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– Me parece que lo has mencionado un par de veces; pero eso fue en el calor del momento. No creo haberte oído.

– Vaya… -Como una sirena deslizó el cuerpo serpenteando encima de él, deleitándose con el instantáneo endurecimiento de los músculos de su poderoso torso. Suyo, todo suyo. -Tal vez -dijo en un arrullo- debería darte las gracias de nuevo. Más claramente. Para que no olvides que lo he hecho.

Barnaby escrutó las misteriosas profundidades de sus ojos negros.

– Tal vez sí.

Lo hizo. Con un esmero apabullante, una inquebrantable dedicación que lo estremeció, reduciéndolo a pura necesidad.

Después de la primera vez en que había propuesto una nueva postura, Barnaby se había dado cuenta de que la curiosidad intelectual de ella también alcanzaba aquella esfera: siempre tenía ansias de explorar, de aprender más sobre cosas que a todas luces había leído pero nunca experimentado. Aun así, mientras él cerraba los puños agarrándole el pelo y luchaba por respirar, la devoción de Penelope por saberlo todo y experimentarlo todo no debía tomarse a la ligera.

Como tampoco su boca; al principio no instruida, pronto había aprendido cómo volverle loco. Cómo, con espantosa exactitud, hacer trizas su control para quedar absoluta y radicalmente a su merced.

Sus labios, aquellos labios gloriosamente lozanos y carnosos con los que había soñado desde el principio, habían devenido una maliciosa realidad que jugaba con sus sentidos, acariciándolo con una desvergonzada alegría que le llegaba hasta el tuétano. Sus atenciones sumamente sexuales le echaban una red encima y lo retenían sin esfuerzo, convirtiéndolo en su devoto esclavo.

Soltó un grito ahogado arqueando la espalda cuando ella lo tomó con la boca sin dejar de juguetear con las manos, poseyéndolo.

Ser suyo, todo suyo, era lo único que deseaba en aquel momento. Lo único.

Y cuando la fogosidad y la pasión, la voraz necesidad que le dominaba fue demasiado, Penelope se alzó y lo tomó en su ser, envainándolo en su cuerpo y cabalgando sobre él con una languidez deliciosamente lenta que les puso los sentidos a flor de piel.

Penelope se empeñaba en estar a la altura de Barnaby, manteniendo aquel ritmo pausado incluso cuando sus cuerpos, sus sentidos desatados, clamaban por más. Con las manos abiertas encima de su pecho y los brazos flexionados, cerró los ojos y lo montó, firme y segura, pausada y resuelta. Entregada enteramente a su deleite y el de ella.

Al placer; a complacerle y hallar placer en ello.

Barnaby la observó mientras lo hacía, estudió su concentración, la clara intención que traslucía su semblante. Pese a que esa visión lo conmovió y subyugó, sentía lo suficiente, conocía lo suficiente sus propios sentimientos, como para entender que su devoción por ella, su necesidad de ella, había ido más allá de lo puramente físico. Mientras ella lo constreñía, haciéndole perder el mundo de vista, cerró los ojos y rogó que a ella, igual que a él, ya no le bastara con saciar sus necesidades físicas, rogó que, igual que él, estuviera aprendiendo que atender devotamente a esas otras necesidades afines, de otro calibre y en un plano diferente, traía aparejada una satisfacción más profunda.

Penelope aminoró todavía más, apurando su capacidad de control; Barnaby lo notó en la manera en que flexionaba los dedos sobre su pecho mientras se esforzaba por domeñar sus galopantes deseos. Seguía moviéndose encima de él, confiada y segura, aunque deseando más, luchando por prolongar el momento un poco más.

Barnaby percibió el brillo de sus ojos bajo los pesados párpados; Penelope le estaba observando igual que él la observaba, asimilando la visión de él mientras bajo su control la pasión se encendía y se adueñaba con más fuerza de él. Volvió a cabalgarlo, ahora con más decisión, resuelta y divina, los condujo a él y ella misma con firmeza.

Pero Barnaby no tenía intención de rendirse tan fácilmente; en eso no. Cuando la presión aumentó, cuando la marea ardiente comenzó a subir y amenazó con llevárselo por delante, luchó por retenerla. Tenía las manos en su cintura, los dedos curvados sobre las caderas, aferrando y saboreando su cuerpo, penetrándola hasta el fondo; soltó una mano, la deslizó por su columna vertebral, la atrajo al tiempo que se incorporaba y le tomó un seno con la lengua y los labios.

Lo lamió y chupó, se metió el pezón erecto en la boca y succionó, con delicadeza al principio y luego con más fuerza mientras ella jadeaba, se tensaba y cabalgaba.

Más rápida, más caliente, más húmeda.

Cuando llegó el final, los dejó a los dos hechos añicos. Los arrancó del plano mortal, dejándolos a la deriva en un vacío dorado de indescriptible placer.

Juntos, saciados, en paz.

Penelope rió al desmoronarse encima de su pecho. Sonriendo, Barnaby la envolvió con sus brazos y la estrechó.

Cuando llegó la hora de que Penelope se marchara, descubrieron que estaba lloviendo. Dejándola en la puerta principal, Barnaby cogió un paraguas y fue en busca de su carruaje, que aguardaba calle abajo; sin duda el cochero estaba echando una cabezadita en el interior.

Arrebujada con la capa, Penelope se asomó a la noche oscura. Entonces, por encima del repiqueteo de la lluvia, oyó pasos… a sus espaldas.

Se volvió. A la débil luz de la única vela que Barnaby había dejado en la mesa del vestíbulo, vio a Mostyn poniéndose el abrigo mientras subía apresurado de las dependencias del sótano.

La vio, aminoró y se detuvo.

Pese a la escasa luz, Penelope vio que se sonrojaba.

– Oh… He oído la puerta… -Recobrando la compostura, tomó aire, se irguió e hizo una reverencia. -Le ruego me disculpe, señora. -Se puso aún más rojo. -Señorita.

Vaciló como si no estuviera seguro de si dejarla a solas; desconcertada por lo que percibía en él, Penelope hizo lo que acostumbraba hacer y cogió el toro por los cuernos.

– Mostyn, me consta que esta situación es un tanto embarazosa. No obstante… estoy confundida. La primera vez que visité a tu amo, que por cierto ha salido a la calle para avisar a mi carruaje y está demasiado lejos como para oírnos, cuando le vi a usted por primera vez tuve la impresión de no contar con su aprobación. No obstante, ahora ya me ha visto salir a escondidas de esta casa en dos ocasiones y, corríjame si me equivoco, en lugar de mostrarse más desaprobador, parece más relajado en mi presencia. -Frunció el ceño con curiosidad, no con censura. -¿A qué se debe? ¿Por qué le gusto más en lugar de menos?

Mientras hablaba, Mostyn se mostró cada vez más reservado, cosa que no hizo sino acrecentar la curiosidad de ella. No contestó de inmediato. Finalmente, acercándose más para ver a través de la puerta, carraspeó.

– He trabajado para el amo desde que vino a instalarse en la ciudad. Conozco sus hábitos. -Tras haber confirmado que dicho ni un no estaba a la vista, Mostyn la miró a los ojos. -Nunca había traído a ninguna otra dama a esta casa. Volvió a sonrojarse, pero continuó. -A ninguna mujer de ninguna condición. De modo que cuando la vi a usted… bueno…

Penelope lo cogió al vuelo y se quedó perpleja.

– Vaya, ya veo. -Apartó la vista y miró hacia la puerta, esperando ver a Barnaby regresando a paso vivo. Asintió. -Gracias, Mostyn. Lo entiendo.

El buen hombre pensaba que ella y Barnaby… En ciertos aspectos Mostyn conocía a Barnaby mejor que ella. Con la mente hecha un lío, aguardó a que el ayuda de cámara la dejara a solas. Pero él se demoró cerca de ella, unos pasos por detrás. Al cabo de un momento, volvió a carraspear.

– Permítame decir, señora, señorita, que espero que mi conjetura no sea mal recibida ni tampoco inoportuna.

Su sinceridad la conmovió. Se volvió para mirarlo.

– No. -Tomó aire y agregó: -No, Mostyn, su conjetura no es mal recibida en modo alguno.