Barnaby le tomó la mano y le besó los dedos.
– En cuanto Stokes o yo descubramos algo importante, iré a contártelo.
Penelope asintió. Estaba a punto de volverse cuando un movimiento en el pasillo a espaldas de Barnaby le llamó la atención.
Era Mostyn. Debía de haber regresado temprano de su tarde libre. Como cualquier ayuda de cámara experimentado, desaparecía del mapa cuando ella estaba con su amo; había entrado en la cocina sin saber que ellos estaban en la puerta de atrás. Los vio y se detuvo en seco. Acto seguido, tras un breve titubeo y para considerable sorpresa de Penelope, hizo una reverencia. Un saludo de lo más correcto y sin la más remota falta de respeto.
Sin darle tiempo a reaccionar, Barnaby, ajeno al motivo de su distracción, la tomó del brazo y la condujo hacia el carruaje. Abrió la portezuela y la ayudó a subir.
– Si te enteras o se te ocurre algo pertinente, házmelo saber.
– Lo haré. -Mientras él cerraba la portezuela, Penelope volvió la vista atrás, pero ya no veía el interior del pasillo. -Adiós.
Barnaby dio un paso atrás y la despidió con la mano antes de hacer una seña al cochero. Con un tintineo de jaeces, el carruaje partió.
La tarde siguiente, Penelope estaba sentada en la chaise longue del salón de la anciana lady Harris, tomando té y fingiendo escuchar el parloteo de las conversaciones, cuando la selecta reunión de algunas de las damas más influyentes de la buena sociedad, aquellas que aún permanecían en la ciudad porque sus maridos ocupaban puestos altos en el gobierno y, por consiguiente, no eran libres de retirarse ya al campo, se vio interrumpida de forma espectacular por la entrada de un policía.
Pocas de aquellas damas habían visto alguno hasta entonces. Por consiguiente, el anuncio de Silas, el ayuda de cámara de lady Harris, de que «ha venido un miembro de la policía, señora», fue recibido con un profundo silencio que muy pocos asuntos habrían conseguido.
El agente, un hombre de mediana edad con un uniforme muy ceñido que había seguido al imponente Silas, parecía desconcertado de ser el blanco de tantas miradas. Pero cuando lady Harris, con sus melindrosas maneras, inquirió el motivo de su presencia, recobró la calma y recorrió la sala con la mirada.
– Vengo en busca de la señorita Ashford.
Penelope dejó su taza y se levantó.
– Soy yo. Me figuro que le envía el inspector Stokes.
– No, señorita. Estoy aquí porque las señoras del orfanato dijeron que usted es la responsable. Mi sargento acaba de expedir una orden de registro. Se reclama su presencia para ser interrogada.
Penelope lo miró de hito en hito.
El agente indicó la puerta con un ademán. Tenga la bondad de acompañarme, señorita.
Penelope se marchó con él, dejando una considerable consternación tras de sí y no pocos cotilleos, Su madre suavizaría las cosas en la medida de lo posible, pero Penelope dio gracias de no ser la clase de jovencita a quien afectaban las opiniones ajenas; su vida y su felicidad, por suerte, no dependían de la aprobación de la buena sociedad.
El coche de punto que el agente había tenido aguardando en casa de lady Harris se detuvo delante del orfanato. Se obligó a dejar que el policía se apeara primero y le sostuviera la portezuela abierta; esas pequeñas cosas ponían de relieve su categoría, cosa que con toda probabilidad necesitaría esgrimir al tratar con el sargento.
Entró majestuosamente en el edificio, desplegando adrede la serena superioridad que su madre y todas las lady Harris del mundo solían exhibir. Quitándose los guantes, miró con ojo crítico a su alrededor.
– ¿Dónde está su sargento?
– Por aquí, señorita.
Dejó que él la precediera por el largo pasillo.
– Señora, si no le importa.
El agente la miró desconcertado por encima del hombro.
– ¿Cómo dice, señorita?
– Señora. Habida cuenta mi edad y que soy la directora del orfanato, puesto que conlleva cierta responsabilidad, la forma correcta de dirigirse a mí es «señora», con independencia de mi estado civil.
Nunca estaba de más poner en su sitio a quienes podían resultar irritantes, y si bien aquel agente aún no había hecho nada que provocara su ira, dudaba mucho que el sargento, que era quien había expedido la orden de registro del orfanato, resultara tan inofensivo, pero el amo sin duda adecuaría su tono al de su sirviente.
– Oh. -Frunciendo el ceño, el hombre trató de digerir la lección.
Encontraron al sargento, con una cadera apoyada contra el escritorio del despacho de Penelope, supervisando a dos subordinados que registraban los armarios que había junto a la pared; un vistazo a su escritorio le reveló que ya lo habían registrado. Otros dos agentes se afanaban en la misma tarea, revolviendo los archivos del ante-despacho, para gran aflicción de la señorita Marsh.
Juzgando al sargento con un severo vistazo y sin que le gustan lo que vio, pues tuvo claro que era un fanfarrón jactancioso, Penelope rodeó el escritorio con altivez, dejó su bolso encima frunciendo levemente el ceño, y se sentó en su silla, arrimándola al escritorio.
Reafirmando su autoridad.
– Me han dicho que tiene una orden, sargento. -Todavía no lo había mirado a los ojos, sino que dejó vagar la vista por el tablero con un ligero mohín, como tomando nota de los cambios debidos al registro; abrió una mano, moviendo los dedos con gesto imperioso. -¿Podría verla?
Como era de prever, el sargento frunció el ceño; con el rabillo del ojo, ella observó cómo se erguía a regañadientes, levantándose del escritorio. Echó un vistazo a sus tres subordinados; tal como había supuesto, el sargento dedicó un momento más a valorar la reacción del agente que la había acompañado antes de tomar una decisión errónea que luego tuviera que lamentar. Se subió el cinturón y, amenazadoramente, declaró:
– No creo que sea lo correcto. Estamos aquí en defensa de la ley, haciendo nuestro trabajo para descubrir…
– La orden, sargento. -Las palabras de Penelope lo interrumpieron con frialdad. Levantando la vista, lo miró a los ojos, esta vez echando mano de la altiva arrogancia de lady Osbaldestone y las duquesas de St. Ives, tanto la viuda como Honoria; ante aquel tipo de situaciones, aquellas tres damas eran los modelos de conducta por excelencia. -Considero que como representante de los propietarios de este lugar, así como en mi calidad de administradora, antes de ordenar un registro el procedimiento correcto dicta que a mí, propietaria y ocupante efectiva del establecimiento, se me haya mostrado la orden. ¿Me equivoco?
Era una suposición, pero había hablado sobre procedimientos policiales con Barnaby y le sonaba bien.
A juzgar por el modo en que él se movió y las miradas que lanzó a sus subordinados -los dos que registraban habían dejado de rebuscar en los archivos y estaban aguardando, -el sargento también sospechó que ella estaba en lo cierto.
Una vez más, Penelope tendió la mano con gesto autoritario.
– La orden, por favor.
Con aspavientos de renuencia, el sargento metió la mano en un bolsillo de su abrigo y sacó una hoja de papel doblada. Penelope la cogió y desdobló.
– Cómo esperan que una coopere cuando ni siquiera le permiten saber de qué va esta tontería…
Aquella palabrería tenía por objeto darle tiempo para captar los pormenores de la orden pero la voz le fue menguando hasta enmudecer, cuando, tras asimilar la acción que autorizaba la orden, un registro de todos los archivos y documentos administrativos del orfanato, pasó al motivo que justificaba la búsqueda.
– ¿Qué?
Los cuatro hombres presentes en la habitación se irguieron.
Con la mirada fija en la orden, literalmente incapaz de dar crédito a sus ojos, Penelope declaró:
– ¡Esto es indignante! -Su tono fijó nuevos parámetros de indignación femenina. Cuando levantó la vista, el sargento dio un paso atrás.