porche al otro lado de la calle.

Escrutando el edificio a través de la turbia penumbra, alcanzó a discernir los postigos, todos cerrados. No habría cristales en ninguna ventana; esperó que los hombres que se juntaban en la calle lo siguieran haciendo en silencio.

Stokes y Barnaby habían rodeado la casa, comprobando todas las salidas. Según pudo oír de su conversación en murmullos -eran los únicos autorizados a hablar, -creían tener bloqueadas todas las rutas de escape.

Con creciente expectación, Penelope miró en derredor. Las filas de agentes se habían engrosado con vecinos. Más allá aguardaban las mujeres envueltas en la penumbra; a pesar de la hora, se habían echado un chal a los hombros y salido a observar. En su mayoría eran madres; si bien sus hombres parecían fieros y ceñudos, fue la silenciosa intensidad de los ojos velados de aquellas mujeres lo que hizo estremecer a Penelope.

Griselda la miró enarcando una ceja.

Penelope le susurró al oído:

– Si Grimsby tiene dos dedos de instinto de supervivencia, se entregará a Stokes.

Miró a los vecinos. Siguiendo su mirada, Griselda asintió.

– El East End se encarga de los suyos.

Barnaby surgió entre la niebla delante de ellas.

– Estamos a punto de entrar. Esperad aquí hasta que el sargento Miller venga a buscaros; vendrá por vosotras y os escoltará al interior en cuanto hayan liberado a los niños. -Miró a Penelope. -Si no te quedas aquí hasta que venga Miller, nunca más volveré a contarte nada sobre ninguna de mis investigaciones. -Y apretó los labios con expresión adusta; a pesar de la oscuridad, Penelope notó la fuerza de su mirada azul.

Sin aguardar su asentimiento, él dio media vuelta y se fue a través de la niebla.

Griselda se movió.

– ¿Nunca más? -murmuró.

Penelope se encogió de hombros.

Aunque no hubo ningún anuncio general, la excitación se extendió entre la multitud que observaba.

Hubo un breve trajín junto a la puerta de Grimsby; Barnaby estaba en medio de la acción, con Stokes a su lado. De pronto la puerta, se abrió hacia dentro revelando una negra caverna. Stokes cogió un farol, le quitó la tapa y entró el primero.

– ¡Policía!

Los agentes se amontonaron en la puerta haciendo un ruido ensordecedor. Stokes y Barnaby se perdieron entre el barullo. Penelope se bamboleaba tratando de ver algo, pero un cordón de agentes circundaba la puerta manteniendo a todo el mundo a distancia; le tapaban la vista.

Se encendieron más luces en los bajos y un leve resplandor apareció en el primer piso. Agarrando el brazo de Griselda, Penelope señaló.

– Están subiendo.

El resplandor provenía de lo más hondo del edificio, lejos de las ventanas cerradas que daban a la calle.

En la esquina delantera del primer piso se encendió otra luz, más pequeña y mucho más próxima a las ventanas.

– Apuesto a que ése es Grimsby -dijo Griselda.

Uno de los postigos de esa esquina se abrió; se asomó una cabezota redonda coronada por una pelambrera gris.

Los espectadores empezaron a abuchear.

– ¡Baja si eres hombre, Grimsby!

– ¡Asesino de viejas!

– ¡Te enseñaremos lo que vale un peine!

Esas y otras imprecaciones se alzaron entre la niebla.

Grimsby, tenía que ser él, miraba con ojos desorbitados.

– ¡Dios mío! -exclamó, y cerró el postigo de golpe.

El gentío gritaba más alto, clamando por su sangre.

Dentro de la casa se oían una serie de golpes sordos y gritos indiscernibles.

Penelope brincaba. Necesitaba saber lo que ocurría. ¿Dónde estaban los niños?

El resplandor del farol había llegado al segundo piso. Durante un buen rato permaneció en ese nivel. El resplandor aumentó al sumarse más faroles al primero.

Penelope escrutaba la planta superior. Joe Wills había dicho que había un desván, pero no se veían ventanas a la calle. Tampoco parecía que hubiera buhardillas en los laterales. Dio un codazo a Griselda.

– No hay ventanas en el desván.

La sombrerera levantó la vista.

– Será sólo el espacio libre bajo el tejado, sin ventanas. Seguramente es un sitio muy rudimentario.

Penelope se estremeció. Luego se aferró al brazo de su amiga y señaló hacia arriba otra vez. Los portadores de faroles, Stokes y Barnaby, supuso, por fin habían subido al desván. La luz brillaba entre las tablas y las tejas mal encajadas.

– Están allí.

Durante los cinco minutos siguientes, rezó para que los niños estuvieran sanos y salvos. Estaba a punto de arriesgarse a no volver a saber nada sobre las investigaciones de Barnaby cuando Miller vino a rescatarla. Las condujo entre el gentío reunido en la calle y a través del cordón policial hasta el interior de la casa, si cabía llamarla casa; más bien parecía un almacén repleto de trastos.

Penelope y Griselda se detuvieron en el escaso espacio libre que había, a medio camino entre la puerta y la escalera, justo cuando bajaron al primer niño.

La joven contó ansiosamente cabezas mientras los niños bajaban la escalera en tropel. ¡Cinco! Sonrió radiante, extasiada de alivio.

Los niños se arremolinaron en la media luz, mirando en derredor, confundidos, sujetando las mantas que les cubrían los huesudos hombros.

– ¡Niños, por aquí! -ordenó ella con voz firme.

Su tono y actitud, perfeccionados con los años, surtieron un efecto instantáneo. Los niños levantaron la cabeza; ella les hizo una seña para que se acercaran, y tres de ellos corrieron a su encuentro. Los otros dos los siguieron más despacio.

Los tres primeros se alinearon ante ella.

– Estupendo -dijo Penelope.

Estudió sus rostros y los reconoció a los tres; los tres primeros niños que habían sido raptados en las propias narices del orfanato.

Uno de ellos, Fred Hachett, la miró parpadeando con sus grandes ojos castaños.