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Él se quedó atónito. Le llevó unos instantes digerir lo que aquellas pocas palabras implicaban. Finalmente, dijo:

– ¿Se dirige a ti llamándote «señora»?

Penelope se encogió de hombros.

– Muchos lo hacen.

Muchos no eran Mostyn, su tremendamente correcto ayuda de cámara.

– Vaya.

Habían llegado a la esquina de Bent Street. Sin más que añadir Barnaby enfiló por ella.

Miró la cara de Penelope; bajo su expresión alegre, casi juguetona, detectó cierta resolución. Dado el irresoluto estado de su relación, sospechó que sería prudente ceder gentilmente. Y ver adonde los estaba llevando.

Podría muy bien ser que fuera adonde él quería ir.

En efecto, Penelope estaba tramando y planeando, ensayando frases apropiadas para sacar a colación la cuestión del matrimonia en cuanto llegaran a su casa. Preferiblemente en el salón; no habiendo cania, sería más fácil hablar allí.

Había supuesto que cualquier conversación sobre su relación, sobre cómo había evolucionado desde un acuerdo inicial meramente profesional para convertirse en algo más -a tal punto que ahora, como había sucedido las dos noches anteriores, la gente los tomaba por una pareja, como personas unidas por ese vínculo indefinible que señalaba a quienes estaban o deberían estar casados, -debería postergarse hasta que hubiesen encontrado a Dick y Jemmie.

Pero con lo escurridizo que estaba resultando Smythe… ¿qué sentido tenía aguardar, posponer lo inevitable?

Más aún cuando, como habían constatado una y otra vez a lo largo de la última semana, lo inevitable presentaba importantes ventajas para ambos.

Le costaba creer que la realidad de su relación no fuera tan clara para él como lo era para ella. Lo que sí podía creer, dada su experiencia en tratar con caballeros de su clase, era que vacilara antes de hablar, que incluso le asustara abrir su corazón y declarar sus sentimientos.

Ella no tenía tales reservas, no era presa de tal vacilación. Era perfectamente capaz de abordar ese tema y además estaba dispuesta a hacerlo.

Pero antes tenían que llegar a su salón. Charló despreocupadamente sobre esto y aquello, curiosa por los clubs de caballeros que apenas entrevió mientras Barnaby la hacía cruzar con premura St. James, y de pronto se encontró con que ya estaban en Jermyn Street.

En cuanto vio la puerta de su casa notó que se ponía nerviosa. Barnaby la guió hasta lo alto de la escalinata y la soltó para sacar la llave del bolsillo, pero entonces se oyeron unos pasos al otro lado de la puerta. Sorprendido, Barnaby levantó la vista cuando les abrió Mostyn.

Sin darle tiempo a pestañear siquiera, Penelope entró haciendo gala de su majestad. El ayuda de cámara le franqueó el paso, inclinándose respetuosamente.

– Té, por favor, Mostyn. En el salón.

Tono y actitud calculados a la perfección, tal como si fuera su coposa. Barnaby se quedó boquiabierto.

Ella se volvió para dirigirle una breve mirada y se encaminó hacia el salón.

– Su amo y yo tenemos asuntos que tratar.

«¿Qué asuntos?» Enarcando las cejas con creciente sorpresa, Barnaby dio un paso al frente.

– ¡Chisss!

¿Chisss? Todavía en la entrada, Barnaby se volvió y vio a un hombre junto a la verja. El hombre le hizo una seña, mirando furtivamente en derredor.

Desconcertado, Barnaby preguntó:

– ¿Qué quiere?

– ¿Usted es el señor Adair?

– Sí.

– Me envían con un mensaje, señor. Urgente, diría yo.

El hombre volvió a hacerle señas para que se acercara.

Frunciendo el ceño, Barnaby comenzó a bajar. Un peldaño bastó para que tuviera una perspectiva mejor de la calle. Se paró en seco, escudriñando la oscuridad, y una premonición le erizó el vello de la nuca. Al ver a tres hombres, no, cuatro, aguardando en la penumbra a ambos lados de su casa, comenzó a subir otra vez.

Ellos lo vieron y se abalanzaron sobre él.

Alcanzó al primero con una patada en el pecho que lo arrojó contra la verja lateral, pero los demás subieron en tropel la escalinata a por él. Derribó a otro de un puñetazo en el estómago, pero los demás lo rodearon, cerniéndose sobre él para que no pudiera imprimir tanta fuerza a sus golpes.

Intentaban agarrarlo para obligarle a bajar la escalinata, reducirlo y llevárselo pero sin hacerle daño. Sin navajas, gracias a Dios.

Él forcejeaba con uno al tiempo que trataba de impedir que los demás lo atacasen por detrás, cuando notó que había alguien más a sus espaldas. La pesada empuñadura del bastón de su abuelo apareció por encima de su hombro, golpeando la cabeza del hombre con el que forcejeaba.

Mostyn se había sumado a la trifulca.

Su atacante chillaba al encajar los golpes; otros dos intentaron intervenir, pero el bastón golpeó primero hacia un lado y después hacia el otro, derribándolos en el acto.

El bastón volvió a golpear al hombre que aún sujetaba a Barnaby, obligándole a soltarlo y protegerse la cabeza.

Entonces unas manos pequeñas agarraron el faldón del abrigo de Barnaby para que no perdiera el equilibrio y luego tiraron de de con una fuerza sorprendente.

Fuerza que usara para zafarse definitivamente de aquel sujeto con un bramido ronco, el hombre hizo caso omiso del bastón, arremetió agachándose y agarró el faldón del abrigo de Barnaby otra vez. Sujetándolo bien, intentó que Barnaby cayera por la escalinata, pero con el peso de Penelope sumándose para afianzarlo, Barnaby aseguró los pies y le arrancó el abrigo de un tirón; acto seguido giró sobre sí mismo y empujó a Penelope hacia el interior, agarró a Mostyn, que aún asestaba temibles bastonazos a diestro y siniestro, y también le hizo retroceder.

Se abalanzó tras ellos justo a tiempo, pues el matón del que se había librado se recobró enseguida, pero cuando él y sus compinches subieron en tromba la escalinata, les cerró la puerta en las narices.

Frustrados, se pusieron a aporrear la puerta.

Apoyándose contra ella, Barnaby alargó el brazo y echó los cerrojos mientras Mostyn se apresuraba a hacer lo mismo con los de abajo.

La puerta se sacudió con una nueva embestida.

Mostyn corrió a sumar su peso al de Barnaby. Los golpes proseguían. Mostyn expresó con palabras la incredulidad que todos compartían:

– ¡Esto es Jermyn Street, por el amor de Dios! ¿Acaso no lo saben?

– Parece que les da igual.

Con cara de pocos amigos, Barnaby rebuscó en el bolsillo de su chaleco y sacó un silbato atado a una cinta. Sin dejar de hacer fuerza contra la puerta, se lo pasó a Penelope.

– Hazlo sonar por la ventana del salón.

Con ojos como platos, Penelope agarró el silbato y corrió al salón, donde apartó las cortinas de un tirón y abrió la ventana. Se llenó los pulmones de aire, se asomó hasta donde se atrevió sobre la zona de la escalinata, se llevó el silbato a los labios y sopló con toda su alma.

El estridente pitido resultó ensordecedor.

Miró a ver qué efecto surtía sobre los hombres que aporreaban la puerta; con un chillido, esquivó justo a tiempo el ladrillo que entró volando por la ventana.

Indignada y furiosa, volvió a tomar aire.

– ¿Penelope?

Entornando los ojos, lanzó una mirada airada a la ventana antes de correr de regreso al vestíbulo.

– Estoy bien. -Los golpes no cesaban y Barnaby y Mostyn seguían apalancados contra la temblorosa puerta. -Voy arriba.

Recogiéndose las faldas, subió la escalera de dos en dos. Entró como una exhalación en el dormitorio de Barnaby y corrió a la ventana de guillotina que daba a la calle. Finalmente logró abrirla, se asomó, echó un vistazo a los hombres de abajo y volvió a llevarse el silbato a los labios.

Pitó una y otra vez.

Los hombres miraron hacia arriba, renegaron y la amenazaron con el puño, pero estaba fuera de su alcance.