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– Tiene que haber algo que podamos hacer.

Envuelta en su capa, Penelope subió la escalinata de la casa de Barnaby. El carruaje de su hermano aguardaba junto al bordillo pese a que había dado instrucciones al cochero, buen aliado suyo desde tiempo atrás, para que regresara a las caballerizas de Mount Street; lo haría en cuanto la viera a salvo en el interior. Armándose de valor, miró la puerta y llamó con firmeza.

Mostyn abrió la puerta y, a continuación, unos ojos como platos.

– Buenas noches, Mostyn. ¿Ha regresado ya el amo?

– Oh… No, señora. -Se apartó, haciéndole sitio para que entrara.

– Cierre la puerta. Fuera hace frío. -Se quitó los guantes y la capucha de la capa mientras él obedecía. Cuando se volvió hacia ella, Penelope prosiguió: -Su amo y yo estábamos en casa de lord Montford cuando el señor Adair ha sido reclamado de urgencia por un asunto relacionado con la investigación que llevamos a cabo.

– Dio media vuelta y se dirigió hacia el salón. -Tengo que aguardar aquí hasta que regrese.

Una declaración que Mostyn no cuestionó. Se apresuró para abrir la puerta del salón, al que Penelope entró majestuosamente delante de él.

– ¿Le sirvo una taza de té, señora?

Un buen fuego ardía en el hogar. Penelope se acercó a él para calentarse las manos.

– No, gracias, Mostyn. -Echó un vistazo en derredor y fue hacia el sillón que había ocupado semanas antes, cuando había venido a pedir ayuda a Barnaby por primera vez. -Me sentaré aquí, junto al fuego, y aguardaré.

Tras dejarse caer en el asiento, miró al ayuda de cámara.

– Retírese, por favor; es posible que su amo llegue bastante tarde.

Mostyn vaciló un instante antes de hacer una reverencia.

– Como guste, señora.

Salió sin hacer ruido, dejando la puerta entornada para que Penelope pudiera ver el vestíbulo.

Ella oyó alejarse los pasos de Mostyn y luego, con un suspiro, se arrellanó en el sillón y cerró los ojos; no estaba contenta pero al menos estaba donde quería estar. No tenía ni idea de cuánto tardaría Barnaby en regresar a casa, pero le había dicho a Mostyn la pura verdad: tenía que esperarlo. Tenía que estar allí para cerciorarse de que no le había pasado nada; carecía de sentido intentar dormir mientras no supiera que estaba sano y salvo.

Esa tremenda necesidad se había adueñado de ella en cuanto Barnaby había desaparecido de su vista en casa de lord Montford, en el mismo instante en que se había dado cuenta de que no sabía a qué iba a enfrentarse. «La partida ha comenzado.» A saber qué había querido decir Stokes con aquello. Tal vez en ese mismo momento estuvieran dando caza al diablo de Alert por los callejones de los barrios bajos, más allá del puerto, arrostrando quién sabía que peligros.

Asimismo, cabía que estuvieran sentados en el despacho de Stokes, pero ¿cómo saberlo?

Ante la necesidad de sabor que Barnaby estaba a salvo, la idea de quedarse dormida se había vuelto risible. Había regresado a casa con su madre, avisado al cochero con un guiño y aguardado a que reinara el silencio en la casa para luego salir subrepticiamente por la puerta de atrás y dirigirse a las caballerizas.

En el fondo, su lado racional le decía que muy probablemente se estaba preocupando sin necesidad.

Eso no cambiaba nada; la preocupación seguía presente, lo bastante intensa como para que ella aceptara que allí era donde debía estar, aguardando a que él regresara a casa para ver con sus propios ojos que llegaba ileso.

No se tomó la molestia de reflexionar por qué se sentía así. El motivo no importaba; simplemente existía. Innegable, evidente, tal como lord Montford había dejado perfectamente claro.

Pronto tendría que enfrentarse a ese motivo, pero aquella noche le bastaba con verle en casa sano y salvo. El resto podía esperar… por ahora.

Barnaby arribó a su casa a altas horas de la madrugada. Él y Stokes habían aguardado en Scotland Yard con la esperanza de que alguien denunciara otro robo, en vano. Finalmente, aceptando que no habría ninguna novedad hasta la mañana, se habían marchado a sus respectivas casas.

Tras echar el cerrojo, se encaminó a la escalera. La puerta del salón estaba abierta; echó una ojeada y se detuvo.

En el resplandor rojizo del fuego mortecino, Penelope era poco más que un bulto informe en el sillón, el rostro oculto, recostada de lado. Pero supo que era ella, lo supo con absoluta certeza gracias a una intuición primitiva que la reconocería en cualquier parte, por pocos detalles que percibiera.

Entró con sigilo y se plantó delante del sillón. En ese momento no supo cómo definir lo que sentía, las emociones que anidaban, crecían e inundaban todo su ser. Permaneció quieto, en silencio, prolongando el momento, saboreándolo, acaparando los sentimientos, las emociones, para guardarlos en su corazón.

Nadie le había esperado levantado jamás; nunca había encontrado a nadie aguardando su regreso а casa por la noche, a menudo cansado y abatido, decepcionado, a veces desilusionado. Y de todas las personas del mundo, ella era la única que él quería que estuviera allí, aguardando su regreso. La única en cuyos brazos residía el consuelo.

Su primer impulso fue cogerla en brazos y subirla al dormitorio. Pero entonces pensó en por qué estaba allí.

Al cabo de un momento se puso en cuclillas, encontró sus manos entre los pliegues de la capa y se las rozó con delicadeza.

– ¿Penelope? Despierta, mi vida.

Parpadeando antes de abrir los ojos del todo, ella lo miró fijamente y entonces se arrojó en sus brazos.

– ¡Estás bien!

Lo abrazó con fuerza. Barnaby rio y la abrazó a su vez; apoyándose en los talones, en vez de dejarse caer sobre la alfombra se puso de pie, tirando de ella.

En el mismo instante que sus pies tocaron el suelo, Penelope se apartó un poco y le miró de arriba abajo. Barnaby tardó un segundo en comprender que estaba comprobando que estuviera ileso.

Sonrió y volvió a estrecharla entre sus brazos.

– No estoy herido; no ha habido acción. He pasado toda la noche en Scotland Yard.

Penelope lo miró a la cara.

– ¿Y qué ha ocurrido?

Barnaby se agachó, la tomó en brazos, dio media vuelta y se sentó en el sillón con ella en el regazo.

Penelope se acomodó, apoyándose contra su brazo para que pudiera verle la cara.

– ¿Y bien?

Barnaby se lo contó todo, incluso la frustración de Stokes. Ella insistió en que le refiriera todos los pormenores del único robo que había sido denunciado y luego pasó a hacer hipótesis sobre el mismo; cómo uno de los niños tenía que haberse colado entre los barrotes para llevarse la urna.

Penelope frunció el entrecejo.

– Tiene que tratarse de una urna pequeña.

– Así es. Stokes y yo interrogamos al portero antes de que se marchara y nos describió la urna. A juzgar por lo que contó, no es una urna china cualquiera, sino una muy antigua tallada en marfil. Sólo Dios sabe el valor que puede llegar a tener.

Al cabo de un momento, Penelope dijo:

– Ha ido por piezas de coleccionista, ¿verdad?

Barnaby asintió.

– Lo cual encaja con nuestra idea de que roba por encargo, hurtando objetos concretos por los cuales alguien está dispuesto a pagar sin hacer demasiadas preguntas acerca de su procedencia.

Ella hizo una mueca.

– Lamentablemente, cuando se trata de coleccionistas ávidos, hay bastantes sin escrúpulos que encajan en ese perfil.

Él no contestó. Habían abordado todos los datos de los que tenían conocimiento; por más urgencia que ambos sintieran por encontrar a los dos niños todavía desaparecidos, no había nada más, ninguna otra vía que pudieran explorar esa noche.

Al menos en lo concerniente a la investigación.

Barnaby sabía que Penelope estaba pensando, dándole vueltas a lo que él le había referido, pues distraídamente frotó la mejilla contra su pecho. Tan simple caricia le llenó de calor, no sólo de deseo sino de una necesidad más profunda.