Al pie de la colina y al otro lado del río Tarbus se extendía la villa de Wensley, un alegre conjunto irregular de casas, con una posada y los comercios de los artesanos necesarios para satisfacer la demanda del día a día de la vida campestre: un tonelero, un carretero, un herrero y un fabricante de arneses. Las tierras de alrededor se habían despejado hasta una cierta distancia, tanto para proporcionar campos de labranza y pastos a los aldeanos como para evitar que los enemigos se pudieran ocultar al aproximarse. En las épocas de peligro, los habitantes de la villa conducían sus rebaños por el puente que cruzaba el Tarbus, retiraban la parte central de éste tras de sí y buscaban refugio dentro de los muros macizos de pedernal del castillo, protegidos por los soldados del barón y los caballeros entrenados en la Escuela de Combate de Redmont.
La cabaña de Halt se hallaba a una cierta distancia, lejos del castillo y el pueblo, situada al refugio de los árboles en el límite del bosque. El sol salía justo por encima de los árboles cuando Will llegó a la choza de troncos. Un hilo de humo en espiral se elevaba desde la chimenea, por lo que pensó que Halt ya estaba en pie. Subió a la veranda que corría a lo largo de uno de los lados de la casa, dudó un instante y luego, tras una respiración profunda, llamó con firmeza a la puerta.
—Pasa —dijo una voz desde dentro. Will abrió la puerta y entró en la cabaña.
Era pequeña pero sorprendentemente bien organizada y cómoda en su interior. Se encontró en la estancia principal, un área a medias salón y comedor, con una cocina pequeña en un extremo, separada de la zona central por un banco de pino. Había confortables sillas distribuidas alrededor de un fuego, una mesa de madera bien fregada y cazuelas y sartenes que relucían de tan frotadas como estaban. Había incluso un jarrón con flores silvestres de brillantes colores sobre la repisa de la chimenea y el primer sol de la mañana penetraba con alegría por una ventana grande. Desde la estancia principal se accedía a otras dos habitaciones.
Halt se sentó en una de las sillas, a la vez que apoyaba en la mesa los pies calzados con botas.
—Al menos llegas a tiempo —dijo bruscamente—. ¿Has desayunado ya?
—Sí, señor —dijo Will, contemplando fascinado al montaraz.
Aquella era la primera vez que veía a Halt sin su capa verde y gris y la capucha. El montaraz llevaba puesta una sencilla ropa de lana gris y marrón y botas que parecían de cuero blando. Era más mayor de lo que Will había pensado. Su barba y su pelo eran cortos y oscuros, pero salpicados con mechones grises como el acero. Los llevaba recortados de forma irregular y Will pensó que daba la impresión de habérselos cortado él mismo con su cuchillo de caza.
El montaraz se puso en pie. Era de complexión sorprendentemente pequeña. Otra cosa más de la que Will nunca se había percatado. La capa gris había ocultado mucho de Halt. Era delgado y en absoluto alto. De hecho, era más bajo que la media. Pero daba tal sensación de fuerza y carácter fustigador que su falta de altura y corpulencia no hacían de él un personaje menos intimidador.
—¿Has acabado de mirar? —preguntó de repente el montaraz.
Will dio un respingo nervioso.
—¡Sí, señor! ¡Perdón, señor! —dijo.
Halt gruñó. Señaló hacia una de las pequeñas habitaciones que Will había visto al entrar.
—Ésa será tu habitación. Puedes dejar tus cosas ahí dentro.
Se desplazó hacia el hornillo de leña que había en la zona de la cocina y Will entró vacilante en el cuarto que le había indicado. Era pequeño pero, como el resto de la cabaña, también estaba limpio y parecía cómodo. Una cama pequeña se extendía a lo largo de una de las paredes. Había un armario para la ropa y una mesa tosca con una palangana y una jarra encima. Will se fijó en que asimismo había otro jarrón de flores silvestres recién cogidas que daba una viva nota de color a la habitación. Dejó su hatillo y sus cosas sobre la cama y regresó a la sala principal.
Halt aún estaba ocupado junto al hornillo, de espaldas a Will, que carraspeó para llamar su atención. Continuó removiendo el café en una cacerola sobre el hornillo.
Will carraspeó de nuevo.
—¿Estás constipado, chico? —preguntó el montaraz sin darse la vuelta.
—Eh… no, señor.
—¿Por qué toses, entonces? —dijo Halt girándose para quedar frente a él.
Will vaciló.
—Bueno, señor —comenzó inseguro—, sólo quería preguntarle… ¿En realidad a qué se dedica un montaraz?
—¡No hace preguntas sin sentido, chico! —dijo Halt—. ¡Mantiene los ojos y los oídos abiertos y observa y escucha, y, al final, si no tiene demasiado serrín entre las orejas, aprende algo!
—Ah —dijo Will—, ya veo —no quiso y no pudo controlarse y, aunque se dio cuenta de que no era momento de hacer más preguntas, repitió en tono un poco rebelde—: Yo sólo me preguntaba qué hacen los montaraces, nada más.
Halt captó el tono de su voz y le miró con un brillo extraño en los ojos.
—Vale, entonces supongo que será mejor que lo sepas —dijo—. Lo que hacen los montaraces, o mejor dicho, lo que hacen los aprendices de montaraz, son las tareas de la casa.
Will se sintió hundido mientras le golpeaba la sospecha de que había cometido un error táctico.
—¿Las tareas de la casa? —repitió.
Halt asintió mostrándose abiertamente complacido consigo mismo.
—Eso es. Mira a tu alrededor —realizó una pausa al tiempo que señalaba el interior de la cabaña para que Will hiciera lo que le había sugerido, y después prosiguió—: ¿Ves algún criado?
—No, señor —dijo Will lentamente.
—¡Desde luego que no, señor! —dijo Halt—. Porque esto no es un gran castillo con personal de servicio. Esto es una cabaña humilde. Y hay agua que traer y leña que cortar y suelos que barrer y alfombras que sacudir. ¿Y quién crees que se supone que debería hacer todas esas cosas, chico?
Will intentó pensar en alguna respuesta diferente de la que parecía ahora inevitable. No le vino nada a la cabeza, así que dijo por fin, en tono de derrota:
—¿Debería ser yo, señor?
—Creo que sí —le dijo el montaraz, y de un tirón le soltó una lista de instrucciones—: El cubo, allí. El tonel, al otro lado de la puerta. El agua, en el río. El hacha, en el cobertizo, y la leña, detrás de la cabaña. La escoba, junto a la puerta, y creo que probablemente ves dónde podría estar el suelo, ¿no?
—Sí, señor —dijo Will mientras comenzaba a remangarse.
Al llegar ya había visto el tonel que, obviamente, guardaba el suministro diario de agua de la cabaña. Había estimado que le cabrían veinte o treinta cubos llenos. Con un suspiro, se percató de que iba a tener una mañana muy atareada.
Conforme salía al exterior con el cubo vacío en una mano, oyó al montaraz decir con satisfacción mientras se servía una taza de café:
—Había olvidado lo divertido que puede ser tener un aprendiz.
Will no podía creer que una cabaña tan pequeña y en apariencia cuidada fuera capaz de precisar tanta limpieza y mantenimiento general. Después de haber llenado el tonel con agua fresca del río (treinta y un cubos repletos), cortó leña del montón de troncos tras la choza, colocándola en una pila ordenada, barrió la cabaña y, cuando Halt decidió que hacía falta sacudir la alfombra del salón, la enrolló, la sacó fuera y la tendió sobre una cuerda colgada entre dos árboles, golpeándola con tanta fuerza que salían nubes de polvo. De vez en cuando, Halt se asomaba a la ventana para darle ánimos, que solían consistir en comentarios cortantes como «Te has dejado un poco en la parte de la izquierda» o «Pon un poco de energía, chico».