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No sin cierta sorpresa para él, Penelope siguió la iniciativa de Montford, sabiendo defender sus puntos de vista en lo que devino un debate en profundidad sobre las propuestas para el mantenimiento del orden, así como sobre las personalidades y prejuicios que influían en su resultado.

Cuando regresaron al salón estaban absortos en el asunto y siguieron conversando más de una hora, pero una vez servido y consumido el té, la velada comenzó a tocar a su fin pese a la renuencia de todos los presentes.

Montford se volvió hacia Penelope.

– Querida, mañana enviaré un cheque al orfanato. Además, cuando todos regresemos el año que viene, me gustaría ir a visitarte y comentar otras opciones. Prefiero financiar programas concretos, programas prácticos que rindan a largo plazo. Quisiera tomar en consideración programas educativos y de formación, tal vez más innovadores, para aportar fondos específicos.

Encantada, ella le tendió la mano.

– Siempre será bienvenido en el orfanato, milord. En el ínterin, pensaré sobre posibles programas.

Montford tomó su mano entre las suyas y le dio unas palmaditas.

– Tu madre puede estar orgullosa de ti, al igual que de tus hermanas. -Le soltó la mano, sonriendo con sinceridad, y miró a Barnaby. -Debo decir que me resulta alentador descubrir a una joven pareja como la vuestra, ambos con una familia y posición donde nunca habéis tenido ni tendréis que preocuparos de la próxima comida, tan entregada a ayudar a los menos afortunados. Tú -indicó a Penelope con un gesto de la cabeza- mediante tu trabajo en el orfanato. Y tú -volvió la mirada hacia Barnaby- a través del tuyo con la policía, resolviendo crímenes y deteniendo a delincuentes sin tener en cuenta el corte de sus abrigos.

Sonriéndoles con jovialidad, añadió algo que tenía todo el propósito de ser una bendición:

– Formáis una pareja excepcional. Y os lo advierto, cuento con ser invitado a la boda.

– John…

Lord Montford se volvió para atender a lady Hancock y por lo tanto no reparó en el absoluto silencio que siguió a su comentario.

Barnaby miró a Penelope, que lo miró a su vez. Pero, a diferencia de lo acostumbrado, no se sostuvieron la mirada. Él no sabía que decir, no se le ocurría nada, tenía el cerebro paralizado y ella parecía aquejada de lo mismo. Que ambos se vieran reducidos al mutismo, a la impotencia, por la simple palabra «boda», tenía que significar algo.

El qué, Barnaby no tuvo tiempo de investigarlo. Una acuciante llamada a la puerta principal envió al ayuda de cámara de Montford a abrir de inmediato.

Regresó instantes después, con cara de desaprobación, para ofrecer a Barnaby en bandeja una nota doblada.

– Un mensaje urgente de Scotland Yard, señor.

Barnaby cogió la nota, la abrió y leyó, en la enérgica caligrafía de Stokes: «La partida ha comenzado.» Guardándose la nota en el bolsillo, saludó con la cabeza a los demás y se volvió hacia Montford.

– Mis disculpas, milord, pero debo irme.

– Por supuesto, muchacho. -Montford le dio una palmada en el hombro y lo acompañó hasta el vestíbulo. -De todos modos, la velada toca a su fin; que Dios te acompañe.

Le estrechó la mano y lo dejó marchar sin más preguntas.

Como cabía esperar, Penelope no estaba tan conforme. Lo había seguido de cerca y ahora lo cogió por la manga.

– ¿Qué ha ocurrido?

Barnaby se detuvo, bajó la vista hacia ella, se preguntó si se daba cuenta de lo reveladoras que serían su actitud, su pregunta y la ineludible respuesta que tendría que darle, para los demás, que los habían seguido desde el salón y ahora también estaban atentos.

Tampoco era que importara. Viendo la inquietud y la preocupación que ahora nadaban en las profundidades de aquellos ojos negros, Barnaby estaba obligado a contestar. Cerró su mano sobre la de ella sobre la manga.

– No lo sé. Stokes ha escrito que la partida ha comenzado, nada más. -Ladeó la cabeza hacia la puerta. -El mensajero sabrá dónde está. Iré a averiguar qué ha ocurrido. -Vaciló antes de agregar: -Si hay algo pertinente, te lo contare por la mañana.

Penelope pareció comprender que era cuanto él podía hacer. Asintió apretando los labios, para no hablar de más, intuyó Barnaby.

Ella le soltó el brazo y dio un paso atrás. Barnaby le hizo una reverencia extensiva a los demás, dio media vuelta y salió a la calle.

– ¡Mucho cuidado con eso! -dijo Smythe entre dientes.

Iba pisando los talones de Jemmie y Dick mientras éstos subían trabajosamente por la escalera del sótano cargando con el pesado reloj que acababan de birlar en la cuarta y última casa de la lista de Alert para aquella noche.

Mucho más alto que los niños, en cuanto su cabeza asomó a la calle, volvió a sisear. -¡Alto ahí!

Los niños se pararon asustados, respirando fatigosamente. Smythe escudriñó la calle. Con aquel pesado reloj como botín no quería tropezarse con nadie. La oscura calle parecía vacía, las farolas alumbraban poco, su luz tamizada por una densa y oportuna niebla.

Aguzó el oído pero no oyó nada, ni siquiera el chacoloteo distante de un caballo; la calle era larga y la esquina quedaba un tanto alejada. Miró a los niños. Esperó que Alert estuviera aguardando.

– Venga, rapaces, moveos.

Los niños subieron trastabillando los últimos escalones, luego inclinaron el dorado reloj de elaboradas esferas y manecillas, para cruzar la verja con él. Smythe lo sostuvo hasta que hubieron salido y luego se sumó a ellos, asegurando la correa. Señaló con el mentón.

– Hacia allí.

Sus palabras fueron un leve susurro, pero los niños le oyeron y emprendieron la marcha, ansiosos por dejar de cargar con el pesado reloj.

Tal como en cada una de las tres casas que ya habían robado, el carruaje negro aguardaba a la vuelta de la esquina.

Jemmie levantó la vista, escrutando la lóbrega oscuridad. En el pescante había el mismo hombre. Este bajó la vista, no hacia ellos, sino hacia el reloj con el que forcejeaban, y sonrió. Asintió mirando a Smythe.

– Buen trabajo.

Alargó el brazo y le entregó una bolsa. Sin que se lo ordenaran, los niños llevaron a cuestas el reloj hasta la parte trasera del carruaje. Smythe los siguió y abrió el maletero. Había una manta dispuesta para envolver el reloj. Jemmie y Dick hicieron malabarismos con el artefacto mientras Smythe lo cubría con la manta y luego lo cargaba en el maletero, entre el bulto que contenía el jarrón robado en la primera casa y la estatua envuelta que habían sacado de la tercera. El cuadro que habían descolgado de la biblioteca de la segunda estaba al fondo del maletero.

Aligerados de su carga, libres de ataduras por un instante, Jemmie miró a Dick, pero sin darle tiempo de llamar la atención de su amigo y darle la señal para huir, Smythe cerró el maletero y dejó caer una pesada mano en sus respectivos cogotes.

Jemmie se mordió la lengua para no soltar una maldición y agachó la cabeza. Guiado por la mano de Smythe fue arrastrando los pies junto a Dick hasta un lado del carruaje, diciéndose a sí mismo, como llevaba días haciéndolo, incluso una semana entera, que ya llegaría el momento.

Y cuando llegara, él y Dick escaparían por piernas.

Por desgracia, el diablo querría morderles los tobillos; no se haría ilusiones acerca de Smythe. Los mataría si los pillaba; debían asegurarse de huir sin dejar rastro.

Smythe los detuvo junto al carruaje.

– Por esta noche hemos terminado. ¿Tiene la lista para mañana?

El hombre asintió.

– Tengo que revisarla contigo. -Ladeó la cabeza señalando el carruaje. -Subid. Iremos a un sitio donde podamos hablar.

Smythe empujó a los niños hacia atrás y abrió la portezuela.

– Adentro.