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Una vez hubieron subido, Smythe subió a su vez. Jemmie se acurrucó en el extremo del asiento; Dick hizo lo mismo enfrente. Smythe cerró la portezuela y se dejó caer en el asiento al lado de Jemmie. Acto seguido, el carruaje dio una sacudida y arrancó.

El cochero conducía despacio, como si el caballo, cansado, caminara lenta y pesadamente de regreso a la cuadra. Dejaron atrás las grandes mansiones y luego aparecieron grandes árboles que sumieron el carruaje en una oscuridad aún más profunda.

Al cabo de poco, el vehículo aminoró y se detuvo. Smythe alargó el brazo hacia el pomo de la portezuela pero no llegó a abrirla; en la penumbra, escrutó sus semblantes. Oyeron apearse al conductor.

– No os mováis de aquí -gruñó Smythe.

Bajó y cerró la portezuela a sus espaldas.

Jemmie miró a Dick; ambos se incorporaron y se asomaron a las ventanillas de su lado. El panorama que vieron sus ojos no era nada alentador; los árboles bajo los que se había parado el carruaje bordeaban una amplia extensión de campo abierto. Habían dejado atrás lo peor de la niebla; allí era poco más que un velo y la luz de la luna lo bañaba todo, dejándolos sin lugares donde esconderse. Para dos golfillos nacidos y criados en los barrios bajos, los espacios abiertos no eran seguros. Si huían, Smythe les oiría bajar del carruaje. Podría verlos y correr tras ellos. Seguro que los atraparía.

Decepcionado, Jemmie miró a Dick. Apretando los labios, negó con la cabeza. Armándose de valor, oteó por las ventanillas del otro lado del carruaje; a través de ellas se veía la espalda de Smythe y la del caballero. Le habían oído hablar; sabían que era un aristócrata.

Se habían alejado unos pasos del carruaje; con la cabeza gacha de espaldas al carruaje, estudiaban un papel con detenimiento.

Tras cruzar otra mirada con Dick, Jemmie se deslizó sigilosamente del asiento y gateó hasta ese lado del carruaje, agachándose al llegar a la portezuela para que no le vieran. Un segundo después, Dick se reunió con él.

Apoyando la cabeza contra el panel de la portezuela, oyeron al caballero explicar dónde se encontraba una estatua concreta. Al parecer, la noche siguiente iban a robar más casas. En un momento dado, abriendo ojos como platos, Dick miró a Jemmie y movió los labios sin emitir sonido alguno:

«¿Cuatro más?»

Jemmie asintió. Entonces oyeron que Smythe preguntaba:

– ¿Qué pasa con la policía?

El caballero contestó. Hablaba en voz más baja, más melodiosa; no lograban entender todo lo que decía, pero le oyeron decir:

– Si alguien denuncia alguno de los robos que habéis cometido esta noche, es posible que mañana por la noche haya más policías en la calle. No obstante, sabré dónde estarán, y no será cerca de las casas que nos interesan. No hay de qué preocuparse. Tendréis el campo libre. Y, tal como dije, los más interesados en nuestras actividades estarán distraídos.

El hombre escuchó refunfuñar un asentimiento a Smythe y luego dijo:

– Si cumples con tu parte tan bien como esta noche, todo irá sobre ruedas.

Percibiendo el tono tajante de esa voz cultivada, los niños cruzaron miradas de miedo y volvieron a sus respectivos rincones, adoptando las posturas de antes justo cuando Smythe abrió la portezuela de golpe. Los miró con recelo y gruñó:

– Fuera; nos vamos.

Los niños bajaron del carruaje. En cuanto lo hicieron, Smythe enganchó una correa a las gazas de las cuerdas que sujetaban los pantalones de los niños.

– Venga, en marcha.

Comenzaron a caminar. Ninguno de los dos niños fue tan tonto como para volver la vista atrás y mirar el carruaje. Caminaron penosamente a través del campo abierto, dirigiéndose a la gélida noche.

– ¡No me lo puedo creer!

Stokes iba de acá para allá en su despacho de Scotland Yard.

Desde su posición, apoyado contra un lateral del escritorio de Stokes, Barnaby le observaba. El sargento Miller estaba plantado en el umbral.

– ¡Es imposible saber a quién más han robado! -Stokes alzó las manos al cielo. -Maldita sea, bastante difícil será ya saber qué les han robado -extendió un brazo hacia la puerta, -por más que el personal esté seguro de que ha sido así.

Barnaby miró a Miller enarcando una ceja.

– ¿El antiguo ayuda de cámara está seguro de que la urna estaba allí?

Miller asintió.

– Pero -observó Stokes con un tono malicioso, -no está seguro de que su amo no la haya vendido. El viejo ayuda de cámara y pollero sabe que es una pieza de un valor fabuloso que muchas visitas admiraban, de modo Que es posible que su amo la vendiera el día antes de abandonar la ciudad y olvidara mencionarlo. Así pues, tendremos que confirmarlo con el marqués antes de hacer sonar las alarmas. Y el marqués ahora mismo está de cacería en Escocia. -Se detuvo e inspiró hondo procurando dominar su furia.

Sin inmutarse, Barnaby dijo lo evidente para ahorrarle el fastidio a su amigo:

– Pasarán días, más bien una semana, antes de que lo sepamos.

Stokes asintió lacónicamente con expresión pétrea.

– Y para entonces no tendremos ninguna posibilidad de recuperar la pieza. -Rodeó el escritorio y se dejó caer en la silla. Miró al otro extremo de la habitación. -Lo cierto es que si el portero no fuese el ex ayuda de cámara ni siquiera sabríamos nada de este robo. El marqués habría regresado en febrero o marzo, y no nos habríamos enterado hasta entonces.

Renunciando a su posición junto al escritorio, Barnaby pasó a ocupar una de las sillas. Miró a Miller.

– ¿El portero no vio nada que pueda sernos útil?

El sargento negó con la cabeza.

– Vive en el sótano, no en el ático, de lo contrario no se habría enterado de nada. Es mayor y duerme mal. Oyó un rumor de pasos arriba y subió a echar un vistazo. No vio nada raro pero pensó que no estaría de más comprobar las ventanas. Encontró abierta una que estaba seguro de haber cerrado. No le dio mayor importancia porque la ventana tiene reja, así que la cerró y volvió a la cama. Pero por el camino pasó por delante del estudio de su amo y notó que algo no encajaba. Tardó lo suyo en darse cuenta de que el tapete de Holanda estaba encima de la mesa cuando debería estar cubriendo esa urna china que, por lo que él sabe, tenía que estar allí pero ya no estaba.

Stokes gruñó y miró su escritorio. Al cabo de un momento, sin levantar la vista, preguntó:

– ¿El comisario ya ha enviado esa nota al marqués?

Había bajado la voz. Barnaby volvió la vista atrás y vio que Miller se asomaba al pasillo.

– Me parece que aún la está escribiendo -informó el sargento, también a media voz.

Stokes suspiró. Hizo una seña a Miller para que fuera a echar un vistazo.

– Ve y asegúrate de que la envían urgente. Tenemos que cubrir al menos ese frente.

En cuanto Miller se hubo marchado, Barnaby dijo:

– ¿Debo deducir de ese comentario que tus superiores siguen poco dispuestos a reconocer que tal vez se esté cometiendo una serie de robos en la zona alta ahora mismo, delante de sus narices?

El inspector asintió.

– Se niegan a creerlo. Sólo de pensarlo les entra el pánico y no saben qué hacer, y lo cierto es que es muy poquita cosa lo que podemos hacer, aparte de inundar Mayfair de agentes, lo cual no sólo es poco práctico sino que haría cundir el pánico a su vez.

Soltando un suspiro, Stokes se apoyó contra el respaldo y miró a su amigo.

– La verdad es que nosotros, el Cuerpo de Policía, nos enfrentamos a una pesadilla política.

No fue preciso que entrara en detalles; en todo caso, Barnaby veía las repercusiones incluso mejor que Stokes. La Policía iba a quedar como un hatajo de ineptos incapaces de impedir que un solo I.id ron listo atentara contra la propiedad de los londinenses ricos. Habida cuenta del clima político, eso suponía un revés que no podía permitirse un Cuerpo todavía joven y en plena evolución. Sosteniendo la mirada de Stokes, dijo rotundamente: