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Penelope pensó en eso mientras charlaban brevemente con la señora Worley. Cuando siguieron adelante, dijo:

– Tu madre debe de estar esperándote en casa. ¿Vas a irte pronto de la ciudad?

Barnaby saludó a lady Wishdale con una cortés sonrisa en los labios.

– Eso depende.

– ¿De nuestra investigación?

La miró a los ojos.

– En parte. -Titubeó un instante antes de agregar: -De eso y de cuándo te irás tú.

Se miraron de hito en hito hasta que Penelope se vio obligada a mirar al frente, dado que lady Parkdale se aproximaba majestuosamente hacia ellos.

– ¡Queridos míos! -exclamó. -Qué delicia veros a los dos.

Pese a su avidez de cotilleos, lady Parkdale era una gran donante del orfanato, y Penelope tenía paciencia con su histrionismo y sus picaras miradas de buen talante.

– Al menos nunca es maliciosa -murmuró Barnaby cuando, tras separarse de la exuberante señora, siguieron adelante.

Penelope sonrió en cordial complicidad.

El siguió conduciéndola entre los invitados, manteniéndola a su lado y contestando a las preguntas que los hombres le hacían a propósito del Cuerpo de Policía de Peel y su funcionamiento. Conocía a todos los presentes, tanto a las damas como a los caballeros; por más que estuviera disfrazada de reunión social, la velada era, en el fondo, un asunto muy serio.

A decir verdad, tales «entretenimientos» eran más de su agrado que los actos puramente frívolos; mientras guiaba a Penelope de un corrillo al siguiente, tuvo la clara impresión de que en eso, como en tantas cosas, eran almas gemelas.

Ambos eran expertos en el trato social y tenían ingenio de sobra para aguantar el tipo en los círculos más exigentes. Y ambos preferían tener que usar dicho ingenio mientras conversaban; les gustaba el desafío, la conversación de más calado que en aquel marco, con aquella compañía, era la norma establecida.

Aprovechó un momento entre corrillos para contarle los progresos de la jornada y la subsiguiente decisión del inspector de solicitar autorización para poner más agentes de ronda en Mayfair.

– Lamentablemente, Stokes no abriga muchas esperanzas. Y para colmo, investigar la situación económica de unos caballeros no se resuelve en pocos días.

Penelope tenía el ceño fruncido.

– Está ese hombre al que los Cynster y mi hermano recurren cuando necesitan hacer investigaciones económicas.

– Montague. Le he visto esta tarde. Hemos acordado que averiguará cuanto pueda sobre los caballeros que figuran en la lista, pero mientras no reduzcamos el campo no es factible llevar a cabo una investigación en profundidad.

– Hummm… -Barnaby le había dicho los nombres de la lista. Negó con la cabeza. -Debo reconocer que no conozco a ninguno de ellos; aunque si tienen costumbre de frecuentar garitos es poco probable que nuestros caminos se hayan cruzado.

Barnaby se la imaginó en un garito y se abstuvo de contestar.

Cuando pasaron al comedor, dedicó una sonrisa a la anfitriona al descubrir que él y Penelope estaban emparejados. Ocuparon sitios contiguos e intercambiaron ocurrencias y comentarios mordaces mientras entretenían a los demás comensales. En un momento dado, al levantar la vista de la mesa se topó con la mirada de lady Calverton. Sonriendo con aprobación, la madre de Penelope alzó su copa hacia él en un discreto brindis.

Barnaby correspondió inclinando la cabeza y alzó su copa a su vez. Mientras bebía un sorbo, miró a Penelope y se preguntó si ella, igual que él, se daba cuenta de lo compatibles que llegaban a ser.

Poco después las señoras se levantaron y dejaron que los hombres se sirvieran oporto y debatieran el estado de la nación, los proyectos de ley no aprobados por el Parlamento durante el otoño y las expectativas puestas en el calendario legislativo del año venidero.

Penelope aprovechó la ausencia de los caballeros para hablar con aquellas damas con quienes, como administradora del orfanato, debía hacerlo. Algunas eran donantes por derecho propio, mientras que otras eran responsables de disponer de la generosidad de sus maridos. También había otras que proporcionaban valiosos contactos en otros aspectos, como lady Paignton, patrona de un servicio, la Agencia Athena, que colocaba a jovencitas como sirvientas, gobernantas y demás en casas de la alta sociedad. La agencia contaba con muchas clientas entre las matronas de categoría. Dado que muchas de las pupilas del orfanato se marchaban para ganarse la vida como sirvientas de una clase u otra, Penelope hacía años que conocía a lady Paignton.

Atractiva con su mata de pelo caoba, lady Paignton sonrió cuando la joven se le acercó.

– Seguro que mi marido está acribillando al señor Adair a propósito de la última iniciativa de Peel. Ahora que nos ha dado por pasar tanto tiempo en el campo, se está tomando muy en serio su papel de magistrado. Según tengo entendido, se ha hablado de enviar agentes y montar puestos de vigilancia en las grandes ciudades.

– Eso creo. -Los Paignton tenían cuatro hijos, dos chicos y dos chicas. Penelope añadió: -Vi a su hija mayor hace unas semanas. Me pareció que mostraba un vivo interés por la agencia.

– Así es. -Lady Paignton sonrió con afecto. -Está decidida a tomar las riendas cuando llegue el momento. Resulta muy gratificante, la verdad… Ah, por fin vuelven los hombres. -La buena señora miró a la joven a los ojos. -No dejes de decirle a tu gente que siga enviándonos a cuantas muchachas consideren apropiadas. Estamos muy contentas con las que nos han mandado hasta ahora.

Sonriendo, Penelope inclinó la cabeza.

– Se lo recordaré.

Se separaron; Penelope observó cómo lady Paignton iba al encuentro de un caballero alto y bien vestido, sumamente distinguido con mechones plateados en el pelo negro. Fue el primero de los caballeros que reapareció en el salón. El vizconde Paignton era uno de los mayores terratenientes de Devon y se había vuelto muy influyente, sobre todo en el Ministerio del Interior.

Penelope no se había propuesto espiar, pero era imposible no fijarse en el brillo de los ojos de lord Paignton, una mezcla de orgullo, alegría y felicidad al mirar a su esposa.

Imposible malinterpretarlo.

Del modo más inesperado, Penelope fue presa de un súbito y muy concreto anhelo: que un día un hombre la mirara a ella con aquella misma luz en los ojos. No con la luz más bien inocente e ingenua, la luz no puesta a prueba que una veía en los ojos de las parejas de recién casados, sino con ese brillo más profundo, maduro y perdurable que hablaba de un amor duradero.

Parpadeó y miró hacia otra parte. Se preguntó de dónde salía esa idea, esa necesidad, de qué rincón de su fuero interno surgía.

Lady Curtin se detuvo a su lado.

– Es muy alentador, querida, ver que Adair te prodiga tantas atenciones. -Antes de que Penelope tuviera ocasión de sacarla de su error, pues Barnaby estaba allí en representación de su padre, lady Curtin prosiguió: -Soy una vieja amiga de Dulcie, su madre, y debo decirte que el chico, bueno, el hombre en que se ha convertido, la ha hecho enloquecer con su rotunda negativa a comprometerse con jóvenes casaderas, y mucho menos a consentir que le buscara una esposa. Por el modo en que elude a las mujeres de buena familia, bueno, al menos a las casaderas, ¡se diría que todas tienen la peste! Según Dulcie, ha elevado la elusión a una forma de arte. ¡Caramba!, si incluso cuando viene como suplente de Cothelstone, como ha hecho esta noche, suele negarse en redondo a seguir el juego. -Cuando por fin hizo una pausa para tomar aliento, lady Curtin la miró, atenta a su reacción. -No puede decirse que seas una chica normal y corriente, sin embargo sigues siendo un buen partido. Si lo que se precisa para fijar su atención es que te lances al galope, que así sea; me consta que Dulcie se derretirá a tus pies.

Y tras dar una palmada un tanto brusca en la muñeca de Penelope, lady Curtin se marchó, dejándola ligeramente aturdida.